Algis Budrys - ¿Quién?

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Los agentes del servicio secreto aliado quedaron muy sorprendidos cuando vieron al hombre acercarse a ellos desde la zona soviética.
Uno de sus brazos era de metal. Y donde la cabeza debiera haber estado, había una cúpula de metal, sin facciones y amenazadora.
Aquella grotesca figura era Martina, el científico que habían estado reclamando y que los soviéticos les devolvían ahora. Era el hombre que conocía el secreto de la más terrible arma jamás ideada.
¿ Pero era Martino?
Si Martino había muerto, entonces un espía sobrehumanamente inteligente y oculto trás un perfecto disfraz, iba a estar libre detrás de las lineas aliadas.
Y si era Martino, pero se había pasado al bando siviético, entonces era una aterradora amenaza. Porque de un solo golpe podría sabotear el proyecto de guerra de los aliados y destruir el equilibrio de poderío mundial.

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Había tenido suerte, y ahora se sentía mucho mejor. Probó de nuevo sus ojos, y aunque las sombras continuaron girando, esta vez pudo enfocarlos. Alzó la vista y vio un techo azul, con una luz azul brillando en el centro. La luz le preocupó, y al cabo de un momento se dio cuenta de que no parpadeaba, de manera que parpadeó deliberadamente. El cielo y la luz se volvieron amarillos. Había habido una peculiar desviación a través de su campo visual. Miró hacia sus pies. Sábanas amarillas, colcha blanco amarillenta, paredes amarillas con una franja marrón desde el suelo a la altura del hombro. Parpadeó otra vez, y la habitación se quedó oscura. Miró hacia el techo y apenas vio un débil resplandor en el lugar donde había estado la luz, como si mirase a través de lentes ahumados.

No podía sentir la textura de la almohada contra su cuello. No podía olfatear el olor de un hospital. Parpadeó una vez más y la habitación se aclaró. Miró de lado a lado, y en los bordes de su visión, apenas a la vista y muy próximos a sus ojos, vio dos cortes curvados hacía adentro en lo que parecía ser platino. Era como si su cara estuviese oprimida a la hendidura de la puerta de una celda de confinamiento. Levantó la mano derecha para tocarse la cara.

Cinco semanas… en las cuales Martino no supo nada y durante las cuales Azarín no consiguió realizar nada.

Azarín sostuvo con una mano el aparato telefónico y abrió con la otra la caja de sándalo ataraceado. Seleccionó un cigarrillo con emboquillado dorado y se puso el extremo en un ángulo de la boca, donde no pudiera estorbarle. En su mesa había una perpetua caja de fósforos, y tiró del fósforo e sobresalía. Quedó libre, pero el estirón había sido demasiado irregular y no arrancó una conveniente chispa del pedernal de la caja. El fósforo no llegó a encenderse, lo arrojó a la caja, tiró de él nuevamente y otra vez no consiguió encenderlo. De un manotazo lanzó la caja al cesto de los papeles, abrió un cajón de su mesa encontró verdaderos fósforos y encendió el cigarrillo. El labio se curvó con firmeza para sostener el cigarrillo y poder hablar al mismo tiempo.

—Sí —, señor. Me doy cuenta de que los aliados están ejerciendo sobre nosotros gran presión para que les devolvamos a su hombre.

La conexión con Novoya Moskva era muy deficiente, pero no elevó la voz. En lugar de ello, la bajó, dándole una cualidad dura y mecánica, como si estuviese hablando a base de fuerza de voluntad. Maldijo silenciosamente ante la rapidez con que Rogers había localizado a Martino. Una cosa era negociar con los aliados cuando era posible decir que no se tenía conocimiento de un tal hombre. Otra completamente distinta cuando podían replicar dando el nombre de un específico hospital. Eso quería decir tiempo perdido que hubiera podido ser aprovechado, y la verdad era que tenían gran carencia de tiempo. Pero hasta entonces no habían conseguido mantener oculto a Rogers nada importante.

Muy bien, así era como se habían desarrollado las cosas. Sin embargo, mientras tanto había que atender a aquellas llamadas telefónicas.

—Los cirujanos no habrán completado su operación hasta mañana por lo menos. A mí no me será posible interrogar al hombre hasta quizá dos días después. Sí, señor. Sugiero que del retraso son responsables los cirujanos. Dicen que debemos considerarnos afortunados por el hecho de que el hombre viva, y que todo cuanto están haciendo es absolutamente necesario. La situación de Martino era muy grave. Cada una de las operaciones ha sido extremadamente delicada, y me han informado que los tejidos nerviosos se regeneran muy lentamente, incluso empleando los métodos más modernos. Sí, señor. En mi opinión el doctor Kothu tiene una enorme pericia. Esta opinión ha quedado confirmada por la copia del certificado que me han enviado del cuartel general.

Azarín sabía que en este aspecto se estaba arriesgando un poco. El cuartel general podía llegar a decidir intervenir en el asunto tanto si tenían una razón ostensible como si no, pero creía que esperarían durante un tiempo. Su propio personal había escogido a Kothu y a los demás médicos del equipo del hospital local, puesto que era un establecimiento militar. Vacilarían en intervenir directamente. Y sabían que Azarín era uno de sus mejores hombres. En el cuartel general no se reían de él. Conocían su hoja de servicios.

No, no podía permitirse jugar con sus superiores. Era peligroso practicar una tal cosa, tratándose de un hombre que algún día se encontraría entre los superiores y hacía todos los méritos posibles para ello.

—Sí, señor. Dos semanas.

Azarín mordió el extremo del cigarrillo, y él vacío filtro de cartón envuelto en papel dorado. quedó aplastado. Empezó a masticarlo ligeramente, absorbiendo el humo a través de los dientes.

—Sí, señor. Me doy cuenta de que la demora es bastante grande ya. Tendré muy presente la situación internacional.

Bueno. Le iban a dejar seguir adelante. Por un momento, Azarín fue feliz.

Después su mente reparó en el hecho de que no tenía aún idea alguna de cómo iba a iniciar su interrogatorio, de que no había establecido ni siquiera la primera base.

Azarín frunció el ceño. Preocupado, dijo:

—Adiós, señor.

Depositó el teléfono, y permaneció sentado con los codos sobre la mesa, inclinado hacia adelante el cigarrillo, sostenido entre el dedo pulgar e índice de su mano derecha.

Sabía que era muy bueno en su trabajo. Pero hasta entonces jamás se había encontrado precisamente en esas condiciones. Pero tampoco se había encontrado en ellas Novoya Moskva, y eso era una ayuda, pero no era ayuda alguna con respecto al problema directo.

Esas temporales detenciones normalmente eran solucionadas bastante bien. En un breve espacio de tiempo, al hombre se le arrancaba diplomáticamente todo cuanto estuviese dispuesto a decir. Usualmente, esto era muy poco. De vez en cuando, se le arrancaba más. Pero siempre el hombre era devuelto lo más de prisa posible. Excepto en los casos en los que era deseable agitar a los aliados por algún más importante propósito, lo mejor era siempre no fastidiarlos. Si se velan disgustados por algo como eso, los aliados podían recurrir a extraordinarios medios de represalia, y entonces nadie podía predecir qué otras estrategias podían frustrar con sus contramovimientos. Igualmente, había ciertos métodos que era preferible no emplear con sus hombres. Devolver a un hombre en malas condiciones invariablemente tenía como consecuencia que las cosas resultaran difíciles durante meses después.

De forma que usualmente no transcurrían más de un día o dos antes de que un hombre fuese devuelto a los aliados. En esos casos, Rogers tardaba un día o dos en descubrir de cuánto había conseguido enterarse Azarín. Era inevitable. Si unas veces Azarín conseguía enterarse de algo útil, Rogers lo neutralizaba en seguida.

En opinión de Azarín, todos esos asuntos eran una penosa pérdida de tiempo y energía.

Pero ahora, con ese Martino, ¿qué tenía? Tenía a un hombre que había inventado algo llamado K-Ochenta y ocho, un hombre de elevada pero indocumentada reputación. Una vez más, Azarín maldijo a las circunstancias de los tiempos en los que vivía. Una vez más fue coléricamente consciente del hecho de que correspondía a un profesional como él remediar lo que tan estúpidamente llevaban a cabo los aficionados como Heywood.

Azarín miró furioso la superficie de su mesa. Y, naturalmente, Novoya Moskva se negaba a obrar como si una tal cosa fuese básicamente culpa suya. Simplemente le acosaban a él para que les ofreciese resultados. Después de todo, ¿no era un jefe del servicio secreto? ¿Por qué tenía que ser ara él tan difícil? ¿Por qué había permitido que transcurrieran cinco semanas?

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