—Yo… ¿Cómo le van las cosas?
—Perfectamente. La silla está allí. Siéntese, y yo traeré la comida.
El hombre se acercó a una alacena y tomó dos platos.
Rogers se sentó ante la mesa de la cocina y miró rígidamente en torno suyo, porque no sabía qué otra cosa hacer.
La cocina estaba ordenada y limpia. Había cortinas sobre las fregaderas y un linóleo sobre el suelo. No podían verse platos en el escurreplatos, la fregadera había sido convenientemente refrotada y todo se encontraba en su lugar, cuidadosa y sistemáticamente. Rogers trató de imaginarse al hombre lavando, planchando y poniendo cortinas… haciendo todo ello de acuerdo con un sistema lógicamente concebido, sin malgastar movimientos, tomándose un mínimo de tiempo y tan cuidadosamente como si realizase una serie de pruebas o comprobara la esfera de un osciloscopio. Día tras día, durante cinco años.
El hombre colocó un plato delante de Rogers: patatas hervidas, remolachas y un espeso trozo de solomillo de cerdo.
—¿Café?
—Gracias. Lo tomaré negro, por favor.
—Como usted quiera.
Se produjo un débil ruido rechinante cuando el hombre colocó la taza con su mano de metal. Después se sentó frente a Rogers y comenzó a comer silenciosamente, sin levantar la cabeza ni detenerse. Evidentemente se sentía impaciente de ingerir la suficiente comida para poder reanudar su trabajo. Rogers no tuvo otro remedio que comer lo más de prisa posible, sin entretenerse a iniciar la conversación. La comida estaba muy bien guisada.
Cuando acabaron, el hombre se levantó y silenciosamente recogió los platos y los cubiertos de plata, los amontonó en la fregadera y vertió sobre ellos agua. Le tendió a Rogers un paño.
—Le agradecería que los secara. De esa manera acabaremos antes.
—Ciertamente.
Permanecieron juntos ante la fregadera y cuando el hombre le tendía un plato o una taza, Rogers los secaba cuidadosamente y los colocaba en el escurreplatos. Cuando terminaron, el hombre guardó los platos en la alacena, y Rogers comenzó a ponerse el impermeable.
—Le atenderé dentro de un minuto — dijo el hombre.
Abrió un cajón y sacó un rollo de vendajes. Mantuvo un extremo entre los dedos de su mano de metal y cuidadosamente empezó a vendarse el brazo, arrollándose la manga de la camisa. Habiéndose sacado unos imperdibles del bolsillo del mono, aseguró los dos extremos. Después extrajo del cajón un bote de aceite y cuidadosamente empapó el vendaje antes de volver a guardarlo todo y cerrar el cajón.
—Es necesario que haga esto — le explicó a Rogers —. Aquí abundan el polvo y la arena, y eso es malo.
—Desde luego.
—Bien, vamos.
Rogers salió con el hombre al patio, y ambos lo cruzaron para dirigirse al granero. El perro corrió junto a ellos, y el hombre se agachó para darle unos golpecitos en el cuello.
—Vuelve a la casa, tonto. Te mojarás. Vamos, Prince. Vamos, muchacho.
El perro olfateó con inseguridad a Rogers, trotó junto a ellos unos cuantos pasos, y después se volvió.
—¿Prince? ¿Es ése su nombre? Es un perro de bonito aspecto. ¿De qué raza es?
—Es mestizo. Tiene un barril para dormir, detrás del granero.
—¿No lo tiene en la casa entonces?
—Es un perro guardián. Tiene que estar afuera. Además, no le gusta vivir en la casa. — El hombre miró a Rogers —. Un perro es un perro, ¿sabe? Si el único amigo que un hombre tuviera fuese un perro, eso querría decir que no se llevaba muy a bien con los seres de su propia especie, ¿no?
—Yo no diría exactamente eso. A usted le gusta el perro, ¿verdad?
—Sí.
—¿Avergonzado de ello?
—Está usted acosándome de nuevo, Rogers.
Este bajó los ojos.
—Supongo que sí.
Penetraron en el granero, y el hombre accionó el interruptor para encender las luces. Había un tractor en el centro del granero, y a su lado podía verse un bote lleno de aceite de transmisión. El hombre desarrolló un lienzo alquitranado, lo extendió junto al tractor y depositó sobre él las herramientas que había en su interior.
—Tengo que arreglar esta transmisión hoy — dijo —. Este tractor lo compré de segunda mano, y el individuo que lo tenía antes hizo trizas los engranajes. Es necesario que los reemplace hoy, porque mañana tengo que gradar un campo.
Seleccionó una llave inglesa y se deslizó debajo del tractor, arrastrándose sobre la espalda. Empezó a aflojar las tuercas que había en torno al borde de la cubierta de la caja de engranajes, sin prestar una ulterior atención a Rogers.
Este permaneció inseguro frente al tractor, observando al hombre que trabajaba debajo de él. Finalmente, miró en torno suyo para buscar en lo que sentarse. Había una caja colocada contra la pared del granero, se acercó a ella, la cogió y se sentó junto al tractor. Se inclinó hacía adelante hasta que pudo ver la cara del hombre. Pero eso no le sirvió de nada. Aun cuando la caja de engranajes había sido secada por la mañana, todavía goteaba aceite de ella. El hombre trabajaba al tacto, los ojos y la boca estrechamente cerrados, sordo, con el surcos de aceite deslizándose en estrechos regueros a través de su cráneo. Rogers esperó durante diez minutos, observando a las manos del hombre trabajar diestramente en la cubierta, la derecha guiando a la izquierda. Con la llave inglesa desprendía las tuercas, y después la mano izquierda las tomaba con sus duros dedos. Al fin, el hombre, puso a un lado la llave inglesa, localizó sin dificultad el lienzo de las herramientas y dejó caer las tuercas en el interior de la caja de engranajes, y una corredera de apoyo cayó en la mano derecha, que se mantenía a la espera. También la corredera fue a parar al interior de la cubierta, y luego con la mano izquierda comenzó a extraer de sus monturas los engranajes. El hombre salió de debajo del tractor y abrió los ojos.
—Iba a preguntarle… — empezó Rogers.
—Un momento.
Se levantó y llevó los estropeados engranajes a un banco de trabajo, donde maldijo amargamente.
—Un hombre no tiene derecho a comprar maquinaria si no la va a tratar adecuadamente. Esta transmisión se halla muy bien diseñada. No hay ninguna razón en el mundo para que nadie tenga complicaciones con ella. — Su voz era casi quejumbrosa —. Una máquina nunca te decepciona si te tomas la molestia de emplearla convenientemente, si la empleas en los trabajos para los que ha sido construida. Eso es todo. Todo cuanto uno tiene que hacer es comprenderlo. Ninguna máquina es tan complicada que un hombre de mediana inteligencia no pueda comprenderla. Pero nadie lo intenta. Nadie piensa que una máquina es digna de que se la comprenda. ¿Qué es una máquina, después de todo? Sólo unas cuantas piezas de metal. La una exactamente como la otra, y uno siempre puede conseguir otra exactamente igual. Pero le diré algo, mister Rogers…
Se volvió súbitamente, quedando de espaldas a la puerta. La luz se hallaba detrás de él, y Rogers sólo veía su silueta, el cuerpo perdido en los informes y angulares contornos del mono, los hombros cuadrados y la cabeza redonda y sin facciones.
—Incluso así, a las gentes no les gustan las máquinas. Los zoquetes las rompen de todas maneras. Las máquinas no hacen otra cosa sino aquello para lo que están hechas. Se limitan a realizar su trabajo y todas se parecen entre sí… pero algo se puede romper en su interior. Quizá entonces se disponen a no arar tu campo, a no sacar agua del pozo, a arrojarte un pistón. A hacer algo de manera que de miedo y no se toman la molestia de entenderlas, por lo cual las tratan mal, así las máquinas se rompen más de prisa y las gentes confían menos en ellas los fabricantes se preguntan: «¿de que sirve construir buenas máquinas?» Los zoquetes las rompen de todas maneras y construyen un material malo, con lo que son muy pocas las buenas máquinas que hay en el mercado. Y eso es una vergüenza.
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