Algis Budrys - ¿Quién?

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Los agentes del servicio secreto aliado quedaron muy sorprendidos cuando vieron al hombre acercarse a ellos desde la zona soviética.
Uno de sus brazos era de metal. Y donde la cabeza debiera haber estado, había una cúpula de metal, sin facciones y amenazadora.
Aquella grotesca figura era Martina, el científico que habían estado reclamando y que los soviéticos les devolvían ahora. Era el hombre que conocía el secreto de la más terrible arma jamás ideada.
¿ Pero era Martino?
Si Martino había muerto, entonces un espía sobrehumanamente inteligente y oculto trás un perfecto disfraz, iba a estar libre detrás de las lineas aliadas.
Y si era Martino, pero se había pasado al bando siviético, entonces era una aterradora amenaza. Porque de un solo golpe podría sabotear el proyecto de guerra de los aliados y destruir el equilibrio de poderío mundial.

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Azarín depositó el aparato. Aquello era malo. Era la peor cosa que hubiera podido suceder. Si Martino había muerto, o había quedado tan gravemente herido que sería inútil durante semanas, Novoya Moskva se mostraría intolerable.

Tan pronto como su coche se detuvo delante del hospital. Azarín se apeó de él y ascendió rápidamente por los escalones. Pasó a través de las puertas principales y penetró en el vestíbulo, donde estaba esperándole un doctor.

—¿Coronel Azarín? — preguntó el pequeño doctor, inclinándose ligeramente desde la cintura —. Soy el doctor Kothu. Ya me perdonará… pero no me es posible expresarme con facilidad en su idioma.

—Yo domino bastante el suyo — dijo con agrado, Azarín, anticipándose a la sonrisa de agradecimiento que apareció en la cara del hombrecillo. Cuando la vio, se sintió aún mejor dispuesto hacia el doctor —. Y bien… ¿dónde está el hombre?

—Por aquí, por favor.

Kothu se inclinó una vez más y le condujo hacia el ascensor. Una breve sonrisa se extendió por la cara de Azarín cuando le siguió. Siempre se sentía complacido cuando el Anastas Azarín de aspecto tan simple demostraba ser tan culto como cualquiera que hubiese pasado varios años en las universidades. Era algo de lo cual podía sentirse orgulloso el que hubiese aprendido ese idioma mientras se arrancaba de las piernas sanguijuelas en el pantano de una jungla, en lugar de en el libro de algún profesor.

—¿Ha resultado muy herido el hombre? — le preguntó a Kothu en el momento en que salían a otro, pasillo.

—Mucho. Ha estado muerto durante unos momentos.

Azarín volvió la cabeza bruscamente hacia el doctor.

Kothu asintió con cierto orgullo.

—Ha muerto en la ambulancia. Afortunadamente, la muerte no es ya permanente bajo ciertas circunstancias.

Condujo a Azarín a una ventana de cristal instalada en la pared de una habitación con baldosas blancas. Adentro, cubierto aún con los desgarrados restos de sus prendas, increíblemente ensangrentado, un hombre yacía en medio de un revoltijo de aparatos.

—Ahora se halla completamente a salvo — explicó Kothu —. Vea ahí el autoeyector, extrayendo su sangre, y el riñón artificial que la purifica. En este costado de aquí están los pulmones artificiales.

Las máquinas estaban congregadas al azar, en los lugares a donde habían sido traídas apresuradamente desde sus acostumbradas posiciones contra las paredes. Los doctores y las enfermeras se hallaban reunidos en torno a ellos, revisando cuidadosamente su funcionamiento, mientras que otros doctores se ocupaban del hombre, uniendo vasos sanguíneos rotos y aplicando comprensión a su hombro izquierdo sin brazo. Mientras Azarín observaba, los ordenanzas comenzaron a colocar las máquinas en un orden sistemático. La emergencia había terminado ya. Las cosas tomaban un curso rutinario. Una enfermera miró su reloj, echó una ojeada a un estante donde una botella se vaciaba de sangre y la substituyó por una llena.

Azarín frunció el ceño para ocultar su nerviosismo. Le estaba resultando bastante difícil mantener su mirada sobre aquella monstruosa escena. Después de todo, un hombre estaba hecho de tal manera que las cosas de su interior se hallaban decentemente ocultas bajo su piel. Al mirar a un hombre no se veían a los viscosos órganos realizar su repugnante trabajo de mantenerlo vivo y real. Ver a un hombre de aquella manera, abierto, en canal, mientras seres misteriosa y pavorosamente cultos como Kothu tiraban de las húmedas cosas que rellenaban la suave y hermosa piel… Azarín se arriesgó a echar una ojeada de soslayo al pequeño doctor amarillo. Kothu podía hacer aquellas abominables cosas tan sencillamente como aquellos otros doctores. Anastas Azarín podía yacer allí de aquella manera, terriblemente expuesto, para que hombres como Kothu le profanaran a placer.

—Eso está muy bien — gruñó, — pero a mí no me es de utilidad. ¿No puede hablar?

Kothu sacudió la cabeza.

—Su cabeza ha quedado aplastada, y ha perdido buen número de sus órganos sensoriales. Pero esto es sólo un equipo de emergencia, tal como el que hallará en cualquier hospital de accidentes. Dentro de dos meses estará como nuevo.

—¿Dos meses?

—Coronel Azarín, le pido que considere que lo que yace sobre esa mesa apenas es un hombre.

—Sí… sí, por supuesto, debo sentirme afortunado por haberme apoderado de él. Supongo que podrá ser trasladado, ¿verdad? ¿Al gran hospital de Novoya Moskva, por ejemplo?

—Eso podría matarle.

—Azarín asintió con la cabeza. Bien, dentro de lo malo, había algo bueno. Ahora ya no habla duda de que a Martino no podrían arrancarlo de sus manos. Sería Anastas Azarín quien lo haría… Anastas Azarín quien sacaría la miel del árbol.

—Muy bien… haga todo cuanto pueda. Y de prisa.

—Por supuesto, coronel.

—Si necesita algo, venga a mí. Se lo daré.

—Sí, señor. Gracias.

—No hay nada por lo cual tenga que darme las gracias. Deseo a este hombre. Usted hará su mejor trabajo para que yo pueda conseguirlo.

—Sí, coronel.

El doctor Kothu se inclinó ligeramente desde la cintura. Azarín asintió con la cabeza y se alejó por el pasillo abajo hacia el ascensor, sus botas repiqueteando contra el suelo.

Abajo encontró a Young, que acababa de llegar con una escuadra de soldados del servicio secreto soviético. Azarín le dio detalladas instrucciones para que pusiera una guardia y ordenó que la sala de accidentes del hospital quedara sellada. Estaba ya muy atareado pensando en las formas en que se podría propagar esa historia. Los hombres de la ambulancia tendrían que ser mantenidos callados, podía hablar, el personal del hospital también, incluso algunos de los pacientes podían llegar a advertir lo que ocurría. Todos estos riesgos tenían que ser eliminados. Azarín se dirigió a su coche, consciente de lo muy complejo que era su trabajo, de la mucha habilidad que necesitaba un hombre para realizarlo adecuadamente, y de lo inevitablemente que Rogers, el americano, llegaría más pronto o más tarde a convertirlo todo en nada.

Cinco semanas transcurrieron. Cinco semanas durante las cuales Azarín no pudo hacer nada, y durante las cuales Martino no supo nada.

Cada vez que Martino trataba de enfocar los ojos, algo giraba muy suavemente en sus senos frontales. Intentaba comprender eso, pero se sentía muy débil y como desprovisto de huesos, Y la sensación era tan desconcertante que permaneció despierto una hora antes de poder ver.

Durante esa hora yacía inmóvil, escuchando, advirtiendo que tampoco los oídos le funcionaban adecuadamente. Los sonidos avanzaban Y retrocedían con demasiada celeridad; se encontraban súbitamente aquí y después allí. La cara de dolía ligeramente cuando cada nueva vibración le alcanzaba los oídos, casi como si retumbaran ante los sonidos que oía.

En su boca había alguna clase de aparato. Su lengua sentía la dura suavidad del metal y la calidad resbaladiza del plástico. «Un entablillado», pensó. «He debido romperme la mandíbula.» La probó y le funcionó bien. Pensó que debía tratarse de alguna especie de entablillado de tracción.

Fuera lo que fuese, impedía que sus dientes se encontraran. Cuando cerraba las mandíbulas, no sentía sino presión y resistencia, y no el endentamiento que se producía al unirse los dientes.

Las sábanas eran cálidas y ásperas, y el pecho lo tenía oprimido. El vendaje lo notaba apelmazado a través de la espalda. El hombro derecho le dolía bastante cuando intentaba moverlo, pero lo movía. Abrió y cerró los dedos de la mano derecha. Bueno. Probó su brazo izquierdo. Nada. Malo.

Yació tranquilamente durante un rato, y al final tuvo que aceptar el hecho de que su brazo había desaparecido. Después de todo, era diestro, y si el brazo era la única cosa que había desaparecido, podía considerarse afortunado. Continuó probando, elevando las caderas cautamente, flexionando los muslos, moviendo los dedos de los pies. No había parálisis.

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