Hal Clement - Estrella brillante

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Dhrawn era un planeta que, entre otros inconvenientes, tenía una gravedad aplastante, cuarenta veces superior a la terrestre. Era evidentemente imposible para los terrícolas explorarlo. Por lo tanto, para llevarlo a cabo necesitarían colocar sobre aquella superficie a alguien dotado de inteligencia e iniciativa, pero psicológicamente más apropiado que los humanos.
Los seres vivientes que mejor se ajustaban a esas exigencias eran los pequeños mesklinitas, dotados de una constitución resistente. Aunque se encontraban en un estadio cultural inferior, los humanos pensaban que no convenía suministrarles una elevada ayuda tecnológica para su cometido. En cambio, deberían controlar la exploración desde su seguro satélite en órbita a seis millones de millas de Dhrawn.
Hasta el momento de descender allí, los tenaces, valientes e inteligentes mesklinitas estaban decididos a no ser contratados y deseosos por sí mismos de aceptar el fantástico desafío que las fuerzas de Dhrawn les presentaban.
Nominado por el premio Hugo en 1971.

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Cuando daba esta orden, Dondragmer sabía que quizá no sería posible obedecerla. Era muy probable que la revisión estuviese en un punto que impidiese poner en marcha los motores. Pero después de haber dado la orden, no pensó más en ello. Si era posible sería cumplida. Otros asuntos reclamaban su atención. El equipamiento del taladro tenía prioridad absoluta. Era maquinaria de investigación, la única razón de que los mesklinitas se encontrasen en Dhrawn. Hasta Dondragmer, relativamente libre de las sospechas que muchos mesklinitas alimentaban sobre las intenciones y motivos de los humanos, sospechaba que el científico humano medio valoraría mucho más el equipamiento del taladro que las vidas de un marinero o dos.

Los investigadores ya habían retirado la broca, y estaban comenzando a entrar cuando él les alcanzó. Siguieron la biela y la caja de cambios del artificio manual, dejando únicamente lo que constituía el soporte y las torres guía. Esto era menos importante, puesto que podían ser reemplazadas sin la ayuda humana, pero ya que el viento no empeoraba, el capitán y sus ayudantes se quedaron para rescatarlos también. Cuando terminaron, los demás ya se habían desvanecido en el interior. Evidentemente, Kervenser da muestras de impaciencia en el puente…

Con un suspiro de alivio, Dondragmer condujo su grupo por la rampa y la compuerta, que cerró a sus espaldas. Se encontraban ahora sobre un reborde de un metro de ancho, que rodeaba la compuerta delante de un estanque de amoníaco líquido del mismo ancho, el cual formaba la parte interior del compartimiento. El más pesadamente cargado del grupo descendió dentro del líquido, agarrándose a estribos similares a los que se encontraban en la parte exterior del casco; otros sencillamente se zambulleron, como el capitán. La pared interna de la compuerta estaba a un metro por debajo de la superficie. Entre su borde inferior y el fondo de la cisterna había una ranura de un metro. Pasando bajo ésta y trepando hacia el otro lado, llegaron a un saliente similar al de la entrada. Otra puerta les dio acceso a la sección media del Kwembly. A su alrededor había un ligero olor a oxígeno —generalmente unas cuantas burbujas del aire exterior acompañaban a cualquier cosa que penetrase por la compuerta—, pero el omnipresente vapor del amoníaco y las superficies catalizadoras colocadas en muchos sitios dentro del casco habían demostrado hacía tiempo ser capaces de controlar esta molestia. La mayor parte de los mesklinitas habían aprendido a soportar bastante bien el olor, puesto que como todo el mundo sabía, el gas era inofensivo en pequeñas cantidades.

Los investigadores se quitaron los trajes y se marcharon con sus aparatos y con los estuches que habían protegido sus muestras del amoníaco líquido. Dondragmer mandó a los demás a cumplir con sus obligaciones normales y se dirigió hacia el puente. Kervenser se preparaba para abandonar el puesto de mando, cuando el capitán entró por la escotilla y le hizo señas de que volviese, mientras se dirigía al lado de estribor de la superestructura. Algunas porciones del suelo eran transparentes. Al principio, los diseñadores humanos habían pretendido que todo fuese así, pero no contaron con la psicología mesklinita. Arrastrarse por el campo ya era bastante malo, pero pisar sobre un suelo transparente encima de cuatro metros o más de aire vacío era completamente irrazonable. El capitán se detuvo al borde de una de las hojas de cristal del suelo y miró cautelosamente hacia abajo.

Alrededor del gigantesco vehículo, la grisácea superficie no había cambiado; el viento que sacudía el casco aparentemente no había afectado a la nieve, comprimida por aquellas gravedades durante tiempo indefinido. Incluso los remolinos alrededor del Kwembfy no mostraban señales de su presencia, aunque Dondragmer hubiese esperado más bien que excavasen agujeros alrededor de sus cadenas. Más allá, hasta el límite alcanzado por las luces, no se veía nada, excepto los orificios de donde habían sido extraídas las muestras rocosas y las zarandeadas ramas de algún arbusto de vez en cuando. Las observó atentamente durante varios minutos, esperando que el viento dejase alguna huella allí, pero finalmente dedicó su atención al cielo.

Comenzaban a aparecer unas cuantas estrellas brillantes entre los parches de celaje, pero los guardianes del Polo no se veían. Estaban sólo a unos cuantos grados sobre el horizonte meridional, en gran parte a causa de la refracción, y las nubes bloqueaban todavía más la vista oblicua. Aún no había señales de lluvia ni de nieve, ni forma de descifrar cuál era de esperar, si es que había que esperar algo. La temperatura en el exterior estaba todavía justo por debajo del amoníaco puro y muy por debajo del correspondiente al agua, pero una precipitación mixta era más que probable. Lo que aquello produciría en el granizado casi puro depositado sobre el suelo, Dondragmer no podía adivinarlo; conocía la mutua solubilidad del agua y el amoníaco, pero nunca había intentado memorizar los diagramas con las fases o las tablas del punto de congelación de las diversas mezclas posibles. Si la nieve se disolvía, el Kwembly quizá tuviese una oportunidad para demostrar su capacidad de flotación. No sentía ganas de hacer la prueba.

Kervenser interrumpió sus pensamientos.

—Capitán, estaremos listos para movernos dentro de cuatro o cinco minutos. ¿Quiere energía de tracción?

—Todavía no. Temía que el viento podría llevarse la nieve que está debajo de nosotros y nos haría volcar como los movimientos del agua sobre una nave en la playa, y quería ponerle proa por si sucedía eso; mas hasta ahora no parece haber peligro. Que los exámenes de revisión continúen, excepto aquellos que interfieran con un preaviso de cinco minutos de energía de tracción.

—Eso es lo que estamos haciendo, capitán. Lo dispuse así hace unos cinco minutos cuando llegó su orden.

—Bien. Entonces conservaremos encendidas las luces exteriores y vigilaremos el terreno a nuestro alrededor hasta que estemos preparados para continuar o hasta que cese el viento.

—Es molesto no poder predecir cuándo será eso.

—Lo es. En Mesklin una tormenta pocas veces dura más de un día y nunca menos de una hora aproximadamente. Este mundo gira tan lentamente, que los núcleos tormentosos pueden llegar a ser tan grandes como un continente y podrían necesitar cientos de horas para pasar. Tendremos que esperar a que éstos lo hagan.

—¿Quiere decir que no podremos viajar hasta que cese el viento?

—No estoy seguro. La exploración aérea sería peligrosa, y sin ella no podríamos ir lo suficientemente rápidos; por lo menos eso pensaría la cuadrilla de humanos.

—De todas formas, no me gusta ir tan rápido. No se puede examinar realmente un lugar, a menos que uno se detenga un rato. Debemos estar perdiéndonos un montón de cosas que hasta esos chocantes humanos encontrarían interesantes.

—Parecen saber lo que quieren, algo relacionado con decidir si Dhrawn es un planeta o una estrella…, y ellos pagan. Admito que se hace aburrido para la gente que solamente tiene que ocuparse del trabajo rutinario.

Kervenser dejó pasar la observación sin comentarios, aunque no sin advertirla. Sabía que su comandante nunca habría sido insultante deliberadamente, aun después de las desdeñosas palabras de su colega sobre los seres humanos. Este era un punto en el que Dondragmer se diferenciaba muy profundamente de muchos de sus compatriotas, quienes daban por supuesto que los alienígenas se quedarían con todo cuanto tuviesen, como cualquier buen mercader. El comandante había pasado más tiempo en contacto íntimo con científicos humanos como Paneshk y Drommian, más que ningún otro mesklinita, teniendo desde siempre una personalidad bastante tolerante y acomodaticia. Había llegado a ser lo que muchos otros mesklinitas consideraban como blando, en relación a los alienígenas.

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