Hal Clement - Estrella brillante

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Dhrawn era un planeta que, entre otros inconvenientes, tenía una gravedad aplastante, cuarenta veces superior a la terrestre. Era evidentemente imposible para los terrícolas explorarlo. Por lo tanto, para llevarlo a cabo necesitarían colocar sobre aquella superficie a alguien dotado de inteligencia e iniciativa, pero psicológicamente más apropiado que los humanos.
Los seres vivientes que mejor se ajustaban a esas exigencias eran los pequeños mesklinitas, dotados de una constitución resistente. Aunque se encontraban en un estadio cultural inferior, los humanos pensaban que no convenía suministrarles una elevada ayuda tecnológica para su cometido. En cambio, deberían controlar la exploración desde su seguro satélite en órbita a seis millones de millas de Dhrawn.
Hasta el momento de descender allí, los tenaces, valientes e inteligentes mesklinitas estaban decididos a no ser contratados y deseosos por sí mismos de aceptar el fantástico desafío que las fuerzas de Dhrawn les presentaban.
Nominado por el premio Hugo en 1971.

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Benj hizo un gesto de impaciencia.

—Conozco todo eso, pero ya hay un enjambre de estaciones ahí abajo: los satélites de reflejos. Hasta yo sé que todos tienen equipos retransmisores, puesto que están informando constantemente a los computadores aquí arriba; en un momento dado, casi la mitad debe estar detrás de Dhrawn. ¿Por qué no puede un controlador, navegando en uno de ellos o en una nave a la misma altura, conectar con sus retransmisiones y operar el aterrizaje y el despegue desde allí? El retraso no sería mayor de un segundo, incluso desde el lado opuesto del mundo.

—Porque… —Ib comenzó a contestar, pero pronto permaneció silencioso.

Estuvo así durante dos minutos. Benj no le interrumpió; generalmente el muchacho tenía una buena idea sobre cuándo estaba consiguiendo algo.

—Tendría que haber una interrupción de varios minutos en los datos del neutrino, mientras los transmisores estuviesen siendo conectados —dijo Ib finalmente.

—¿Una en cuántos años que llevan integrando ese material?

Generalmente Benj no era sarcástico con ninguno de sus padres, pero sus sentimientos se estaban calentando una vez más. Su padre asintió silenciosamente, concediendo el punto, y continuó pensando.

Debían haber pasado cinco minutos, aunque Benj hubiese jurado que fueron muchos más, cuando el mayor de los Hoffman se puso en pie repentinamente.

—Vamos, hijo. Tienes toda la razón. Funcionará para un aterrizaje inicial espacio-superficie y para un despegue superficie-órbita, y eso es suficiente para un vuelo superficie-superficie; hasta un segundo de retraso es demasiado para el control, pero podemos pasarnos sin eso.

—¡Claro! —animó Benj—. Despegar y volver a la órbita, descansar un minuto, cambiar de órbita para acomodarla al lugar de aterrizaje y finalmente bajar otra vez.

Así es, pero no lo menciones. En primer lugar, si nos acostumbrásemos a hacer este tipo de acción, habría una interrupción significativa en la transmisión de los datos de neutrino. Además, he buscado una excusa para esto casi desde que me uní al proyecto. Ahora la tengo, y voy a usarla.

—¿Una excusa para qué?

—Para hacer exactamente lo que creo que Barlennan ha estado intentando obligarnos a realizar todo el tiempo: poner pilotos mesklinitas en la nave. Supongo que alguna vez querrá su propia nave interestelar, de forma que pueda comenzar a llevar la misma vida entre las estrellas, como acostumbraba hacer en los océanos de Mesklin; pero tendrá que conformarse con un salto de cada vez.

—¿Crees que ha estado queriendo eso todo el tiempo? ¿Por qué debería preocuparse tanto de tener sus propios pilotos espaciales? Y ahora que lo pienso, ¿por qué no era una buena idea, si los mesklinitas podían aprender?

—Lo era. No hay ninguna razón para dudar que puedan aprender.

—Entonces, ¿por qué no se hizo así desde el principio?

—Será mejor que no te dé una conferencia sobre el tema ahora mismo. Me gusta enorgullecerme de mi especie tanto como lo permiten las circunstancias, y la explicación no proporciona mucho crédito ni a la racionalidad del hombre ni a su control emocional.

—Entonces puedo adivinarlo —replicó Benj—. Pero en ese caso, ¿qué te hace pensar que podemos cambiar eso ahora?

—Porque ahora, a poco coste y al mismo nivel general de razonamiento emocional, podemos manipular algunos de los impulsos humanos menos generosos. Voy a descender al laboratorio de planetología y a molestar un poco. Voy a preguntar a esos químicos por qué no conocen lo que atrapó al Kwembly, y cuando me digan que por carecer de alguna muestra de barro, voy a preguntarles por qué no la tienen. Voy a preguntarles por qué se han estado conformando con datos sísmicos y espectros del neutrino, cuando podrían estar analizando muestras minerales transportadas aquí desde todos los lugares donde un vehículo mesklinita se ha detenido durante diez minutos. Si prefieres no descender a ese nivel y trabajar más bien con las emociones más nobles de la humanidad, vete pensando en todas las frases enternecedoras que puedes hacer sobre el horror y la crueldad de abandonar a tu amigo Beetchermarlf, sofocándose lentamente en un mundo extraño, a miles de parsecs de su hogar. Podríamos utilizar eso si tenemos que llevar esta discusión ante una autoridad superior, como el público en general. En realidad, no creo que lo necesitemos, pero ahora mismo no estoy de humor para limitarme a un juego limpio y a unos argumentos lógicos.

»Si Alan Aucoin gruñe por el coste de operar la nave (creo que tiene demasiado sentido común), voy a saltar sobre él con los dos pies. La energía ha sido prácticamente gratis desde que conseguimos los aparatos de fusión; lo que cuesta es el entrenamiento del personal. De todas formas, tenemos que emplear tripulantes mesklinitas; así pues, esa inversión ya está hecha; y dejando la nave balancearse aquí sin utilizarla, está malgastando su coste. Sé que en esa lógica hay un pequeño agujero, pero si lo señalas delante del doctor Aucoin, te azotaré por primera vez desde que tenías siete años, y no creo que la última década haya hecho muchos estragos en mi brazo. Deja a Aucoin que piense solo.

—No tienes que enfadarte conmigo, papá.

—No lo estoy. De hecho, estoy más asustado que enfadado.

—¿Asustado? ¿De qué?

—De lo que pueda sucederle a Barlennan y a su gente en lo que tu madre llama «ese horrible planeta».

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué ahora más que antes?

—Porque estoy comenzando a comprender que Barlennan es un ser inteligente, resuelto, calculador, ambicioso y razonablemente cortés, igual que lo era mi único hijo hace seis años, y recuerdo muy bien tu equipo de bucear. Vamos. Tenemos una escuela de astronáutica que organizar y un cuerpo estudiantil que reunir.

EPILOGO: LECCIONES

A trecientos kilómetros, la nave era percibida como un objeto en forma de estrella reflejando la débil luz de Lalanda 21.185. Benj había observado la nave alejándose a esa distancia y colocándose en lo que su piloto consideraba una órbita decente con respecto a la estación, pero ni él ni el piloto habían discutido los detalles técnicos. Era tan incómodo ser capaz de mantener una conversación sin esperar todo un minuto la contestación del otro individuo, que Benj y Beetchermarlf se habían puesto a charlar.

Estas conversaciones se iban haciendo menos frecuentes. Benj había vuelto a trabajar de verdad y, según sospechaba, a recuperar el tiempo perdido. Beetchermarlf estaba muy a menudo lejos en vuelos de prácticas para hablar, y con más frecuencia, demasiado ocupado para charlar con nadie que no fuese su instructor.

—Es el momento de terminar, Beetch —el muchacho acabó con el intercambio al oír silbar a Tebbetts desde la barra—. Va a llegar el instructor.

—Cuando esté listo lo estaré yo —llegó la respuesta—. ¿Quiere usar tu lenguaje o el mío esta vez?

—El te lo comunicará; no me lo ha dicho. Aquí está —contestó Benj.

El astrónomo barbudo, sin embargo, habló primero con Benj, después de echar un rápido vistazo a su alrededor. Los dos estaban a la deriva, sin peso en la sección de observación directa en el centro del eje conector de la estación, y Tebbetts había supuesto que la nave y su estudiante estarían derivando a su lado. Todo lo que su rápida ojeada captó fue el parduzco rescoldo de un sol en una dirección y el débilmente iluminado disco de Dhrawn en la otra, poco mayor que la Luna vista desde la Tierra.

—¿Dónde está, Benj? Creí oírte hablar con él; así que supuse que estabas cerca. Espero que no se retrase. Debería estar resolviendo órbitas de intersección, incluso con nomógrafos en lugar de computadores superrápidos, mejor de lo que lo hace.

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