En muchos aspectos, Lucas comprobó que ése era un atrayente curso de pensamientos. Si se aceptaba cualquier parte de él, automáticamente quería decir que aceptaba también la idea de que era una especie de genio. Esto en sí mismo le hizo mirar suspicazmente toda la hipótesis. Pero tenía muy pocas o ninguna prueba real para refutarla. En efecto, era la clase de hipótesis que le permitía reinterpretar toda su vida, y de esta manera reinterpretar todas las pruebas que pudiese haber contra ella.
Durante varias semanas, vivió un período de gran embriaguez emocional, convencido de que finalmente había logrado comprenderse. Durante esas semanas, él y Frank hablaron sobre todo cuanto interesaba a Lucas en esos momentos y se pasaban gran parte de la noche sosteniendo graves discusiones. Pero la sensación de que habitaban juntos dos genios era una parte esencial de esa situación, y una noche a Lucas se le ocurrió la idea de preguntarle a Frank cómo le iba en sus estudios.
—¿Yo? Me desenvuelvo bien. En todas las asignaturas saco un medio punto más de lo necesario para aprobar.
—¿Medio punto?
Heywood sonrió.
—Tú vas a tu iglesia y yo voy a la mía. Yo conseguiré un diploma en el que dirá Instituto Tecnológico de Massachussets, lo mismo que el tuyo.
—Sí, pero no es el diploma…
—¿Lo que uno sabe? Desde luego, si tu propósito es seguir más adelante. Si he de ser completamente honesto, te diré que podría obtener notas muchos mejores. ¿Pero por qué demonios habría de hacerlo? No es mi intención desgastar mis sesos en Yucca Flat sobre los próximos cuarenta años, hacerme acreedor a una pensión y retirarme. No, no. Obtendré el diploma del MIT y lo emplearé como el billete de entrada en algún departamento del gobierno, donde pasaré los próximos cuarenta años sentado detrás de una mesa, dejando que mis sesos se recreen en un despacho con aire acondicionado, y un día me retiraré con una pensión más grande.
—¿Y… y eso es todo?
Heywood rió entre dientes.
—Eso es todo, paisano.
—Me parece una cosa tan sumamente vacua que casi me entran deseos de vomitar. Un tipo con sesos planeando una vida como ésa.
Heywood sonrió extendió las manos.
—Así es. ¿Por qué habría de matarme? De esa otra manera lo pasaré bien y tendré mucho tiempo libre. — Sonrió otra vez —. Podré obtener prolongadas conversaciones con mi compañero de habitación e ir por ahí a ver a otras personas. Demonios, amigo, de esa forma uno no suda tanto que se le vaya la vida por los poros de la piel. Y te advierto que se necesita ser un tipo con sesos para graduarse en un colegio como el Tecnológico.
Era la total pérdida de esos sesos lo que espantaba a Lucas. Le resultaba imposible creerlo y difícil aceptarlo con agrado. Ciertamente, dio al traste con sus buenas relaciones del pasado mes.
Después de eso volvió a meterse en su concha.
No se mostraba hostil con Heywood ni nada de eso, pero dejó que su amistad muriera rápidamente. Con ello perdió la idea de que era un genio. Con el tiempo incluso olvidó que había estado a punto de engañarse a ese respecto aunque ocasionalmente, cuando algo se desarrollaba especialmente bien para él, la odiosa idea se reproducía. Entonces él se apresuraba a suprimirla, sintiéndose molesto.
El y Heywood terminaron sus estudios siendo aún compañeros de habitación. Durante todo ese tiempo, Heywood fue una vez más el perfecto compañero para compartir con Lucas Martino una habitación pequeña y no parecían importarle los largos períodos de silencio de Lucas Martino. Algunas veces Lucas lo veía sentado, observándole.
Después de haberse graduado, Heywood se trasladó a Boston y, por lo que a Lucas se refiere, desapareció. Fue sólo algunos años después cuando uno de sus profesores se acercó a él y le dijo:
—Esa hipótesis de la que usted ha estado hablando, Martino, tal vez es digna de que la desarrolle sobre el papel.
De manera que Heywood no asistió en absoluto al nacimiento del K-Ochenta y ocho, y Lucas Martino, por su parte, tenía de nuevo algo que absorbía toda su atención y le impedía pensar en aquellos problemas que permanecían sin resolver en su mente.
Edmund Starke se había convertido en un anciano. Vivía solo en un bungalow de cuatro habitaciones en las afueras de Bridgetown. Se había resecado hasta adquirir una dureza correosa, sus músculos eran como cuerdas bajo su frágil piel, y sus venas espesas y azules. El cabello le había desaparecido en la parte superior del cráneo, revelando los huecos y protuberancias del hueso, sus lentes eran espesos, y pobres en su montura barata. Sus ojos estaban habitualmente entrecerrados. Como la mayor parte de los ancianos dormía poco y descansaba en breves siestas en vez de dormir de un tirón. Las horas que pasaba despierto las consumía leyendo revistas técnicas y trabajando en un elemental libro de física que, como consideraba suspicazmente, iba a acabar reuniendo todos los elementales libros de física escritos antes.
Ese día se hallaba sentado en la habitación de delante, retorciendo entre sus dedos un periódico y mirando a través de la habitación a la pared opuesta. Oyó pasos en el oscurecido porche de afuera y esperó a que sonara el timbre. Cuando sonó, se levantó con su bata y sus zapatillas, se dirigió lentamente a la puerta y la abrió.
Un hombretón permanecía en el umbral, la cara considerablemente vendada, el cuello del abrigo levantado y el sombrero muy echado sobre los ojos. La luz de la habitación resplandeció en unos lentes muy oscuros.
—¿Diga? — pronunció Starke con su voz de tono elevado y un tanto gutural.
El hombre meció la cabeza con indecisión. Los vendajes sobre su mandíbula superior se abrieron una vez, y mostraron una oscura ranura antes de que le dijese algo. Cuando habló, su voz fue indistinta.
—Profesor Starke.
—Mister Starke. ¿En qué puedo servirle?
—No… no sé si me recuerda. Fui uno de sus estudiantes. En la clase del sesenta y seis en la escuela superior. Soy Lucas Martino.
Sí, le recuerdo. Entre.
Starke se apartó a un lado y mantuvo abierta la puerta. Después la cerró cuidadosamente detrás del hombre, disgustado de tener que protegerse tanto contra las corrientes.
—Siéntese. No, ésa es mi silla. Tome la opuesta.
La principal impresión que producía su visitante era de embarazo. Se sentó con mucha cautela, inseguro de sí mismo, y se abrió el abrigo con torpes y enguantados dedos.
—Quítese el sombrero. — Starke se sentó en su silla y atisbó al hombre —. ¿Avergonzado de sí mismo?
El hombre se desembarazó del sombrero, quitándoselo lentamente. Todo su cráneo estaba vendado, y la blanca gasa se deslizaba hasta el cuello. La señaló con un ademán.
—Un accidente. Un accidente industrial — murmuró.
—Eso no es de mi incumbencia. ¿Qué puedo hacer por usted?
—No… no lo sé — dijo con voz sofocada el hombre, como si sus planes se hubiesen extendido tan sólo a la puerta de Starke y hasta este preciso momento no hubiese pensado qué debía hacer después.
—¿Qué esperaba? ¿Pensaba que me sorprendería al verle? ¿O que me llevaría un sobresalto al verle vendado como al hombre invisible? Bien, no es así. Lo conozco todo sobre usted. Un hombre llamado Rogers vino aquí y me explicó sus circunstancias. — Starke elevó la cabeza —. De manera que sé que está en un apuro. Bien… piense. ¿Qué va a hacer ahora?
—Temía que Rogers se enteraría de lo concerniente a usted. ¿Le molestó?
—Nada en absoluto.
—¿Qué dijo?
—Me dijo que usted podía no ser quien dice ser. Deseó que le diese mi opinión.
—¿No le advirtió que no me lo hiciese saber a mí?
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