Eddie evitaba considerar las realidades de su posición. A medida que pasaba el tiempo, eso fue haciéndose progresivamente más fácil.
Se hizo mayor, y continuó trabajando para la línea aérea. Le sucedieron varias cosas. En primer lugar, tenía un natural talento para manejar maquinarias. Las comprendía, las respetaba y estaba dispuesto a trabajar con infinita paciencia hasta que funcionaban adecuadamente. Eran pocas las personas de las que trabajaban con él que rehuyesen su cara una vez que le habían visto trabajar en un motor. En segundo lugar, ahora tenía novia.
Alice trabajaba en el restaurante donde Eddie comía cada día. Era una muchacha que trabajaba de firme y sabía que la única clase de hombre en el que merecía la pena pensar era un hombre con un sólido y buen oficio. La belleza no era particularmente importante para ella, puesto que por principio desconfiaba de los hombres hermosos. Entre ella y Eddie era una cosa aceptada que se casarían tan pronto como hubiesen ahorrado el dinero suficiente, para comprar una casa cerca del aeropuerto.
Pero ahora Eddie Bates, el compañero de viaje, había sido activado. Permanecía en cuclillas cerca del motor interior del avión, en lo alto de la elevada ala, muy por encima del suelo del hangar, y se preguntó qué iba a hacer.
Había recibido órdenes. Y además tenía la cosa que le había dado su amigo. Era un cartucho de metal del tamaño de una botella de leche, y en uno de sus extremos había un pulsador con algunas calibraciones horarias. Su amigo lo había puesto en hora y se lo había dado, diciéndole que lo colocara en el motor. No le había explicado que su propósito era tan sólo obligar al avión a posarse en el agua en un punto calculado. Eddie había supuesto que su propósito era volar el ala en pleno vuelo. El era un mecánico, no un experto en explosivos. Como la mayor parte de las personas, no tenía una idea exacta del poder de una determinada carga ni hasta qué punto las verdaderas dimensiones del cartucho estaban ocupadas por los aparatos de relojería.
Estuvo vacilando durante largo rato, oculto en la oscuridad cerca del techo del hangar. Añadía cosas vez tras vez, y con ello se sentía más desesperado e indeciso.
No había esperado jamás que le pedirían hacer una cosa así. Gradualmente admitió que, al ir pasando el tiempo, había acabado por creer que nunca le pedirían que hiciese algo. Pero el hombre era su amigo, y Eddie había aceptado su dinero.
Pero ahora tenía otros amigos, y él mismo había estado trabajando en el motor esa tarde, ajustándolo pacientemente.
Pero el dinero era importante. El que le daba su amigo incrementaba grandemente sus ahorros. Cuanto más ahorrara, más pronto podría casarse con Alice. Pero si no colocaba la bomba, cesaría de recibir dinero.
Otras cosas podían suceder si no colocaba la bomba. Su amigo podía dejar de protegerle, y entonces perdería el respeto de los amigos que tenía en la línea aérea y no se casaría jamás con Alice.
Tenía que hacer algo.
Respiró profundamente y, a través de la abierta chapa de inspección, echó la bomba al espacio que había entre el motor y la superficie interior de la nave. Después de eso se apresuró a cerrar la chapa y abandonó corriendo el hangar.
No había hecho sino una cosa para tratar de dominar el completo desvalimiento que sentía. Al deslizar el cartucho a través de la abierta chapa de inspección, sus dedos se habían cerrado sobre él convulsivamente, casi como en un reflejo, casi como si hubiese querido aferrarse a alguna esperanza de salvación, o casi como si se hubiese negado a separarse de algo precioso para él. Y al hacerlo, había sabido que no era sino un gesto vacío, porque ¿que importaba cuándo se estrellaba el avión?
Con ese movimiento había modificado el cronometrador, pero nadie, y menos que nadie Eddie Bates, hubiese podido decir en qué proporción.
«Debo recordar, pensó Martino, mientras miraba al coronel que el K-Ochenta y Ocho no debe ser un soborno. Algunas personas se atraen la atención de otras personas diciéndoles cosas. Ningún hombre es tan gris que no tenga algunos detalles personales capaces de intrigar a los demás. Debo recordar que puedo hablarle a Azarín de aquella vez en que no asistí a la clase de gramática porque me daba vergüenza levantar la mano para ir al tocador. Eso es bastante intrigante, y sin duda atraerá su atención. O bien puedo hablarle de Johnson, el de astrofísica, quien por la noche pasaba el tiempo estudiando horóscopos en su habitación. Eso mantendrá su atención por lo menos hasta que yo haya agotado todos los detalles de la historia. Puedo hablarle de todas esas cosas, y algunas otras que me sea posible, recordar pero no debo intentar mantener su atención hablando del K-Ochenta y Ocho, porque ése no es el adecuado empleo de él.»
«Debo recordar, pensó con infinita paciencia, que ni por un momento tengo que admitir que sé algo sobre el K-Ochenta y Ocho. Esa es la mayor defensa contra el invencible deseo de hablar. Lo mejor es fingir sorpresa o pretender desinterés cuando alguien desea que le dé ulteriores detalles.»
—Siéntese, doctor en ciencias Martino — dijo Azarín, sonriendo con agrado —. Por favor, tenga la bondad.
Martino sintió en todo su cuerpo la necesidad de responder a aquella sonrisa. La traidora alegría la sintió iniciarse como una débil sorpresa ante el hecho de que alguien le hubiese hablado al fin, para después extenderse en una gran calidez hacia aquel hombre que le había llamado por su nombre.
Sin pensar que en su cara no podía aparecer nada, tembló lleno de pánico ante el pensamiento de cuán fácilmente habla conseguido Azarín quebrantar sus defensas. Había esperado ser más fuerte.
«Debo recordar que no tengo que decir nada», pensó, urgentemente ahora. «Si empiezo a hablar, mi amistad por este hombre no me permitirá detenerme. Tengo que luchar para no decir nada en absoluto.»
—¿Quiere usted un cigarrillo? — preguntó Azarín, empujando a través de la mesa la caja de sándalo.
La mano derecha de Martino temblaba. Tendió la izquierda. Los dedos de metal, muy mal controlados, destrozaron el cigarrillo.
Vio a Azarín fruncir el ceño durante un momento, y en ese momento Martino casi gritó, tan angustiado se sentía por haber ofendido al hombre con lo que había hecho. Pero le costó hacer un esfuerzo para activar en su cerebro los mecanismos vocales, y su cerebro lo detectó y, le detuvo.
«Debo recordar que tengo otros amigos», pensó. «Debo recordar que Edith y Bárbara morirán si complazco a este amigo.»
Lleno de pánico se dio cuenta de que Edith y Bárbara no eran ya sus amigas, que probablemente no le recordaban, puesto que nadie le recordaba, o reparaba en él o se preocupaba de él, excepto Azarín.
«Debo recordar», pensó. «Debo recordar ofrecer mis excusas a Edith y Bárbara si alguna vez salgo de aquí. Debo recordar que tengo que salir de aquí.»
Azarín sonrió una vez más.
—¿Un vaso de té?
«Debo pensar en ello», se dijo. «Si tomo té, tendré que abrir la boca. Si lo hago, ¿seré capaz de cerrarla de nuevo?»
—No tenga miedo, doctor en ciencias Martino. Ahora todo está en orden. Nos sentaremos, hablaremos y yo le escucharé.
Se sintió empezar a hacerlo. «Debo recordar aquella vez que no fui a la clase… y a Johnson», pensó frenéticamente.
«¿Por que?», se preguntó.
«Porque el K-Ochenta y ocho no debía ser un soborno.»
«¿Qué quería decir eso?»
Se oyó pensar a sí mismo fascinado, absorto en ese fenómeno de dos impulsos opuestos en un solo mecanismo, y se preguntó cómo lo conseguía exactamente, qué clase de circuitos se hallaban mezclados en ello y si operaban en verdad simultáneamente o si usaban alternativamente los mismos componentes.
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