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Kirill Bulychev: Media vida

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Kirill Bulychev Media vida

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Kirill Bulychev es uno de los más versátiles y populares escritores jóvenes de la ciencia ficción soviética. Su imaginación, humor y talento lo hicieron merecedor de una introducción del ya consagrado Theodore Sturgeon, para los magníficos relatos de este volumen. Uno de los mas originales y logrados es Media Vida, el diario de una mujer que soporta el cautiverio junto con extraños animales de otros planetas,que serán sus aliados en una nave espacial manejada por robots. En un alarde de imaginación y humor, Protesta, es la mas refinada crítica a un sistema burocrático. La doncella de Nieve, es la recreación de un cuento de hadas proyectado a un tiempo y un mundo muy distinto, que sin embargo no ha perdido el sentido de la poesía y el amor. En la tierra o en el espacio, sus personajes son cálidamente humanos, buscan la libertad, el amor o la paz, con resultados insospechados. Siete cuentos de antología que colocan a Bulychev en la primer línea de los autores de ciencia ficción del mundo.

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Aceleraron durante seis horas. Dag se encargaba de controlar la tensión de los cables de remolque. Cuando cesaron de acelerar, Pavlysh se dirigió a la cabina de control y observó los desechados cilindros plateados volando a su alrededor, retrasándose gradualmente, como amigos despidiéndose en la plataforma de una estación ferroviaria. Las fuerzas-G provocadas por la aceleración eran ahora tolerables, por lo que decidió comenzar su tarea.

El panel principal de control les proporcionó escasa información; sin embargo, presentaba un aspecto realmente insólito. En realidad, todo el cuarto de control era extraño. Parecía como si algún vándalo hubiera pasado por allí. Pero no se trataba de un vandalismo común, sino la obra de un radioaficionado novato a quien se le hubiera entregado una costosa y compleja pieza de equipo para desarmar. Empleando transistores como clavos había convertido el equipo en una exposición de gemas, utilizando los tableros de los circuitos impresos como anaqueles, y empapelando con láminas de platino las paredes del pequeño cuarto.

Presumiblemente, y Dag lo había comentado ya la primera vez que estuvieron allí, el comando de la nave había sido por completo automático; luego alguien, sin contemplación alguna, había arrancado brutalmente las envolturas y cubiertas de los paneles de instrumentos, conectando cables que no deberían ser conectados, y haciendo todo lo posible por convertir un preciso cronómetro en un primitivo reloj despertador. Esta vivisección había dejado tras de sí un rastro de tornillos sobrantes, muchas veces en cantidades realmente significativas. El duende responsable del desastre había diseminado todos aquellos restos por el piso del cuarto, como si se encontrara urgido por el tiempo para completar el desguace y esconderse antes del regreso de sus padres.

Sorpresivamente, el cuarto no contenía ningún elemento similar a una silla o sillón. Era posible que sus ocupantes ignoraran absolutamente lo que era una silla. Quizá se sentaban en el suelo. O rodaban. Pavlysh arrastraba consigo su cámara fotográfica, y trataba de registrar todo lo que le fuera posible… sólo por si acaso. Si algo llegara a suceder, al menos conservarían la película. Excepto por el casi inaudible murmullo del receptor de su casco, todo estaba sumido en un silencio mortal, tanto que Pavlysh imaginaba a veces escuchar a su alrededor pasos y sonidos deslizantes. Varias veces estuvo tentado de desconectar los auriculares de su interfono, pero lo pensó mejor; si realmente un ruido, un sonido o una voz rompía el silencio, él prefería oírlo. Sin embargo, el simple pensamiento de este hecho improbable le resultaba inquietante; Pavlysh se descubrió a sí mismo realizando un gesto absurdo: había llevado su mano a la culata de su detonador.

—¡La costumbre! — exclamó, pronunciando inadvertidamente las palabras en alta voz.

La contestación de Dag irrumpió por el intercomunicador:

—¿Qué sucede?

— Siempre me olvido que ustedes no están cerca. Todo es muy raro por aquí.

Pavlysh se consideró imparcialmente a sí mismo: un pequeño ser humano enfundado en un brillante traje espacial; un diminuto gorgojo dentro de una enorme vasija de heno.

El pasillo que partía de la cabina terminaba en un vacío cuarto circular. Impulsándose en el marco de la escotilla, lo cruzó en dos saltos. Más allá de él se extendía otro nuevo corredor. Todas sus paredes mostraban un pálido color azul, ligeramente blanquecino, como si hubieran sido blanqueadas por el sol. La luz de la lámpara de su casco, expandiéndose en un vasto círculo, se reflejaba en ellas. Más adelante, el corredor se curvaba hacia arriba. Pavlysh hizo la correspondiente anotación en el boceto que trazaba de la disposición del navío. Hasta ese momento, el esquema sugería que la nave era de forma oval; la sección de proa de la elipse contenía una bodega de carga y un hangar para una chalupa y cohete de salvamento; un panel de control, una galería que conectaba el panel con el cuarto circular; y tres corredores más ramificándose a partir de la consola de control. Aunque ya conocían la ubicación del cuarto de máquinas, no la habían incluido todavía en el boceto. Quedaba aún tiempo más que suficiente para una inspección detallada. Alrededor de cien pasos más adelante el corredor conducía a una compuerta parcialmente abierta; algo blanco y chato aparecía caído a su lado.

Pavlysh se aproximó lentamente, moviendo su cabeza para concentrar la luz de su casco sobre el objeto, y al fin pudo reconocer un trozo de género blanco, brillante en el vacío. Al levantar su pie para pasar sobre él, lo rozó accidentalmente, y el trozo se desmenuzó, transformándose en un diminuto montón de polvo.

— Lástima — murmuró.

—¿Qué sucedió? —inquirió Dag.

— Ocúpate de tus propios asuntos — contestó Pavlysh— o desconectaré el trasmisor.

— Ni lo intentes. Estaré tras tus pasos desde este mismo instante. No te olvides de las anotaciones en el boceto.

— No me he olvidado — dijo Pavlysh, haciendo una nueva anotación en el plano respecto de la escotilla.

A partir de ese lugar, el corredor se ensanchaba, bifurcándose, y Pavlysh eligió el principal, el más ancho, para proseguir su recorrido; el nuevo pasillo lo condujo a otra compuerta, herméticamente cerrada.

— Esto es todo, por hoy — Anunció Pavlysh.

La voz de Dag no respondió.

—¿Qué pasa que estás tan silencioso? — preguntó Pavlysh.

— No quiero impedirte hablar contigo mismo.

— Gracias. He llegado a una escotilla cerrada.

— No te apures por abrirla.

Pavlysh iluminó la pared alrededor de la compuerta; notó un relieve cuadrado en la pared, y pasó sobre él su enguantada mano.

Súbitamente tuvo la sensación de que alguien se encontraba parado a sus espaldas. Se volvió rápidamente, haciendo que su casco arrojara un rayo de luz a lo largo del corredor. Estaba completamente desierto. Sus nervios estaban en el límite. No comunicó nada a Dag, y atravesó el umbral.

Al hacerlo, Pavlysh se encontró en el centro de un espacioso cuarto con sus paredes cubiertas de anaqueles; varios de los cuales se hallaban ocupados por cajas. Miró dentro de una de ellas, pero le resultó imposible imaginarse su contenido original: un indefinido polvo llenaba una tercera parte de ella.

Su lámpara descubrió otro jirón de tela blanca en un lejano rincón del cuarto, pero ahora decidió mantenerse alejado hasta que pudiera fijarlo con alguna sustancia preservadora. Cuando retornaran a la tierra resultaría interesante analizarlo.

Sin embargo, enfocó el rayo de luz de su casco en el trozo de género, y pensó que distinguía algo escrito en él. Quizá se había equivocado. Dio un paso acercándose. Una inscripción negra se hizo claramente visible; Pavlysh se inclinó hacia adelante, agachándose luego.

— Mi nombre es Natasha — murmuró, leyendo los caracteres rusos impresos en el género.

En ese momento perdió ligeramente el equilibrio, y su mano rozó el jirón de tela. Este se desmoronó, convertido en polvo. Y con él la inscripción.

— Mi nombre es Natasha — repitió Pavlysh.

—¿Qué? —preguntó Dag.

— Era lo que decía aquí: «Mi nombre es Natasha».

—¿Dónde, por el amor de Dios?

— En ningún lado ahora. Lo toqué y se desvaneció.

— Slava — continuó Dag suavemente—, tranquilízate.

— Estoy completamente tranquilo — contestó Pavlysh.

Hasta ese momento, el navío no había sido más que un simple fantasma para Pavlysh, su realidad, una mera convención impuesta por las reglas del juego. Incluso a medida que bocetaba la red de corredores y compuertas en el plano, no podía desprenderse de una cierta percepción de la realidad impuesta artificialmente. Se sentía como un ratón inteligente en el laberinto de pruebas de un laboratorio, pero a diferencia del roedor real, Pavlysh sabía que el laberinto era finito, y que se desplazaba a través del espacio cósmico, en dirección al Sistema Solar.

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