El pestillo funcionó y la puerta se abrió y de un salto, sin tocar el lugar remendado de la alfombra, entré en la habitación.
Cerré la puerta a mis espaldas y me apoyé en ella, encendiendo la luz.
Y la habitación estaba allí, esperándome como de costumbre, un lugar que respiraba seguridad y comodidad, el lugar que era mi hogar.
Pero, un lugar, me recordé personalmente, que continuaría siendo mi hogar por menos de noventa días más.
¿Y después de eso? Traté de imaginarlo. ¿Qué sucedería entonces, no sólo a mí mismo, sino a todas esas personas? ¿Qué sucedería con la ciudad?
«Tratamos en Todo», decía la tarjeta. Como el negociante en cacharros viejos, que compra cualquier cosa; botellas, huesos, trapos, cualquier cosa que se tuviera. Pero, el comerciante en cacharros era un hombre honrado. Compraba para hacer una ganancia. ¿Para qué compraba esta gente? ¿Para qué compraba Fletcher Atwood? Seguramente era para sacar una ganancia, si pagaba más de lo que un negocio podía valer y después, ni siquiera lo utilizaba.
Me saqué el abrigo y lo tiré sobre una silla. El sombrero lo tiré encima. Extraje del escritorio el listín de teléfonos y lo abrí en las páginas de los Atwood. Había muchos de ellos, pero ningún Fletcher Atwood. Ni siquiera había un Atwood que tuviera una F de inicial.
Marqué el teléfono de informaciones.
Revisaron y después me dijeron con voz cantarina:
—No tenemos registrado ese nombre.
Colgué el teléfono y me puse a pensar en lo que debía hacer.
Existía un caso de emergencia que clamaba porque entrara en acción y, ¿cómo se entraba en acción? ¿Qué se puede hacer, qué hace uno, si alguien compra una ciudad?
¿Y, principalmente, cómo lo explicaba uno para que alguien le creyera?
Recorrí la lista de nombres y ninguno me pareció de utilidad. Estaba el patrón, ciertamente, y era a él quién debía relatarle mis cosas, aunque no hubiera otra razón fuera que trabajaba para él. Pero, si llegaba a hacer la menor referencia a lo que estaba sucediendo, probablemente me pondría en la calle por incompetente.
Estaban el mayor y el jefe de policía y posiblemente algún miembro de la justicia, como el abogado defensor del condado y el fiscal general, pero, si les decía algo a ellos, me darían una buen reprimenda como a un ratero vulgar o me encerrarían en la cárcel.
Pero, me dije, siempre podría contar con el senador Roger Hill. Quizás él me escucharía.
Hice un intento de alcanzar el teléfono, pero, me arrepentí.
¿Cuando me dieran con Washington, qué sería, exactamente, lo que le iba a decir?
Traté de formarme una idea mentalmente:
«Mira, Rog, alguien está tratando de comprar la ciudad. Penetré en una oficina y encontré los papeles y había ese montón de prendas de vestir y una caja de zapatos llena de muñecos y un gran agujero en la pared…»
Era ridículo aun de pensar en ello, demasiado fantástico como para creer que alguien se lo tomaría en serio. Si una persona hubiera tratado do contarme esa historia, me habría imaginado que se trataba de un loco o algo por el estilo.
Antes de dirigirme a cualquiera, debía obtener más evidencias. Debía asegurarme. Debía estar capacitado de demostrar quién era, como era y por qué lo hacía y, debía hacerlo pronto. Había algo con qué comenzar, y eso era Fletcher Atwood. Dondequiera que estuviese, era el hombre que debía encontrar. Sabía dos cosas seguras acerca de él. Que no tenía teléfono y que años atrás había comprado el Belmont en el Llano Timber. Estaba el problema, por supuesto, que nunca había vivido allí, pero sería un lugar por donde comenzar. Aunque Atwood no estuviera, aunque nunca hubiese estado, era posible que se pudiera encontrar algo en la casa que podría ser una ayuda para seguir sus huellas.
Mi reloj marcaba las siete menos cuarto, y tenía que pasar a buscar a Joy y no tenía tiempo para cambiarse de ropa. Solamente me pondría una camisa limpia, escoger otra corbata, y a Joy no le importaría. Después de todo, no íbamos de gran fiesta; sólo salíamos a cenar juntos.
Entré en el dormitorio sin preocuparme de encender la luz ya que la lámpara del salón arrojaba luz suficiente sobre esa habitación. Abrí un cajón de la cómoda y extraje una camisa. Le saqué el envoltorio de plástico que le había puesto la lavandería y extraje el cartón. Sacudí la camisa y la tiré sobre el respaldo de una silla, después me dirigí al armario para escoger una corbata. Y cuando teñí el tirador de la puerta en la mano, me di cuenta que no había encendido la luz y que la necesitaría para escoger la corbata.
Tenía la puerta abierta, unos pocos centímetros, y mientras pensaba en lo de la luz, cerré la puerta nuevamente. No se por qué lo hice. La podría haber dejado abierta, igualmente, mientras cruzaba la habitación y encendía la luz.
Y en ese instante, de abrir y cerrar la puerta que toma menos tiempo que el necesario para decirlo, vi o sentí o escuché (no se lo que fue) el movimiento de algo vivo dentro de la oscuridad del armario. Como si la ropa hubiese recobrado vida y me hubiese estado esperando; como si las corbatas, que estaban en su colgador se hubiesen transformado en serpientes, pendiendo inmóviles, como corbatas, hasta que llegara el momento de atacar.
Si hubiera esperado a sentir o ver o escuchar ese movimiento en el armario para cerrar la puerta, podría haber sido demasiado tarde. Pero el movimiento dentro del armario nada tenía que ver con que yo hubiese cerrado la puerta. Yo ya había comenzado a cerrarla antes que hubiera cualquier movimiento, o, por los menos, antes que me diera cuenta de él.
Retrocedí a través de la habitación, alejándome del terror que se cernía tras la puerta, helado de espanto; ese horror balbuciente, efervescente que solamente viene cuando el propio hogar de un hombre se vuelve contra él.
Y aunque el terror me paralizaba, discutí conmigo mismo, porque este es el tipo de cosas que simplemente, no pueden suceder. La silla de un hombre puede desarrollar mandíbulas que se cierran sobre él cuando se va a sentar; las roídas alfombras pueden resbalar traicioneramente bajo sus pies; la nevera puede tenderle una emboscada y lanzarse sobre él; pero, los armarios son un lugar en los cuales nada puede suceder. Porque el armario es parte del hombre mismo. Es el lugar en donde guarda su piel artificial; y como tal, está mucho más próximo a él, más intimo que cualquier otra habitación del lugar que habita.
Pero, aun cuando me estaba diciendo que eso no podía, suceder, aun cuando echaba toda la culpa a mi alterada imaginación, pude escuchar el ruido de deslizarse, de arrastrarse, el movimiento furtivo y frenético que procedía desde tras la puerta.
Casi sin quererlo, extraño como puede parecer, medio detenido por una fatal fascinación, retrocedí hasta salir de la habitación y me quedé en el salón, junto a la puerta del dormitorio, con la vista clavada en la oscuridad y en el suave movimiento. Y algo había allí: a no ser que dudara de todos mis sentidos y de mi sano juicio, algo había allí.
Algo, me dije, que era parte de la trampa bajo la alfombra y parte de esa común caja de zapatos repleta con los extraordinarios muñecos.
¿Y por qué a mí? Traté de pensar en ello. Desde el momento del incidente con los muñecos y el penetrar ilegalmente en la oficina y la chica que había pedido Manhatan. Podía, por supuesto, lógicamente ser yo. Tomando en cuenta aquellos sucesos, yo muy bien podía representar un objetivo. Pero, la trampa había sido la primera… la trampa había venido antes que los otros.
Esforcé los oídos para escuchar el movimiento, pero, ya fuera porque se había detenido ahora que yo me había ido o porque estaba demasiado distante del armario, no lo pude percibir.
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