Algis Budrys - ¿Quién?

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Los agentes del servicio secreto aliado quedaron muy sorprendidos cuando vieron al hombre acercarse a ellos desde la zona soviética.
Uno de sus brazos era de metal. Y donde la cabeza debiera haber estado, había una cúpula de metal, sin facciones y amenazadora.
Aquella grotesca figura era Martina, el científico que habían estado reclamando y que los soviéticos les devolvían ahora. Era el hombre que conocía el secreto de la más terrible arma jamás ideada.
¿ Pero era Martino?
Si Martino había muerto, entonces un espía sobrehumanamente inteligente y oculto trás un perfecto disfraz, iba a estar libre detrás de las lineas aliadas.
Y si era Martino, pero se había pasado al bando siviético, entonces era una aterradora amenaza. Porque de un solo golpe podría sabotear el proyecto de guerra de los aliados y destruir el equilibrio de poderío mundial.

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El doctor Kothu penetró, le examinó y se fue. Martino yacía de espaldas en la cama, pensando.

Azarín iba a ser difícil de tratar, se dijo, si disponía del tiempo suficiente para tener la oportunidad de imponer su temperamento. Se preguntó cuánto tardaría el G.N.A. en arrancarle de sus manos.

Pero, por el momento, la mayor preocupación de Martino era el K-Ochenta y ocho. Había decidido ya qué improbable combinación de factores había provocado la explosión. Ahora, como haba estado haciendo durante las últimas horas, comenzó a pensar en nuevos medios de absorber la aterradora merma de calor que se desarrollaba el K-Ochenta y ocho.

Comprobó que sus pensamientos derivaban de eso hacia lo que le había sucedido a él. Elevó su nuevo brazo y lo miró con fascinación antes de abandonar el tema. Dejó caer el brazo junto a él, fuera de su campo visual, y sintió el choque contra el colchón.

«¿Durante cuánto tiempo voy a permanecer en este lugar?», pensó. Kothu le había dicho que abandonaría pronto la cama. «¿De qué me servirá eso si tienen la intención de mantenerme indefinidamente en este lado de la frontera?»

Se preguntó cuánto era lo que los soviéticos sabían sobre el K-Ochenta y ocho. Probablemente lo suficiente para hacer todo lo posible para retenerlo y arrancarle los datos. Si no hubiesen sabido nada, no habrían ido a buscarlo. Si hubiesen sabido lo bastante para usarlo de nuevo, no se habrían molestado.

Se preguntó durante cuánto tiempo se mostrarían los soviéticos dispuestos a insistir antes de decidirle a renunciar. Uno oía toda clase de historias. Probablemente las mismas historias que los soviéticos oían sobre el G.N.A.

De repente se dio cuenta de que estaba asustado. Asustado por lo que le había sucedido, por lo que Kothu había hecho para salvarle, por la idea de que los soviéticos podían llegar a arrancarle algo sobre el K-Ochenta y ocho, por la súbita sensación de desvalimiento que le había inundado.

Se preguntó si quizá era un cobarde. Era algo que no había considerado desde la edad en que aprendió la diferencia que existía entre la bravura física y el coraje. La posibilidad de que pudiera hacer algo irracional por simple miedo era nueva para él.

Permaneció en la cama, buscando en su mente pruebas en pro o en contra.

Habían transcurrido ya dos meses, y sin embargo, Azarín no sabía aún si el K-Ochenta y ocho era una bomba, un rayo mortífero o un nuevo medio de agudizar las bayonetas.

Habían sostenido varias conversaciones totalmente insatisfactorias con Martino, pero éste no se mostraba dispuesto a someterse. Era siempre muy cortés, pero no le decía nada. Con un hombre, con cualquier hombre, él hubiese podido luchar. Pero con una cara inexpresivo como una pesadilla de los sombríos bosques, con una cosa que permanecía sentada en su silla de ruedas como los dioses a los que veneraban en los templos de la jungla, sabía que si esperaba lo bastante se vería derrotado… y eso era más de lo que podía soportar.

Azarín recordó la llamada telefónica que esa mañana había recibido de Novoya Moskva y dio un puñetazo sobre la mesa.

Su mejor hombre. Ellos sabían que era, su mejor hombre, sabían que era Anastas Azarín, ¡y sin embargo, le hablaban de esa manera! ¡Los burócratas le hablaban a él así!

Y todo era porque deseaban devolver Martino a los aliados lo mas de prisa posible. Si le concedían tiempo, sería una cuestión distinta. Si Martino no tenía que ser devuelto en absoluto, si ciertos métodos podían ser empleados, entonces podría realmente hacer algo.

Azarín permanecía sentado detrás de su mesa buscando la respuesta. Tenía que pensar en algo para satisfacer a Novoya Moskva, para demorar las cosas hasta que, inevitablemente, encontrara el medio de manipular a Martino. Pero nada satisfaría al cuartel general a menos de que a su vez pudiesen satisfacer a los aliados. Y los aliados no se sentirían satisfechos sino recuperando a Martino.

Los ojos de Azarín se abrieron del todo. Sus espesas cejas se elevaron en perfectos semicírculos. Después tomó el aparato telefónico y marcó el número del doctor Kothu. Escuchó la llamada del teléfono. Había hecho uno pensó. Quizá podía hacer dos.

Su labio superior se apartó de sus dientes. Al pensar que Heywood, el americano, era al que mejor podía elegir para llevar a cabo la misión. Hubiese preferido mucho más enviar a alguien sólido, a uno de sus propios hombres, cuyas capacidades conocía y cuyas debilidades podía permitirse. Pero Heywood era el único que podía escoger. Probablemente fracasaría más temprano o más tarde. Pero lo importante era que Novoya Moskva no lo pensaría así. En el cuartel general se sentían orgullosos de aquellos extranjeros y de todo el complicado e ineficaz sistema que los apoyaba. En la cabeza tenían la idea de que un hombre podía ser traidor a su propio pueblo y sin embargo, no estar incapacitado por la debilidad que lo había impulsado a la traición. Sus repetidos fracasos no habían hecho nada para ilustrarlos, y por una vez Azarín se sentía contento de ello.

—¿El doctor Kothu? Soy Azarín. Si le fuera enviado a usted un hombre adecuado, un hombre completo esta vez, ¿podría usted hacer con él lo que ha hecho con Martino? — Con las puntas de los dedos aferró el borde de la mesa, y escuchó. — Exactamente. Un hombre completo. Deseo que haga un hermano para el monstruo. Gemelo.

Cuando acabó de hablar con Kothu, Azarín llamó a Novoya Moskva, inclinado sobre la mesa, el cigarrillo sobresaliendo de su mano. Tenía los labios estirados. Su cara perdió su inexpresividad de leño. Su sonrisa era muy diferente a la que usualmente mostraba al mundo. Como su habitual máscara reticente, se había forjado en el transcurso de los años, desde que abandonó el bosque de su padre. Las líneas de su cara habían sido atezadas por soles extranjeros y refrotadas por las arenas de desiertos extraños. Ahora había venido a él fácilmente, como la sonrisa un tanto juvenil que siempre había tenido. La diferencia estribaba en que Azarín no era consciente de que poseía esa tercera expresión.

Le costó algún tiempo convencer al cuartel general, pero Azarín no sintió impaciencia alguna. Expuso su plan como un hombre asestándole hachazos a un árbol, firmemente y con rítmicos golpes, sabiendo que al final el árbol se derrumbaría.

Por último colgó el aparato y con unos cuantos sorbos vació su vaso de té. El ordenanza le trajo más. Los ojos de Azarín se arrugaron agradablemente en los ángulos cuando pensó una vez más que había sido Anastas Azarín quien había hallado la solución, mientras los burócratas del cuartel general eran presas de la indecisión.

Puso las manos sobre el borde de la mesa y sin apresurarse se Ievantó. Salió a la oficina exterior.

—Desciendo a la calle. Procure que el coche esté esperándome — le dijo al jefe de sus funcionarios.

Al correo le llevaría varios días alcanzar Washington con las órdenes para Heywood, pero al menos esa parte del sistema era infalible. Heywood llegaría en el plazo de una semana. Mientras tanto, no había razón alguna para esperarle. El plan comenzaría a funcionar automáticamente a partir de ese momento. Los aliados comprobarían que resultaba mucho más difícil tratar con Novoya Moskva, ahora que Azarín había allanado bastante las cosas para los del cuartel general. Y, en consecuencia, comprobaría que su teléfono se mostraba mucho más silencioso y mucho menos perentorio.

Bien. Todo había quedado arreglado. Lo había solucionado el simple, iletrado campesino Anastas Azarín. El zopenco que movía los labios cuando leía. El ignorante del sombrío bosque, que trabajaba mientras Novoya Moskva hablaba.

Los ojos de Azarín parpadearon cuando penetró en la habitación de Martino, se detuvo y miró al hombre.

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