Algis Budrys - ¿Quién?

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Los agentes del servicio secreto aliado quedaron muy sorprendidos cuando vieron al hombre acercarse a ellos desde la zona soviética.
Uno de sus brazos era de metal. Y donde la cabeza debiera haber estado, había una cúpula de metal, sin facciones y amenazadora.
Aquella grotesca figura era Martina, el científico que habían estado reclamando y que los soviéticos les devolvían ahora. Era el hombre que conocía el secreto de la más terrible arma jamás ideada.
¿ Pero era Martino?
Si Martino había muerto, entonces un espía sobrehumanamente inteligente y oculto trás un perfecto disfraz, iba a estar libre detrás de las lineas aliadas.
Y si era Martino, pero se había pasado al bando siviético, entonces era una aterradora amenaza. Porque de un solo golpe podría sabotear el proyecto de guerra de los aliados y destruir el equilibrio de poderío mundial.

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Siempre ocurría lo mismo cuando había que tratar con los burócratas. En fin de cuentas, ellos tenían libros. Los libros les habían enseñado cómo eran hechas las cosas. De forma que las cosas eran hechas como habían sido hechas en 1914 y en 1941, cuando los libros fueron escritos.

Nadie sabía nada sobre aquel hombre, excepto que había inventado algo. En sus archivos no tenían sobre él otros datos que los correspondientes a su período de estudiante en la academia técnica de Cambridge, Massachussets. Maldiciendo, Azarín lamentó que el S.S.S. no tuviese en realidad algunos de los superhurones que le atribuían los estudios cinematográficos: los audaces y sobrenaturales inteligentes agentes que se las ingeniaban para pasar a través de muros de cemento, para entrar en cajas fuertes, plenas de secretos aliados ordenados alfabéticamente y convenientemente impresos en caracteres cirílicos. Le hubiese agradado mucho tener uno o dos de esos agentes entre sus hombres, para saber que cualquier información que le trajesen sería completamente exacta, correctamente interpretada, lo que querría decir que no tendría que ser confirmada por otros agentes, y que además estos otros agentes no ofrecerían la dificultad de ser sospechosos de haberse sometido a los medios subversivos de Rogers. Tales agentes existían, desde luego. Pero inmediatamente se convertían en profesores y oficiales, porque su número era muy reducido.

De forma que ese Martino había estado protegido por las acostumbradas medidas de seguridad comunes a ambos bandos. Azarín había planeado añadir algún día el K-Ochenta y ocho al siempre incompleto y usualmente anticuado mecanismo de información, que era el mejor que nadie podía concebir. Pero no había planeado que sucediese de esa manera.

Ahora tenía al hombre. Hacía ya cinco semanas que se hallaba en su poder. Le tenía gravemente herido, y sería el objeto de una buena cause célebre si no volvía pronto a las manos de los aliados. Era un hombre que parecía extremadamente valioso, aunque podía llegar a no serio; un hombre que tenía que ser devuelto lo más pronto posible y a la par mantenido todo lo más posible, y con el que nada podía ser hecho inmediatamente.

Era una situación que rozaba los límites de lo cómico en algunos de sus aspectos.

Azarín acabó de fumarse el cigarrillo y aplastó la colilla en el cenicero. La situación se hallaba muy lejos de ser desesperada. Someramente había establecido ya los contornos de un plan, y continuaba trabajando en él. Daría resultados.

Pero Azarín sabía fue Rogers era casi inhumanamente inteligente. Sabía que Rogers sería plenamente consciente de la situación con la que iba a tener que enfrentarse. Y a Azarín no le agradaba la idea de que Rogers pudiese reírse de él.

Una enfermera asomó la cabeza por la puerta de la habitación de Martino. El bajó la mano lentamente y la depositó junto a su costado. La enfermera desapareció, y un momento después penetró un hombre con una bata blanca y la cabeza cubierta con un tejido blanco también.

Era un hombrecillo de cabello ondulado y piel olivácea, anchos dientes en forma de escoplo y mandíbulas nudosas, quien sonrió alegremente al tomarle el pulso a Martino.

—Me alegra mucho verle despierto. Mi nombre es Kothu, y soy el doctor que le atiende. ¿Cómo se siente?

Martino movió la cabeza lentamente de lado a lado.

—Ya veo. Era algo que tenía que ser hecho irremediablemente. Era muy poca la estructura craneal que quedaba, y los órganos sensoriales estaban muy destruidos. Afortunadamente, la naturaleza del accidente consistió en graves quemaduras de la carne que no expusieron su tejido cerebral a un prolongado calor, y eso se vio seguido por una lenta oleada de choque concusionario que aplastó su cráneo sin astillarlo. Ya sé que esto no es agradable de oír, pero de todos los posibles males, es el mejor. Me temo que el brazo fue seccionado por un fragmento metálico. ¿Quiere usted hablar, por favor?

Martino alzó la vista para mirarle. Estaba aún avergonzado del grito que había hecho venir a la enfermera. Intentó imaginar el aspecto que debía ofrecer, visualizar los mecanismos que evidentemente habían reemplazado a muchos de sus órganos, y no pudo recordar exactamente cómo había producido el grito. Trató de reunir aire en los pulmones para llevar a cabo el esfuerzo de hablar, pero sólo experimentó una girante sensación debajo de las costillas, como si una rueda o el impulsor de una turbina girasen allí.

—El esfuerzo es innecesario — dijo el doctor Kothu —. Simplemente hable.

—Yo…

No sintió diferencia alguna en la garganta. Había creído que encontraría las palabras temblando a través del vibrador de una laringe artificial. En lugar de ello, era su vieja voz. Pero su caja torácica no se hundía sobre deshinchados pulmones y su diafragma no expelía aire. El hablar no requería esfuerzo alguno, como si se tratara de un sueño, y tuvo la sensación de que podría hablar sin detenerse durante días y días enteros, para siempre.

—Yo… Uno, dos, tres, cuatro. Uno, dos, tres, cuatro. Do, re, mi, fa, sol, la, si, do.

—Gracias. El resultado es muy agradable. Dígame, ¿me ve claramente? Cuando me retiro y me muevo, ¿sus ojos me siguen y se enfocan con facilidad?

—Sí.

Pero los servomotores zumbaban en su cara, y deseaba levantar la mano para amasarse el puente, de la nariz.

—Muy bien. Bueno, ¿sabe usted que lleva aquí todo un mes?

Martino sacudió la cabeza. ¿No había nadie intentado recuperarlo? ¿O creían que había muerto?

—Ha sido necesario mantenerle bajo sedación. Espero que se dé cuenta del alcance del trabajo que teníamos que hacer.

Martino movió el pecho y los hombros. Se sentía un tanto torpe en su interior, como si su pecho fuese una bolsa que hubieran llenado de piedras.

—Hemos hecho una gran cosa — dijo el doctor Kothu, con tono justificadamente orgulloso —. Diría que el doctor Verstoff realizó una gran tarea al cráneo, el cráneo protético. Y los doctores Ho y Jansky son quienes se han encargado de conectar los órganos sensoriales protéticos con los adecuados centros cerebrales, de la misma manera que los médicos técnicos Debrett, Fonten y Wassil se han ocupado de los complejos renales y respiratorios. En cuanto a mí mismo, tengo el honor de haber desarrollado el método de la regeneración de los tejidos nerviosos. — Su voz se atenuó un poco —. ¿Tendrá usted la amabilidad de mencionar nuestros nombres cuando regrese al otro lado? No conozco su nombre — se apresuró a añadir —, ni intento conocer su origen, pero hay ciertas cosas que un médico profesional puede percibir. En nuestro lado, aplicamos tres vacunas antivariólicas en el brazo derecho. En cualquier caso… — Kothu parecía definitivamente confuso ahora —. Lo que hemos hecho aquí es completamente nuevo y muy sobresaliente. Y en nuestro lado no publican ahora tales cosas.

—Lo intentaré.

—Gracias. En nuestro lado son muchas las grandes cosas que son hechas por muchas personas. Y los de su lado no lo saben. Si lo supieran, ustedes se pasarían mucho más de prisa a nuestro bando.

Martino no dijo nada. Transcurrió un inconfortable momento, y después el doctor Kothu dijo:

—Debemos tenerle preparado. Una cosa queda por hacer, y la haremos del mejor modo posible. Se trata del brazo. — Sonrió como lo había hecho al entrar —. Llamaré a las enfermeras, y ellas le prepararán. Le veré de nuevo en el anfiteatro de operaciones, y cuando hayamos acabado, estará usted como nuevo.

—Gracias doctor.

Kothu se fue, y las enfermeras penetraron.

Eran mujeres vestidas con blancos uniformes muy almidonados y cubiertas con unas tocas que les ocultaban por completo el cabello. Sus caras eran un poco bastas de piel, pero claras, y carecían de expresión. Los labios los mantenían oprimidos, tal como les habían enseñado a mantenerlos las tradiciones de sus academias, y no los llevaban pintados. Porque en ellas no se advertía ninguno delos indicios comunes a las mujeres de las culturas aliadas, era imposible adivinar su edad y obtener una exacta respuesta. Le desvistieron y le lavaron sin hablarse entre sí ni dirigirle a él la palabra. Le quitaron los vendajes del hombro izquierdo, pintaron la zona con un germicida de color, volvieron a poner un vendaje esterilizado y lo colocaron en una camilla de ruedas que una de ellas había introducido en la habitación.

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