Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Me quedé allí, con la frente apoyada contra la áspera corteza del árbol, y esa aspereza me hizo sentir bien un contacto, nuevamente, con el mundo que yo conocía. Escuché el estallido de las olas sobre la playa y la danza mortal de las hojas, ya secas, pero aún adheridas a los árboles, y desde algún lugar distante escuché el lejano ladrido de un perro.

Finalmente, me enderecé y me limpié la boca y la barbilla con la manga. Ya era hora de entrar en acción. Ahora ya tenía algo con que apoyar mi historia, un saco lleno de cosas que serían la base de la historia, que, de una forma u otra, tenía que relatar.

Una vez más cargué el saco a mis espaldas, y al hacerlo sentí nuevamente ese extraño aroma.

Mis piernas estaban débiles, me sentí enfermo y con el cuerpo helado. Lo que necesitaba más que nada, me dije, era un buen trago.

El coche apenas se divisaba sobre el sendero y me dirigí a él, sin mucha seguridad. A mi espalda, la casa destacaba su oscura forma y la luna aún lanzaba reflejos de plata sobre una de las ventanas, sobre el tejado.

Se me ocurrió un pensamiento gracioso: había dejado la ventana abierta y quizás debiera volver a cerrarla, ya que el viento impulsaría las hojas dentro de las habitaciones con sus muebles de blancas fundas y la lluvia caería sobre el alfombrado, y cuando llegaran las nevazones habrían pequeños senderos blancos que correrían por la habitación.

Me reí burlonamente de mí mismo por pensar en esas cosas cuando cada minuto que pasaba debía emplearlo en salir lo más rápidamente posible de esa casa del Llano Timber.

Llegué hasta el coche y abrí la puerta del lado del volante. Algo se movió en el lado opuesto de mi asiento, y me dijo:

—Me alegro verlo de vuelta. Me estaba preocupando lo que podría ocurrirle.

El terror congeló todo mi cuerpo.

¡Porque la cosa que estaba sentada en el asiento, la cosa que me había hablado, era el alegre y deforme perro con que me había cruzado esta misma tarde en la acera frente a mi casa!

CAPITULO XVII

—Veo que ha atrapado a uno de ellos —dijo el Perro—. No le deje escapar. Puedo asegurarle que son unos seres muy resbaladizos.

Y eso fue lo que me dijo cuando yo ya había tenido la lo suficiente como para llegar muy al borde de la demencia.

Me parece que no me moví. No había otra cosa que hacer. Guando uno recibe muchos golpes en la mente, uno queda un poco atontado.

—Bien — dijo el Perro censurablemente —, parece que ha llegado la hora que usted me pregunte quién demonios soy yo.

—Está bien — dije roncamente —. ¿Quién demonios es usted?

—Ahora — dijo el Perro, encantado —, estoy muy contento con que usted me haya preguntado eso. Porque puedo decirle francamente que soy un competidor, competidor en el buen sentido de la palabra, de las cosas que usted tiene dentro del saco.

—Eso me explica muchas cosas — dije —. Señor, quienquiera que usted sea, es mejor que comience a explicarse.

—Vaya — expresó el Perro, asombrado de mi estupidez —, creí que ya estaría perfectamente claro quién soy yo. Como competidor de esas bolas, automáticamente debo ser clasificado como un amigo suyo.

A estas alturas, mi aturdimiento ya se había despejado lo suficiente como para poder subir al coche. Por alguna razón, ya no me preocupaba lo que pudiera sucederme. Se me ocurrió pensar que quizás el Perro sería otro montón de bolas, que habían tomado la forma de perro en vez de la de un hombre, pero si así era, estaba preparado para enfrentarlo en cualquier momento. Ya no podía asustarme, por lo menos hasta cierto punto, y comenzaba a enfadarme. Este era un mundo endemoniado, me dije, en el que un hombre se convierte súbitamente en bolas de un negro azabache y en que un perro le esperaba a uno en su coche y le comenzaba a hablar en cuanto uno se acercaba.

Creo que, en esos precisos momentos no lo creía mucho. Pero el Perro estaba allí y me estaba hablando y yo no tenía otra cosa que hacer sino seguirle. Me refiero a la conversación.

—¿Por qué no me entrega el saco? — preguntó el Perro —. Yo lo tendré, y le aseguro, con el mayor cuidado y con la conciencia y garra de la misma muerte. Me encargaré de que no se arranquen como si fuera mi asunto particular.

De manera que le entregué el saco y él alargó una pata y, Dios me asista, agarrando el saco tan limpiamente como si tuviera dedos.

Saqué la pistola del bolsillo y la dejé sobre mis piernas.

—¿Qué es ese instrumento? — preguntó el Perro, sin que se le escapara un detalle.

—Es un arma llamada pistola — le dije —, y con ella puedo destrozarle el cráneo. Un solo movimiento en falso, amigo, y le doy de lleno.

—Haré lo posible — dijo el Perro conscientemente —, para no hacer ningún movimiento en falso. Le aseguro que estoy totalmente de su parte.

—Así es mejor — dije —. Cuide de mantenerse así.

Puse en marcha el coche y di la vuelta, dirigiéndome por el sendero.

—Estoy muy contento de que usted haya tenido la confianza de pasarme el saco — dijo el Perro —. He tenido cierta experiencia en el trato de estas cosas.

—Quizás, entonces — le dije —, podría sugerirme a dónde podríamos ir.

—Oh, hay muchas formas do disponer de ellos — dijo el Perro —. Me aventuraría a sugerirle, señor, que debiéramos elegir un método quesea lo suficientemente restrictivo y,, quizás, un poco doloroso.

—No estaba pensando en eliminarlos — dije —. Me costó mucho trabajo el meterlas en ese saco.

—Eso está muy mal — dijo el Perro censurablemente —. Créame, es muy mala política el dejar vivir estas cosas.

—Usted está continuamente llamándoles estas cosas — le indiqué — y, sin embargo, me dice que las conoce. ¿Es que no tienen nombre?

¿ Nombre?

—Sí. Designación. Un término descriptivo. Hay que llamarles algo.

—Ya le entiendo — dijo el Perro —. En ciertas oportunidades me cuesta comprender. Necesito un poco de tiempo.

Y antes que se me olvide preguntarle, ¿cómo es que puede hablarme? No existe lo que llaman un perro que habla.

—¿Perro?

—Sí, eso que es usted. Usted es igual a un perro.

—¡Qué maravilloso! — exclamó el Perro extasiado —. De manera que eso es lo que soy yo. He encontrado a criaturas de mi aspecto en general, pero eran tan diferentes a mí y de tantas clases… En un principio, traté de comunicarme con ellos, pero…

—¿Me quiere decir que usted es realmente lo que es? ¿Qué no está hecho de otra cosa, como esos amigos nuestros que están en el saco?

—Yo soy yo — dijo el Perro orgullosamente —. No podría ser otra cosa aunque lo intentara.

—Pero no me ha respondido cómo puede hablarme…

—Amigo mío, por favor, es mejor que no nos metamos en eso. Requeriría larga explicación y tenemos muy poco tiempo. Yo, en realidad, no estoy hablando con usted. Me estoy comunicando, pero…

—¿Telepatía? — pregunté.

—Dígalo otra vez… lentamente.

Le expliqué lo que era la telepatía, o lo que suponía debía ser. No lo hice muy bien, principalmente, supongo, porque sabía muy poco acerca del tema.

—Aproximadamente — dijo el Perro —. No exactamente, sin embargo.

No quise contestarle. Había otras cosas de mayor importancia.

—Usted ha estado rondando mi casa — le dije—. Le vi ayer.

—Pero, ciertamente — dijo el Perro —. Usted era… deje poner esto bien en claro… usted era el punto focal.

—El punto focal — dije asombrado. Todo el tiempo que había estado pensando en ello y recién ahora caía. Algunas personas son así. Si un rayo cae sobre un árbol en un bosque de mil acres de extensión, ellos estarán justo debajo de ese árbol.

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