Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Al ir pasando frente a ellas, sentí una súbita corriente helada al nivel de mis tobillos. Alguien había dejado una ventana abierta; eso fue lo que sentí. Al dar otro paso, la corriente de aire desapareció súbitamente.

Llegué hasta el final de la corrida de prendas, di la vuelta, y retorné. Una vez más, la helada corriente de aire golpeó mis tobillos.

Aquí había algo raro. No había ninguna ventana abierta. Además, una corriente de aire procedente de una ventana no se arrastra por el suelo a la altura de los tobillos; tampoco está canalizada, de forma que al dar un paso la sientes, y al dar otro, desaparece.

Algo había tras esas hileras de prendas de vestir. ¿Y qué, en nombre de Dios, podría ser ese algo helado que estaba tras unas prendas de vestir?

Sin pensarlo, separé de un manotazo las ropas y encontré de dónde procedía esa frialdad.

Procedía de un agujero, un agujero que atravesaba el edificio McCandless, pero no hacia el exterior del edificio, no limpiamente a través del edificio, porque si hubiera sido un agujero simplemente horadado en el muro, podría haber visto las luces de la calle.

No había luces. Había una total oscuridad y un vértigo y un frío que era más que el simple frío; más como la absoluta falta de calor. Aquí, percibí (y no puedo decir cómo lo logré), había falta de algo, quizás la ausencia de todo, una completa negación de la forma y de la luz y del calor que existía sobre la tierra. Percibía un movimiento, sin embargo no veía ningún movimiento; como la unión de la oscuridad y el frío, como si ambos hubieran sido mezclados por alguna máquina misteriosa, un extractor de la oscuridad y del frío. Al inclinarme para observar el agujero, el vértigo que allí había trató de absorberme y yo me retiré aterrorizado y caí tendido al suelo.

Me quedé allí, tenso y helado por el terror, y pude sentir el frío succionador y observar el movimiento de las prendas de vestir al retomar su posición y ocultar el agujero cavado en el muro.

Me puse de pie lentamente y paso a paso me dirigí hacia el escritorio, poniendo la barrera de esta mesa entre mí y lo que había descubierto tras las cortinas.

¿Y qué era lo que había descubierto?

La pregunta se agolpaba en mi mente y no había ninguna respuesta, tal como no había ninguna respuesta para las prendas de vestir que estaban colgadas en fila.

Extendí una mano para afirmarme en el escritorio, buscando algo sólido con lo cual asegurarme contra esta amenaza desconocida. Pero, en voz del escritorio, mis dedos se aferraron a un cesto, dándole vuelta, de manera que los papeles dentro de él cayeron al suelo. Me arrodillé y reuní los papeles. Todos estaban cuidadosamente doblados y tenían un aspecto legal, esa textura graciosa, importante que tienen los papeles legales.

Me puse en pie y los dispuse sobre el escritorio y los revisé rápidamente, uno por uno; y cada uno de ellos, se trataba de una transferencia de propiedad. Y cada uno de ellos estaba hecho a nombre de un tal Fletcher Atwood.

El nombre tocó cierta cuerda muy distante de mí, y me quedé allí, rebuscando en esa desordenada y defectuosa memoria, por alguna pista que me pudiera llevar a relacionar el nombre con algo.

En algún lugar del pasado, el nombre de Fletcher Atwood había tenido cierto significado para mí. Yo me había encontrado con ese hombre en alguna parte, o había escrito algo acerca de él, o telefoneado con él. Era un nombre encasillado muy al fondo de mi cerebro, pero por tanto tiempo olvidado, quizás por haber sido un recuerdo muy breve, que el hecho y el lugar y la fecha se habían borrado totalmente en mí.

Era algo que me había insinuado Joy, al parecer. Al pasar junto a mi escritorio y decirme una o dos palabras; esa pequeña charla ociosa que se desarrolla en una oficina de un periódico trabajando a todo vapor, en la cual ningún nombre puede durar mucho tiempo en el torrente de horas que se suceden.

Algo acerca de una casa, me parece; una casa que Atwood había comprado.

Y de pronto, lo tuve. Fletcher Atwood había sido el hombre que había comprado el historiado edificio Belmont en el llano Timber. Un hombre misterioso que jamás se había identificado con el grosero ambiente de esa exclusiva zona. Que jamás, hasta ahora, había habitado la casa que había comprado: podría pasar allí una noche o una semana, pero que realmente, jamás había vivido allí; que no tenía familia ni amigos; quien, aún más, parecía que no se interesaba por tener amigos.

El Llano Timber lo había recibido fríamente en un comienzo, ya que el Belmont era un lugar en que antiguamente había sido el centro de esa cosa evasiva que el Llano Timber había llamado sociedad. Jamás se le mencionaba ahora… no en el Llano Timber. Constituía el enmohecido esqueleto que había sido hecho a un lado y guardado en un polvoriento armario.

¿Era esto venganza? Pensé en ello, mientras desplegaba ante mí los papeles de transferencias bajo la luz de la lámpara A pesar que era muy poco probable que se tratara de eso, ya que no habían existido evidencias, de una parte u otra, que Atwood se hubiera preocupado jamás por lo que se podía pensar de él en el Llano Timber.

Aquí había propiedades que reunidas sumaban billones. Había firmas comerciales orgullosas, llenas de tradición y adornadas de nombres de familias; había pequeñas industrias; estaban los antiguos edificios que habían dado siempre tema para hablar en la ciudad, durante tanto tiempo como el más viejo de los hombres pudiera recordar. Todos ellos, transferidos a Fletcher Atwood mediante un ponderable y preciso lenguaje legal; todos reunidos aquí, esperando el ser hechos efectivos y clasificados.

Esperando aquí, quizás, especulé, porque nadie había tenido aún tiempo para clasificarlos. Esperando, porque había otras muchas cosas que hacer. Demasiado trabajo, pensé. ¿Y qué tipo de trabajo?

Parecía increíble, pero aquí estaba; la realísima prueba legal que un solo hombre había adquirido, en un montón tal como estaba, un sector más que respetable del distrito comercial de la ciudad.

Ningún hombre podía poseer la cantidad de dinero que estaba representada en todos estos papeles. Quizás, ni siquiera ningún grupo de hombres. Pero si, evidentemente, lo tenía, ¿cuál podría ser su propósito?

¿El comprar la ciudad?

Porque éste era solamente un pequeño grupo de papeles, dejados sobre un cesto sobre el escritorio como si no tuvieran gran importancia. En esta misma oficina, sin duda alguna, había muchísimos más papeles. ¿Y si Fletcher Atwood, o el hombre que él representara, había comprado esta ciudad, qué pensaba hacer con ella?

Puse los papeles nuevamente en el cesto y me retiré del escritorio, hacia donde estaban las prendas de vestir. Miré el compartimiento en donde estaban alineados los sombreros y vi, entre ellos, lo que parecía ser una caja de zapatos.

¿Quizás una caja con más papeles dentro?

En puntas de pie y alcanzando apenas con los dedos, logré hacer que la caja se asomara y pude cogerla. Pesaba más de lo que imaginé. La llevé hasta el escritorio y la deposité bajo la luz, descubriéndola.

La caja estaba llena de muñecos; pero algo más que muñecos, sin la estudiada artificialidad que uno asocia con los muñecos. Los que yo estaba viendo eran muñecos tan humanos que uno dudaba si no eran realmente humanos, disminuidos a unos diez centímetros, pero trabajados con tal pericia, que las proporciones permanecieran iguales.

¡Y encima de todos estos muñecos había uno que era la réplica perfecta de la imagen de ese Bennett que había estado sentado junto a Bruce Montgomery en la sala de conferencias!

CAPITULO XI

Me quedé como golpeado por un rayo, con la vista clavada en el muñeco. Y mientras más lo miraba, más se asemejaba a Bennett, un Bennett totalmente desnudo, un pequeño muñeco Bennett que esperaba a alguien que lo vistiera y lo sentara en una silla tras una mesa de conferencias. Era tan real que me imaginé la mosca paseándose por su cabeza.

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