Lucas Martino permanecía mirando el enmarañamiento de barras colectoras que proporcionaban energía al K-Ochenta y ocho. En el pozo que había debajo del estrecho paso entre las máquinas, oía a los técnicos trabajar en torno al espeso, esférico y aleado tanque. Uno de ellos maldijo agriamente cuando se desgarró el mono en un sobresaliente perno. El tanque estaba lleno de ellos. Los modelos de producción no tendrían sin duda alguna forma aerodinámico ni estarían pulcramente pintados, pero en esa instalación experimental nadie había considerado necesario efectuar acabados superfluos. Excepto quizá aquel técnico.
Mientras él observaba, los técnicos salieron del pozo. El teléfono sonó junto a él, y cuando contestó a la llamada, los hombres que habían revisado el pozo le dijeron que la zona del tanque estaba despejada.
—Muy bien. Gracias, Will, ahora voy, a poner en marcha las bombas.
La parte exterior del tanque comenzó a helarse. Martino marcó el número del capataz de la cuadrilla encargada de la energía.
—Listo para la prueba, Allan.
—Los voy a poner manos a la obra — contestó el capataz —. Tendrá plena energía siempre que lo desee a partir de treinta segundos desde… ahora. Buena suerte, doctor Martino.
—Gracias. Allan. Colgó el teléfono y quedó mirando la vieja pared de ladrillos que había al otro lado de la enorme habitación. Allí había gran abundancia de espacio, pensó. No como en los Estados, cuando trabajó en las escasas configuraciones porque las ecuaciones de Kroenn demostraron que podía hacerlo. Por alguna razón sabía que estaba equivocado, pero no podía demostrarlo. Hubiera tenido que conocer más matemáticas. Claro que sabía bastantes, ¿pero quién podía ponerse a la altura de Kroenn? Recordó que durante semanas se había sentido sumamente encolerizado contra sí mismo al descubrir su propio error.
Eran cosas que sucedían. El mejor de los científicos cometía una equivocación de vez en cuando. Bien, se había necesitado un Kroenn para descubrir la equivocación de Kroenn… Todo aquello había quedado atrás.
Tomó el micrófono que ponía en acción los altavoces y pulsó el botón.
—Prueba.
Su voz retumbó a través del edificio. Depositó el micrófono y puso en marcha la cinta magnetofónica.
—Prueba número uno, K-Ochenta y ocho experimental, configuración dos. — Dio la fecha —. Aplico la energía a… — Miró su reloj — las veintiuna horas, treinta y dos minutos.
Accionó el interruptor y se inclinó sobre la barandilla para mirar en el interior del pozo. El tanque explotó.
Una vez más fue un verano lluvioso en Nueva York. Un día gris seguía a un día gris, e incluso cuando el sol aparecía, las nubes esperaban en el borde del horizonte. El tiempo parecía haberse hecho malo en todo el mundo. Los vientos cálidos barrían las grandes praderas del Norte, y debajo del ecuador había nieve, y hielo, y nieve y hielo de nuevo. Los océanos nunca permanecían serenos, y de un litoral a otro las olas chocaban contra las escolleras con el duro e incesante golpeteo de una artillería de elevada velocidad. Los icebergs se desprendían de los cabos polares, y los pájaros migratorios volaban más cerca de la tierra. Había tumultos en Asia y violentos incendios en Londres.
Shawn Rogers abandonó Nueva York un fecundo día, las llantas de su coche rechinando sobre el húmedo asfalto. A pesar de que el limpiador de su parabrisa no paraba un instante, el mundo parecía confuso, deslizante e impermanente. Su coche era casi el único que avanzaba por la carretera, meciéndose en agudos vaivenes cuando arremetía contra él las ráfagas de viento. Durante todo el camino hasta el final de New Jersey, la lluvia no cesó de perseguirle.
La carretera secundaria que conducía a la granja le sorprendió por el hecho de que era amplia, estaba bien pavimentada y su superficie era suave. Le fue posible conducir prestando a ese acto tan sólo la mitad de su atención.
«Cinco años, pensó, desde que le vi por última vez. Casi seis desde aquella noche en que cruzó la frontera. Me pregunto, cuáles son sus sentimientos hacia las cosas.»
Rogers recibía diariamente informes, pues los hombres encargados de vigilarle seguían al hombre fielmente. Eran hombres del G.N.A. quienes le entregaban la leche, eran hombres del G.N.A. quienes le traían los rollos de alambre de púa y hombres del G.N.A. los que sudaban en los campos que había delante de su granja. Y cada mes, la secretaria de Rogers le traía un informe pulcramente, mecanografiado de todo cuanto hacía el hombre. Pero aún cuando los leía siempre, Rogers había aprendido a darse cuenta de cuán poco era posible saber con exactitud de un hombre y transferirlo con éxito al papel.
La boca de Rogers se movió cuando apareció en ella una esforzado sonrisa. En su cara había un gesto de cansancio, tal vez porque comenzaba a hacerse viejo. ¿Pero qué otra cosa hubiera podido esperar?
«Me pregunto cómo se tomará las noticias que le traigo.»
Y Rogers hizo girar el coche en tomo a la curva, vio la granja que los hombres de vigilancia tan a menudo habían fotografiado para él.
Colocada en un ángulo de la finca, la casa estaba recién pintada y era un blanco edificio de verdes postigos. Había un césped, cuidadosamente recortado y bordeado por setos vivos, y al otro lado del patio de la casa se alzaba un granero sólidamente construido. En esos momentos se hallaba aparcado delante de él un camión de recogida. Junto a la casa había un huertecito diseñado con geométrico exactitud, y la tierra era negra, acabada de ser limpiada de cizaña y no tenía ni una piedra. Una hilera de manzanos se deslizaban junto al camino, con cada una de las ramas podadas y las hojas resplandecientes bajo el agua de la lluvia. El cercado que había junto a ellos brillaba con su alambre nuevo, todos los postes estaban clavados igualmente rectos y todos los alambres extendidos perfectamente paralelos los unos a los otros. Los campos aparecían muy verdes bajo la lluvia, con profundos canales para conducir el exceso de agua, y en el último extremo de la propiedad los arbustos marcaban el borde de un pequeño arroyo.
Cuando Rogers penetró en el patio y se detuvo, un perro trotó hacia él desde detrás del granero y se detuvo bajo la lluvia, ladrándole.
Rogers se abotonó el impermeable y se subió el cuello. Se alejó del coche, le dio a la portezuela un empujón para cerrarla y corrió a través del patio hacia el porche trasero, Cuando alcanzó su refugio, la puerta que había directamente enfrente de él se abrió, y se encontró a menos de un pie de distancia del hombre que, vistiendo mono, permanecía en el umbral.
Había un cambio visible en la cara. El metal había adquirido una patina hecha de microscópicos rasguños y roces que habían suavizado su lustre y atenuado la agudeza con la que reflejaba la luz. Los ojos eran los mismos, pero la voz era distinta. Era más opaca, más seca, y parecía brotar más lentamente.
—Mister Rogers.
—Hola, mister Martino.
—Entre.
El hombre se apartó a un lado, fuera del umbral.
—Gracias. Debiera haberle llamado primero, pero deseaba estar seguro de que tendríamos una oportunidad de hablar largo y tendido. — Cuando apenas había cruzado la puerta, Rogers se detuvo incómodamente —. Hay algo más bien importante de lo que debemos hablar, si usted me concede su tiempo…
El hombre asintió con la cabeza.
—De acuerdo. Tengo trabajo que hacer, pero supongo que usted puede venir conmigo y hablar. Acabo de preparar algo de comida. Habrá suficiente para los dos.
—Gracias.
Rogers se quitó el impermeable y el hombre lo colgó de un clavo que había junto a la puerta de la cocina.
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