Clifford Simak - Caminaban como hombres

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Parker Graves, periodista, llega una noche a su casa para descubrir que ante su puerta se ha dispuesto una trampa. Para horror suyo, esta trampa se convierte en una bola, de esas de bolera, y huye. Muy pronto, toda la ciudad se transforma en el escenario de extraños sucesos — os edificios son comprados por sumas fabulosas, no se renuevan las licencias de arrendamientos, los negocios establecidos son cerrados, y nadie encuentra un lugar donde poder vivir.

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Y, por supuesto, me dije, que lo sería. Más que seguro que jamás dos culturas del espacio llegarían a hacer las cosas de una misma forma. Los motivos y los métodos serían diferentes porque las culturas mismas podrían ser paralelas. Mientras el lenguaje, no solo las palabras, sino el concepto mismo del lenguaje, no fuera paralelo.

—Este modo de operar de ustedes — dijo el Perro — me ha intrigado desde el primer momento, y no he tenido oportunidad de incorporarme a él. He tenido mucho trabajo, como bien puede imaginar, recopilando las informaciones necesarias acerca de muchas otras cosas.

Suspiró.

—No puede imaginarse… lógicamente, no pueda ¿Cómo podría? No puede imaginarse todo lo que hay que aprender cuando cae dentro de otra civilización sin preliminar alguno.

Le hablé lo que sabía acerca del motor de combustión interna y acerca del mecanismo de conducción que aplicaba la potencia creada por el motor, pero no pude decirle mucho. No lo hice nada de bien; sin embargo, parece que captó el principio qué envolvía el asunto. Por la forma en que actuó, imaginé que nunca había escuchado nada parecido. Pero se me ocurrió, que se impresionó, mucho más por la estupidez de tal obra de ingeniería qué por su brillantez.

—Le agradezco mucho — dijo, con suavidad —, por su lucida explicación. No debiera haberle molestado con ello, pero tengo gran curiosidad. Habría sido mucho mejor, y bastante más convincente, si hubiéramos empleada ese tiempo en discutir la formé de liquidar estas cosas.

Sacudió la bolsa de plástico para hacerme saber a lo que realmente se refería.

—Yo sé lo que voy a hacer con ellas — le Se las llevaremos a un amigo mío que se llama Carleton Stirling. Es un biólogo.

—¿Un biólogo? — preguntó.

—Uno que estudia la vida — dije —. Puede quedarse con estás cosas y decirnos lo que son.

—¿Dolorosamente? — preguntó el Perro. —Bajo ciertos aspectos, imagino que sí.

—Entonces está bien — decidió el Perro —. Estos biólogos… creo haber escuchado acerca de otros seres que tenían algo semejante.

Pero, por la forma en que lo dijo, estuve totalmente cierto que estaba pensando en algo diferente. Había muchas formas, me dije, dé estudiar la vida.

Seguimos viajando durante unos momentos sin cruzar palabras. Ya estábamos cerca de la ciudad y el tráfico comenzaba a hacerse mas intenso.

El Perro iba sentado muy rígido en su asiento y pude ver que el reguero de luces que se aproximaban le había impresionado. Tratando de ver en ellas sigo que jamás hubiera presenciado, pude imaginarme lo aterrorizador que podrían parecer a la criatura que estaba sentada a mi lado. Escuchemos la radio — le dije.

Estiré la mano y la encendí.

—¿Un comunicador? — preguntó el Perro.

Asentí.

—Debe ser hora para las noticias de la noche — le dije.

En aquel momento comenzaban a transmitirlas. Un alegre anunciador estaba hablando acerca de un maravilloso detergente.

Entonces, el periodista dijo:

—Un hombre que se cree es Parker Graves, escritor científico para el E vening Herald fue muerto sólo hace una hora por una explosión en la playa de estacionamiento que hay tras Wellington Arms. La policía cree que se había instalado usa bomba en su coche y explotó cuando Graves penetró en él y dio la llave de contacto.

La, policía está ahora intentando efectuar una identificación del hombre, que se cree haya sido Parker Graves, muerto en la explosión.

Después continuó con otras cosas.

Me quedé atemorizado durante unos momentos; después apagué la radio.

—¿Que sucede, amigo?

—Ese hombre que fue muerto. Ese hombre era yo —le dije.

—Muy peculiar — respondió el Ferro.

CAPITULO XIX

Vi que estaba encendida la luz del laboratorio en el tercer piso y supe que Stirling estaba trabajando. Golpeé en la puerta principal del edificio hasta que un irritado portero acudió caminando pausadamente por el pasillo. Me hizo señas de que me fuera, pero yo continué golpeando. Finalmente, abrió la puerta y le dije quién era. Mascullando, me dejó entrar. El Perro se introdujo rápidamente junto conmigo.

—Deje el perro afuera — ordenó el irritado portero —. No se permite entrar a los perros. —Ése no es un perro — le dije. —¿Qué es entonces?

—Es un espécimen — le respondí.

Eso le contuvo lo suficiente como para que pasáramos por su lado y comenzáramos a subir la escalera. Pude escuchar cómo se quedaba gruñendo maldiciones mientras taconeaba por el pasillo de la planta baja.

Stirling estaba inclinado sobre una mesa de laboratorio, escribiendo sobre un cuaderno de notas. Llevaba un delantal blanco, increíblemente sucio.

Alzó la vista hacia nosotros cuando entramos y estuvo muy casual. No sabía qué hora era. Eso era evidente. No se sorprendió al vernos llegar a horas tan extraterrenales.

—¿Vienes a buscar el rifle? — preguntó.

—Te traje algo — le dije, alargándole el saco.

—Debes sacar ese perro de aquí — dijo —. No permiten entrar a los perros.

—Ése no es un perro — le dije —. No sé cómo se llama, o de dónde puede venir, pero es un ser de otro mundo.

Stirling giró en redondo, interesado. Dio una mirada al Perro.

—Un ser de otro mundo — dijo, no demasiado sorprendido —. ¿Quieres decir, alguien procedente de las estrellas?

—Eso — dijo el Perro — es lo que exactamente quiere decir.

Stirling enarcó una ceja. No dijo una palabra. Casi se podía escuchar trabajar su mente.

—Tenía que suceder alguna vez — dijo finalmente, como si estuviera dando una opinión de peso —. Ningún hombre, por supuesto, podía prever cómo sucedería.

—De modo que no te sorprende — le dije.

—Oh, sorprendido sí. Pero más por la forma de nuestro visitante que por el hecho.

—Encantado de conocerle — dijo el Perro —. Me parece que es usted un biólogo, y eso es algo que encuentro muy interesante.

—Pero, por lo que he venido realmente — dije a Stirling —, es por este saco.

—¿Saco? Oh, sí, pensé que tenías un saco.

Lo alcé para que pudiera verlo.

—También son seres de otro mundo — le dije.

Esto se estaba poniendo demasiado ridículo.

Me echó una mirada enarcando una ceja.

Rápidamente, balbuciendo las palabras torpemente, le expliqué lo que eran, o lo que yo suponía que eran. No sé por qué tenía esa terrible urgencia de descargarme de todo. Como si pensara que teníamos muy poco tiempo y que debía hacerlo. Y quizás estaba en lo cierto.

El rostro de Stirling brillaba de excitación, y ahora sus ojos habían tomado un reflejo de oscura intensidad.

—Es exactamente de lo que te estaba hablando esta mañana — dijo.

Lancé un interrogador gruñido, sin acordarme.

—Un ser que no depende del medio ambiente — explicó —. Algo que pueda vivir en cualquier parte, que pueda ser cualquier cosa. Una forma de vida que posea una adaptabilidad total. Capaz de adaptarse a cualquier condición…

—Pero eso no fue lo que me dijiste — le dije, porque ahora me había acordado del asunto.—Bien, quizás no — admitió —. Quizás no era exactamente lo que tenía pensado. Pero el resultado habría sido el mismo.

Volvió hacía la mesa de laboratorio, abrió un cajón y escarbó en él, sacando unas cosas. Finalmente, encontró lo que buscaba, una bolsa de plástico transparente.

—Aquí — dijo —, introduzcámoslas aquí. Así podremos observarlas.

Sostuvo la bolsa, abriendo su extremo lo más posible. Con la ayuda del Perro, alcé el saco improvisado y sacudí las bolas fuera de él dentro de la bolsa de plástico. Unos pocos pedazos y tiras cayeron al suelo. Sin molestarse en transformarse en bolas, se arrastraron suavemente hacia el sumidero, treparon por sus patas de hierro y cayeron dentro del depósito.

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