Hal Clement - Estrella brillante

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Dhrawn era un planeta que, entre otros inconvenientes, tenía una gravedad aplastante, cuarenta veces superior a la terrestre. Era evidentemente imposible para los terrícolas explorarlo. Por lo tanto, para llevarlo a cabo necesitarían colocar sobre aquella superficie a alguien dotado de inteligencia e iniciativa, pero psicológicamente más apropiado que los humanos.
Los seres vivientes que mejor se ajustaban a esas exigencias eran los pequeños mesklinitas, dotados de una constitución resistente. Aunque se encontraban en un estadio cultural inferior, los humanos pensaban que no convenía suministrarles una elevada ayuda tecnológica para su cometido. En cambio, deberían controlar la exploración desde su seguro satélite en órbita a seis millones de millas de Dhrawn.
Hasta el momento de descender allí, los tenaces, valientes e inteligentes mesklinitas estaban decididos a no ser contratados y deseosos por sí mismos de aceptar el fantástico desafío que las fuerzas de Dhrawn les presentaban.
Nominado por el premio Hugo en 1971.

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Hal Clement

Estrella brillante

I. DETENIDOS EN UN HOYO

Beetchermarlf percibió cómo se extinguían las vibraciones cuando su vehículo se detuvo, pero instintivamente miró hacia el exterior, antes de soltar el timón del Kwembly. Por supuesto, era un esfuerzo inútil. El sol, o mejor dicho, el cuerpo al que intentaba considerar como sol, se había puesto unas veinte horas antes. El cielo todavía estaba demasiado brillante como para que se viesen las estrellas, pero no era suficiente para poder mostrar detalles del polvoriento y monótono campo de nieve a su alrededor. A su espalda, la única dirección que no podía ver desde el puente del Kwembly, el rastro del vehículo podría haber proporcionado alguna referencia visual; pero desde su puesto en el timón no había ninguna pista de la velocidad.

El capitán, tendido sobre su plataforma, situada detrás del timonel, en un nivel superior, interpretó correctamente su cabeza levantada. Si esto le divirtió, no lo dejó traslucir. Habiendo pasado el equivalente de casi dos vidas humanas en los impredecibles océanos de Mesklin. Nunca había conseguido disfrutar de la incertidumbre; simplemente vivir con ella. Mandar una «nave» que no entendía completamente, viajar sobre la Tierra, en lugar de hacerlo sobre el mar, y saber que su mundo de origen estaba a más de tres parsecs de distancia no ayudaba a reforzar su seguridad en sí mismo; simpatizaba por completo con la desconfianza del joven.

—Nos hemos parado, timonel. Fija el timón y comienza la revisión de las cien horas. Nos quedaremos diez horas aquí.

—Sí, señor.

Beetchermarlf deslizó el timón en su muesca de soporte. Una ojeada al reloj le dijo que le quedaba una hora de guardia; por tanto, comenzó a examinar los cables que conectaban la barra del timón con los juegos de ruedas delanteras del Kwembly.

Los cables eran bastante visibles, puesto que no se había hecho ningún esfuerzo para ocultar la maquinaria esencial detrás de unas paredes. Los constructores del gigantesco vehículo y de las once «naves» hermanas no se habían preocupado de la apariencia externa. Sólo se necesitaban unos cuantos segundos para asegurarse de que las pocos centímetros de cable sobre la cubierta del puente todavía no se habían deteriorado. El timonel hizo un gesto al capitán significando: «Todo está bien». Golpeó la cubierta pidiendo entrada, esperó el acuse de recibo de los de abajo, abrió la trampilla de estribor y se esfumó por la rampa para continuar su inspección.

Dondragmer le vio marchar sin gran precaución. Le preocupaban otras cosas, y el timonel era un marinero de confianza. Por el momento apartó su mente del problema del timón y levantó la parte delantera de sus setenta centímetros, hasta que su cabeza estuvo al nivel de los micrófonos. Un sonido semejante al de una sirena, que podía oírse por encima de uno de los tifones de Mesklin —aunque en el silencio del campo de nieve de Dhrawn resultaba casi ridículo—, aseguró la atención del resto de la tripulación.

—Os habla el capitán. Parada de diez horas para revisión; que comiencen los turnos de vigilancia. El personal de investigación seguirá con sus ocupaciones habituales, asegurándose de verificar con puente antes de salir al exterior. No habrá vuelos hasta que los exploradores hayan sido examinados. ¡Distribución de energía, enterado!

—Energía en revisión.

La voz que salió del micrófono era algo más profunda que la de Dondragmer.

—¡Soporte vital, enterado!

—Soporte vital en revisión.

—¡Comunicación, enterado!

—En revisión.

—¡Kervenser, al puente para estar disponible! Voy a salir. ¡Investigación, condiciones exteriores!

—Un momento, capitán. —Hubo una breve pausa antes de que la voz continuase—. Temperatura, 77; presión, 26,1; viento a partir de 21, constante a 200 cables por hora; fracción de oxígeno estándar a 0,0122.

—Gracias. Eso no parece muy malo.

—No. Con su permiso, saldré con usted para conseguir muestras de la superficie. ¿Podemos colocar el taladro? Podemos conseguir fragmentos rocosos a una buena profundidad en menos de diez horas.

—Perfectamente. Si tardáis tiempo en recoger el equipo del taladro, yo quizá esté fuera antes de que lleguéis a la salida; pero cuando estéis listos, podéis salir. Decidle a Kervenser cuántos vais en el grupo para el diario.

—Gracias, capitán. Estaremos allí enseguida.

En su puesto Dondragmer se relajó; por supuesto, él no dejaría el puente hasta que no apareciese su relevo, aun con los motores parados. Kervenser tardaría unos minutos en llegar, puesto que él también tendría que entregar sus obligaciones normales a su relevo. Sin embargo, la espera no era aburrida. Había mucho sobre qué pensar. Dondragmer no era el tipo aprensivo (el sistema nervioso de los mesklinitas no reacciona así ante la incertidumbre), pero le gustaba pensar las cosas antes de hacerlas.

El hecho de que el Kwembly, si estuviese averiado, se encontraba a 16.000 o 19.000 kilómetros de socorro, era simplemente el fondo del asunto, no un problema especial. No resultaba muy diferente de la situación a que se había enfrentado en los vastos mares de Mesklin durante la mayor parte de su vida. La principal sacudida de la seguridad en sí mismo, normalmente plácida, era causada por la máquina que gobernaba. No se parecía en absoluto al flexible conjunto de balsas que era su idea de un barco. Le habían asegurado que flotaría si se presentaba la ocasión; realmente lo había hecho así durante las pruebas en el lejano Mesklin, donde había sido construida. Sin embargo, desde entonces había sido desarmada, depositada en un carguero y puesta en órbita alrededor de su mundo de origen, transferida en el espacio a una nave interestelar, transportada a otro carguero muy diferente después del salto de los tres parsecs y llevada a la superficie de Dhrawn antes de ser armada. Dondragmer en persona había supervisado el desgüazamiento y la reconstrucción del Kwembly y las demás máquinas, pero no así los pasos intermedios. Esta era la razón principal por la que ahora quería salir al exterior; por alta que fuese su opinión de Beetchermarlf y el resto de su escogida tripulación, le gustaba tener conocimientos de primera mano.

Por supuesto, no le mencionó esto a Kervenser cuando llegó al puente. Era algo que se sobrentendía. Además, el primer oficial presumiblemente sentía lo mismo.

—Se están llevando a cabo las revisiones. Los investigadores van a salir a excavar un pozo y yo voy a ver cómo está todo —fue cuanto Dondragmer dijo cuando le dejó su puesto—. Puedes hacerme señales con las luces exteriores si es necesario. Es todo tuyo.

Kervenser chasqueó alegremente dos de sus pinzas.

—Yo lo llevaré, Don. Diviértete.

El capitán salió a través de la escotilla por la que había entrado su relevo, que estaba todavía abierta, diciéndose a sí mismo mientras salía que Kervenser no era tan despreocupado como parecía.

La principal compuerta neumática estaba a veinte metros por detrás del puente, cuatro cubiertas más abajo. Dondragmer se detuvo varias veces en el camino para hablar con miembros de su tripulación que trabajaban entre las cuerdas, vigas y tuberías del interior del Kwembly. Cuando llegó a la salida, cuatro científicos, con su maquinaria de taladrar, estaban ya allí y habían comenzado a ponerse los trajes especiales. El capitán observó críticamente cómo contorsionaban sus largos cuerpos y numerosas piernas dentro de los transparentes envoltorios, hizo las pruebas de la tensión y comprobó sus suministros de hidrógeno y argón. Satisfecho, les señaló la compuerta y comenzó a vestirse. Cuando salió, los otros ya casi habían colocado sus aparatos. Les dirigió una breve ojeada mientras se detenía en la parte superior de la rampa que llevaba de la compuerta al suelo. Sabía lo que estaban haciendo y podía darlo por hecho, pero nunca podía despreocuparse así del tiempo. Incluso mientras pasaba la aldaba de la compuerta externa detrás de él, miraba hacia el suelo tanto como se lo permitía el prominente casco de su nave.

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