— Mi nombre es Natasha — murmuró, leyendo los caracteres rusos impresos en el género.
En ese momento perdió ligeramente el equilibrio, y su mano rozó el jirón de tela. Este se desmoronó, convertido en polvo. Y con él la inscripción.
— Mi nombre es Natasha — repitió Pavlysh.
—¿Qué? —preguntó Dag.
— Era lo que decía aquí: «Mi nombre es Natasha».
—¿Dónde, por el amor de Dios?
— En ningún lado ahora. Lo toqué y se desvaneció.
— Slava — continuó Dag suavemente—, tranquilízate.
— Estoy completamente tranquilo — contestó Pavlysh.
Hasta ese momento, el navío no había sido más que un simple fantasma para Pavlysh, su realidad, una mera convención impuesta por las reglas del juego. Incluso a medida que bocetaba la red de corredores y compuertas en el plano, no podía desprenderse de una cierta percepción de la realidad impuesta artificialmente. Se sentía como un ratón inteligente en el laberinto de pruebas de un laboratorio, pero a diferencia del roedor real, Pavlysh sabía que el laberinto era finito, y que se desplazaba a través del espacio cósmico, en dirección al Sistema Solar.
Sin embargo, ahora las reglas acababan de ser invalidadas por la nota que él mismo había convertido en polvo. No existía ninguna razón valedera para que una nota tal hubiera llegado hasta allí; por lo tanto, sólo podía obtenerse una conclusión racional: la inscripción nunca había existido. Esa era precisamente la conclusión a que Dag había llegado. En su lugar Pavlysh hubiera estado de acuerdo, pero desgraciadamente no podía cambiar su lugar con él.
—¿Dijiste «Natasha»? — preguntó Dag.
— Sí, Natasha.
— Escucha, Slava. Tú eres un fisiólogo. Sabes lo que quiero decir. ¿Quizás debamos reemplazarte? ¿U olvidar la inspección de la nave?
— Todo está bien. No te preocupes. Ahora volveré en busca de algún fijador.
—¿Para qué?
— Si me encuentro con alguna otra inscripción, la preservaré para ustedes.
Mientras escudriñaba dentro de una caja de objetos varios empaquetados por el eficiente Sato, Pavlysh trató de visualizar nuevamente el trozo de papel o género con la inscripción, pero la imagen lo eludió. Cuando volvió a la cámara donde el pequeño montón de polvo blanco le dio su bienvenida la confianza de Pavlysh en la inscripción se tambaleaba.
—¿Qué estás haciendo? — inquirió Dag.
— Buscando una escotilla para poder seguir adelante.
—¿En qué idioma estaba escrito?
— En ruso.
—¿Qué tipo de escritura? ¿Qué clase de letras?
—¿Letras? De imprenta. Grandes.
Al fin encontró una compuerta. Se abrió fácilmente, dando paso al interior de unos extraños compartimentos divididos en secciones de distintas formas y tamaños. Algunos de ellos estaban cerrados con vidrio, mientras a otros sólo los separaban del corredor unas ligeras mamparas. En medio del pasillo se erguía una semiesfera, como de sesenta centímetros de diámetro, que recordaba la forma de una enorme tortuga. Pavlysh la tocó, y el objeto rodó a través del corredor con sorprendente facilidad, como apoyado sobre disimulados y bien lubricados rulemanes; al golpear contra la pared se detuvo, inmóvil.
La lámpara de su casco fue arrancando de la sombra diversos nichos y escondrijos, pero todos estaban vacíos. En un costado se veían varias piedras apiladas; en otro, astillas de madera. Bajo una observación más cuidadosa, estas astillas aparecieron como los restos de algún enorme insecto. Pavlysh avanzó lentamente, manteniendo a la nave madre constantemente informada de sus progresos.
— Tienes algo realmente grande allí —llegó la voz de Dag—. Apuesto a que esa nave fue abandonada hace más o menos cuarenta años.
—¿Tal vez treinta?
— Quizás incluso cincuenta. La computadora nos dará un informe preliminar.
— No se rompan demasiado la cabeza — dijo Pavlysh—. Incluso treinta años atrás todavía no nos habíamos aventurado fuera del Sistema Solar.
— Lo sé, pero igual verificaré el informe del Cerebro. Mientras no hayas sufrido una alucinación…
No había nada que verificar. Especialmente desde el momento en que ellos ya sabían que el rumbo original de la nave descubierta no provenía del Sistema Solar. En realidad, se había estado aproximando al sol durante muchos años, y luego había virado para apartarse de él.
Distaban sólo cuarenta o cincuenta años desde que la humanidad había colonizado Marte y aterrizado en Plutón. Más allá de la órbita del último planeta, yacía el espacio exterior, tan misterioso como fueron para los antiguos, las tierras de allende el océano. Y nadie, en ese desconocido sector del Universo, podía hablar o escribir ruso.
Pavlysh ascendió hasta el nivel siguiente, tratando de hallar su camino entre una maraña de corredores, cámaras y pequeños cuartos. Luego de media hora comentó:
— Eran recolectores de trastos viejos.
—¿Y qué hay de Natasha?
— Nada más, por el momento.
¿Podía haber perdido algún rastro de Natasha, pasando a su lado sin advertirlo? Incluso en la Tierra, cuando uno se abstrae del mundo cotidiano de los aeropuertos y las grandes ciudades, pierde la habilidad, así como la ecuanimidad, para juzgar el real significado de los objetos y situaciones que encuentra a su paso. Cuánto mayor será la dificultad cuando se trata de los objetos y fenómenos que pueden tener lugar en una nave extraña; la semiesfera que rodaba tan suavemente, y se apartaba de sus pies; los nichos con sus objetos olvidados, y sus herramientas para fines absolutamente misteriosos; el enredado laberinto de cables y tuberías; la brillante tonalidad de las paredes; las barras fijas en el techo; las secciones resbaladizas del piso; las semitransparentes membranas rasgadas. ¿Qué clase de criaturas habían tripulado la nave? Aquí, por ejemplo, había un cuarto que parecía haber sido diseñado para gigantes; más allá uno que debían haberlo habitado gnomos; allí afuera, una congelada piscina con los que parecían unos cuerpos oblongos atrapados en el hielo turbio.
Llegó en esos momentos a una espaciosa habitación, una de cuyas paredes se veía enteramente cubierta por el frente de una enorme máquina, salpicado de apagadas pantallas e hileras de controles e interruptores que ocupaban desde el suelo hasta unos cinco metros de altura sobre su cabeza.
La total ausencia de lógica y homogeneidad de todo lo que observaba a su alrededor resultaba frustrante. La sensación lo imposibilitaba incluso de formular una hipótesis de trabajo, aunque fuera poco coherente, o de hilvanar los hechos en una secuencia lógica, y esto era precisamente lo que su cerebro le exigía, exhausto ya de moverse a ciegas entre, todo ese laberinto incomprensible.
Detrás de las barras, ampliamente separadas entre sí, yacía una negra masa contraída por el efecto del vacío. Parecían los restos de una criatura de tamaño similar al de un elefante. Quizás había sido uno de los astronautas. Sin embargo, la estructura en forma de celda lo aislaba del corredor. ¿Por qué había sido confinado detrás de aquellas barras? Se le ocurrió una explicación que le resultó desagradable: el astronauta había sido encerrado en la celda como castigo; este lugar debía haber sido el calabozo de la nave. Y cuando la emergencia obligó al resto de la tripulación a abandonar apresuradamente la nave, se habían marchado sin más, olvidando al prisionero. O dejándolo atrás deliberadamente.
Pavlysh repitió a Dag sus razonamientos, pero éste no coincidía con él:
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