Hal Clement - Estrella brillante

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Dhrawn era un planeta que, entre otros inconvenientes, tenía una gravedad aplastante, cuarenta veces superior a la terrestre. Era evidentemente imposible para los terrícolas explorarlo. Por lo tanto, para llevarlo a cabo necesitarían colocar sobre aquella superficie a alguien dotado de inteligencia e iniciativa, pero psicológicamente más apropiado que los humanos.
Los seres vivientes que mejor se ajustaban a esas exigencias eran los pequeños mesklinitas, dotados de una constitución resistente. Aunque se encontraban en un estadio cultural inferior, los humanos pensaban que no convenía suministrarles una elevada ayuda tecnológica para su cometido. En cambio, deberían controlar la exploración desde su seguro satélite en órbita a seis millones de millas de Dhrawn.
Hasta el momento de descender allí, los tenaces, valientes e inteligentes mesklinitas estaban decididos a no ser contratados y deseosos por sí mismos de aceptar el fantástico desafío que las fuerzas de Dhrawn les presentaban.
Nominado por el premio Hugo en 1971.

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La oscuridad se acentuaba muy lentamente, mientras la rotación bimensual de Dhrawn alejaba más el débil sol bajo el horizonte. Como en su planeta nativo, éste parecía estar algo por encima del nivel de la vista a su alrededor. La atmósfera comprimida por la gravedad y responsable de este efecto haría también que las estrellas, cuando se hiciesen visibles, temblasen con violencia. Dondragmer miró hacia la proa, pero las estrellas gemelas que vigilaban el polo sur del firmamento, Fomalhaut y Sol, eran todavía invisibles.

Se veían unos pocos cirros moviéndose rápidamente hacia el oeste. Evidentemente, los vientos a trecientos o seiscientos metros de altura eran contrarios a los de la superficie, como era usual durante el día. Esto podría cambiar pronto, y Dondragmer lo sabía; a unos cuantos miles de kilómetros al oeste, la puesta del sol provocaría un cambio de temperatura mayor que aquí. En las próximas doce horas podría haber cambios en el clima. Exactamente qué clases de cambios era más de lo que su formación de marino mesklinita le permitía adivinar, aunque estuviese fortalecida por la meteorología y física alienígenas.

Sin embargo, por el momento todo parecía bien. Bajó por la rampa hasta la nieve, y noventa metros al este se acercó a la compuerta que estaba en el lado de estribor, en parte para asegurarse del estado del resto del cielo y en parte para conseguir una vista general de la máquina antes de comenzar una inspección detallada.

El cielo occidental no era más amenazador que el resto, y le dedicó sólo una breve ojeada.

El Kwembly tenía el aspecto de costumbre. Probablemente a un ser humano le hubiese sugerido un puro de pasta descansando sobre una mesa llana. Medía algo más de treinta metros de largo, seis metros por encima de la nieve. En realidad, había dos; la curva superior del casco a un tercio de la popa y el propio puente. Este último formaba una cruz de seis metros, cuyos perfiles casi cuadrados estropeaban algo las suaves curvas del cuerpo principal. Estaba próximo a la proa para permitir al timonel, comandante y oficial de derrota observar el terreno cuando viajaban a casi hasta el punto donde lo cubrían las ruedas delanteras.

El fondo plano del vehículo se encontraba casi a un metro de la nieve, sostenido por un conjunto casi continuo de ruedas portadoras de cadenas. Estaban fundidas individualmente y conectadas por un embrollado aparejo de finos cables que permitían al Kwembly girar en radio bastante corto, en un control de su tracción razonablemente completo. Las ruedas estaban separadas del casco propiamente dicho por algo que equivalía a un colchón neumático, el cual distribuía la tracción y se adaptaba a las pequeñas irregularidades del terreno.

Una figura semejante a una oruga progresaba lentamente a lo largo de un costado del vehículo. Probablemente Beetchermarlf continuaba su inspección del aparejo. Veinte metros más cerca del capitán había sido erigida la pequeña torre del taladro. Por encima, colgándose de los estribos que jalonaban el casco, aunque apenas podían verse desde la distancia del capitán, trepaban otros miembros de la tripulación, que inspeccionaban los orificios comprobando su tensión. Para un mesklinita, éste era un trabajo enervante. Para un ser criado en un mundo donde la gravedad polar era más de seiscientas veces la de la Tierra y donde incluso la gravedad bajo techo era un tercio de la misma, la aerofobia era un estado mental normal y saludable. La presión de Dhrawn, débil en comparación, pues era escasamente de cuatrocientos metros por segundo cuadrado, hacía que trepar fuese algo más llevadero, pero la inspección del casco era todavía la tarea menos popular. Dondragmer retrocedió reptando sobre la mezcla, fuertemente apretada, de cristales blancos y polvo castaño, interrumpida por arbustos bajos ocasionalmente, y subió por un costado para ayudar.

Las grandes placas curvas eran de fibra de boro, unidas por polímeros cargados de oxígeno y fluorina. Habían sido fabricadas en un mundo que ninguno de los mesklinitas había visto nunca, aunque la mayor parte de la tripulación había tenido tratos con sus nativos. Los ingenieros químicos humanos habían diseñado aquellas partes del casco para que soportasen todos los agentes corrosivos en que pudieron pensar. Comprendían muy bien que Dhrawn era uno de los pocos lugares del universo que probablemente sería más perjudicial a este respecto que su propio mundo de oxígeno y agua. Se mostraron completamente conscientes de su gravedad. Cuando sintetizaron las partes del casco y los adhesivos que las mantenían unidas —tanto los cementos temporales utilizados durante las pruebas en Mesklin como los presuntamente permanentes empleados al rearmar los vehículos en Dhrawn—, tuvieron en cuenta todos estos factores. Dondragmer confiaba plenamente en la habilidad de aquellos hombres, pero no podía olvidar que ellos no se habían enfrentado, ni esperaban hacerlo nunca, a las condiciones contra las que sus productos luchaban. Aquellos particulares fabricantes de paracaídas nunca tendrían que saltar, aunque un mesklinita no habría entendido la paradoja.

Aunque el capitán respetaba la teoría, conocía muy bien la diferencia entre ésta y la práctica; por tanto, dedicó toda su atención a los ajustes entre las secciones del enorme casco.

Cuando se convenció de que continuaban sólidas y ajustadas, el cielo estaba mucho más oscuro. Kervenser había encendido algunas de las luces exteriores, en respuesta a un repiqueteo en el exterior del puente y a unos cuantos gestos. Con esta ayuda, los escaladores terminaron su trabajo y regresaron a la nieve.

Beetchermarlf salió de debajo del gran casco e informó que no había ninguna novedad en los cables de guardín. Los que trabajaban en el taladro habían conseguido unos cuantos metros de fragmentos rocosos. Cada segmento, en cuanto era obtenido, se trasladaba al laboratorio para estudiarse la temperatura ambiental. En realidad, la «nieve» local parecía ser en su mayor parte agua en la superficie; por tanto, muy por debajo de su punto de fusión, pero nadie podía estar seguro de lo que ocurriría más abajo.

La luz artificial enmascaraba algo el cielo. El primer aviso de que el tiempo cambiaba fue una repentina ráfaga de aire. El Kwembly se balanceó ligeramente sobre sus cadenas y los cables de guardín vibraron al ser zarandeados por el denso aire. Los mesklinitas no tuvieron problemas. Para hacerles volar, con la gravedad existente en Dhrawn, se habría necesitado un tornado arrollador. Pesaban casi tanto como pesaría en la Tierra una estatua de oro de tamaño natural. Dondragmer, enterrando reflexivamente sus garras en la polvorienta nieve, no se sintió preocupado por el viento, aunque sí muy molesto ante su propio fallo al no haber advertido con anterioridad las nubes que lo acompañaban. Estas habían pasado de ser aborregados cirros, casi a trescientos metros de altura, a rotos celajes de tipo estrato, situados a la mitad de aquella altura. Todavía no había ninguna precipitación, pero ninguno de los marineros dudaba que pronto la habría. Sin embargo, no podían adivinar ni su forma ni su violencia. Según las medidas humanas, llevaban en Dhrawn un año y medio, pero esto no era suficiente tiempo, ni siquiera aproximadamente, para aprender todos los fenómenos de un mundo mucho mayor que el suyo. Incluso si ese mundo hubiese completado una de sus revoluciones, en lugar de menos de la cuarta parte, no habría sido suficiente para la tripulación de Dondragmer.

La voz del capitán se elevó sobre la canción del viento.

—Todo el mundo dentro. Berjendee, Reffel y Stakendee, ayudadme con el equipo del taladro. El primero que entre debe decirle a Kervenser que ponga a punto los motores y que esté preparado para poner la proa al viento en cuanto todos nosotros estemos a bordo.

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