James BeauSeigneur - El nacimiento de una era

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El nacimiento de una era: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglo XXI. Dos holocaustos nucleares han sacudido el planeta. En Jerusalén 144.000, judíos mesiánicos han desarrollado poderes sobrenaturales. Todos los países se ven obligados a unirse bajo un único mando de la ONU para afrontar un futuro que presagia catástrofes. En el se descubrirá un secreto de relevancia devastadora y universal que revelará el increíble futuro del hombre… y la verdadera naturaleza de Dios.

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Cuando el avión se hubo detenido, Decker divisó el problema a través de la ventanilla y avisó a Christopher, que miró hacia el exterior y, sin hacer ningún comentario, telefoneó al piloto, que se anticipó a su pregunta.

– Me temo que no podremos movernos de aquí hasta que el personal de seguridad del aeropuerto haya despejado la pista -dijo el piloto-. Si nos movemos ahora, corremos el riesgo de herir a los de ahí abajo.

– No se preocupe -contestó Christopher-. Quédese aquí.

– Yo me ocupo -ofreció Milner descolgando otro teléfono casi al instante.

Unos minutos después, Decker observó que se acercaba un helicóptero.

– Ya vienen a por nosotros -dijo Milner.

– Pero ¿cómo vamos a subir? -preguntó Decker.

– De eso se tendrá que encargar Christopher.

Decker y Milner siguieron a Christopher hasta el morro del avión, donde un miembro de la tripulación les esperaba junto a la puerta. El joven auxiliar de vuelo estaba visiblemente nervioso ante la perspectiva de verse cara a cara con un hombre que, hasta hacía muy poco, había estado muerto.

– Lo siento, señor -farfulló-, pero no podemos acercarnos más a la terminal debido a la gente que invade la pista. El personal de tierra tiene una escalera móvil preparada, pero con toda esa gente ahí abajo, si la traen hasta aquí, invadirán el avión.

– Abra la puerta -dijo Christopher.

– Pero, señor -empezó a protestar el auxiliar, que sin embargo se lo pensó mejor y decidió obedecer a Christopher.

En un momento la puerta estuvo abierta y Christopher se asomó y contempló desde lo alto a la masa clamorosa que iba en aumento. Entonces, alzó ligeramente la mano derecha, y dijo simplemente:

– Paz. -La muchedumbre calló al instante.

Y entonces pasó algo más curioso aún. Todos los que estaban allí sonrieron al tiempo, dieron media vuelta y empezaron a alejarse.

– Ahora pida esa escalera móvil -le pidió Christopher al auxiliar, que se apresuró en cumplir la orden.

Una vez a bordo del helicóptero, pusieron rumbo directamente a Jerusalén y el Templo.

18

HE AQUÍ LOS EJÉRCITOS CELESTIALES

Jerusalén, Israel

La situación en el templo no distaba mucho de la que se habían encontrado en el aeropuerto. Incluso a distancia se podía divisar una inmensa muchedumbre. El Templo solía ser un hormiguero de actividad, pero ahora, a pesar de la gente que llenaba las calles, el recinto estaba vacío. Los patios interior y exterior, que a menudo resonaban con el bullicio de sacerdotes y fieles, estaban desiertos, y la escalinata que ascendía a la fachada del Templo presentaba un aspecto igual de desolador, salvo por dos excepciones. Mientras el helicóptero dibujaba un círculo, Christopher, Milner y Decker divisaron a los dos hombres plantados en los escalones, ambos ataviados en arpillera y cubiertos de ceniza gris.

Más allá, un grupo de entre doscientos y trescientos sacerdotes y levitas se apiñaba junto al sumo sacerdote Chaim Levin, que se mantenía a una distancia prudencial, ofreciendo una ridícula imagen desafiante a los hombres de la escalinata. Algo más atrás, la muchedumbre se agolpaba contra una fila de soldados israelíes armados. Los periodistas extranjeros, que no habían podido abandonar el país y se habían enterado de que Christopher se dirigía a Jerusalén, ya estaban allí para cubrir cada instante del acontecimiento. La inesperada llegada de Juan y Cohen, una hora antes, y la posterior expulsión del Templo, mientras Christopher viajaba hacia allí desde Nueva York, había hecho crecer la expectación. Fue en medio de este escenario, concretamente entre la línea de personal militar y los escalones del Templo, donde Christopher ordenó al piloto que posara el helicóptero.

Todas las cámaras enfocaron a Christopher, que fue el primero en bajar del aparato. Con el pelo y la larga túnica revoloteando violentamente a su alrededor en los remolinos que levantaban las aspas giratorias, ofrecía una imagen impresionante para los telespectadores y las primeras planas de las revistas, con su aire firme y resuelto ante el desafío que le aguardaba. Decker, que observaba la escena desde el helicóptero, comprobó que Juan y Cohen no estaban allí por casualidad.

Una vez hubieron bajado todos, Milner se volvió hacia el piloto y le indicó que se retirara. Al encontrarse cara a cara con Juan y Cohen, Decker, que no conocía aún todos los detalles del plan de Christopher, no pudo ignorar la repentina punzada de ansiedad que le recorrió el cuerpo. Se preguntó si aquella sensación podía ser el resultado de la animosidad surgida entre él (en su anterior encarnación como Judas) y Juan hacía dos mil años, tal y como le había contado Christopher. Pero no estaba seguro de que lo fuera. Para su sorpresa, y a pesar de cuanto ocurría, Christopher se giró hacia él y apoyó la mano en su hombro.

– Todo va bien -le dijo, y Decker, sin saber cómo, supo que, efectivamente, así era.

Juan fue el primero en hablar.

– Hiney ben-satan nirah chatat haolam! -exclamó en hebreo, queriendo decir: «He aquí el hijo de Satán que manifiesta el pecado en el mundo».

– Así que volvemos a encontrarnos, por fin -contestó Christopher con ironía, ignorando las palabras de Juan.

– Te equivocas -repuso Juan-. Yo nunca te conocí.

– No, Yochanan bar Zebadee -dijo Christopher, llamando a Juan por su nombre hebreo-. ¡Soy yo quien nunca te conoció!

Pasaron unos momentos en silencio, los dos mirándose fijamente a los ojos. Luego Christopher bajó la mirada hacia el suelo.

– No es demasiado tarde -dijo por fin, dirigiéndose a Juan y Cohen. En su voz se adivinaba un ruego, y a la vez algo en el tono indicaba que sabía que el intento era en vano.

De pronto, Juan sonrió y se echó a reír. Cohen no tardó en sumarse a la carcajada. Christopher se volvió hacia Decker con una expresión que parecía decir: «Esto va por los dos». A continuación, respiró hondo y sin señal alguna de enojo pero con absoluta convicción, miró de nuevo hacia los dos hombres y gritó por encima de sus risas:

– ¡Como queráis!

Christopher alzó la mano derecha y realizó un rápido movimiento de barrido. La risa cesó al instante y Juan y Cohen salieron disparados hacia atrás a una velocidad increíble, y sus cuerpos fueron a estrellarse contra la fachada del Templo, a ambos lados de la entrada. El crujido de sus huesos al romperse fue tan violento que toda la muchedumbre alcanzó a oírlo y dejó pocas dudas acerca de su suerte. La sangre, esparcida por todo el muro, marcaba el lugar contra el que habían chocado. Luego, Christopher bajó la mano y con otro gesto de barrido, los dos cuerpos cayeron al suelo y rodaron escaleras abajo, hacia la calle, dejando tras de sí dos largos rastros de sangre.

Los presentes contemplaron atónitos y en silencio cómo Christopher, Milner y Decker subían los escalones hasta el Templo, mientras los cuerpos destrozados rodaban hacia abajo a ambos lados de ellos. Al ver que Juan y Cohen habían muerto, la muchedumbre estalló en un clamor, que surgió de civiles y militares por igual. En la calle brotó una celebración espontánea, que no tardó en ser secundada con alegría por todos los rincones del mundo según llegaba la noticia a través de la televisión o de la radio. Rápidamente, los representantes de los medios atravesaron a empellones la línea de soldados israelíes, para poder contemplar más de cerca los cuerpos.

* * *

En Chieti, Italia, un hombre con la nariz saturada del rancio hedor a azufre, y el corazón arrobado por la locura que, hasta ese momento, le había empujado a masacrar a toda su familia salvo a uno de sus miembros, sostenía por encima de la cabeza un cuchillo de carnicero y estaba a punto de dejarlo caer sobre su único hijo superviviente, cuando la locura, igual que había venido, desapareció. Con mucho cuidado, el hombre bajó el cuchillo, lo tiró a un lado, e hincado de rodillas entre los cuerpos desmembrados de su familia, abrazó a su hijo aterrorizado y rompió a llorar. En Rudnyj, Turskaja, una anciana tosió y jadeó buscando recuperar el resuello, después de sacar la cabeza de un barril de agua de lluvia en el que había intentado ahogarse. En Baydhabo, Somalia, un adolescente se detuvo un instante antes de encender la cerilla con la que pensaba prender fuego a sus cuatro hermanos más pequeños, rociados de gasolina.

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