»Otra de las razones por las que era necesario que yo muriera era la de revelar la naturaleza espiritual de la batalla. Lucifer podría haberme protegido fácilmente de la bala de Tom Donafin, pero era preciso que yo muriera y resucitara para que el mundo distinguiera con claridad la naturaleza espiritual del conflicto. El sufrimiento de la muerte es un precio muy bajo a pagar, si con él consigo comprar la libertad de las personas de la Tierra.
»Decker, te advierto que lo que pido no debe tomarse a la ligera. Si perdemos esta guerra, nos arriesgamos a que el hombre viva el resto de la eternidad en una pesadilla inimaginable. Pero si ganamos, pondremos fin a ese infierno de servidumbre a Yahvé.
Decker asintió con la cabeza, pero su expresión delataba cierta vacilación. Se le había ocurrido algo que quería preguntar, pero no se atrevía a sacar el tema.
– ¿Qué pasa, Decker? -preguntó Christopher-. Aunque me parece que ya lo sé.
Decker se mordió el labio casi imperceptiblemente.
– Bueno -dijo, por fin-, reconozco que no soy un entendido en la Biblia, pero sí que recuerdo algunas cosas, y se me ocurre que, si estamos experimentando las plagas anunciadas en el Apocalipsis, pues…
Christopher empezó a asentir con la cabeza.
– Bueno… ¿dice algo de ti el Apocalipsis? Me refiero a que…
Christopher asintió con la cabeza a modo de respuesta. Era obvio que la pregunta le dolía un poco, pero al mismo tiempo sabía que debía responder. Es más, era una pregunta a la que tendría que responder un millar de veces en el futuro.
– Sí, Decker, sí que me menciona. Para ser más exactos, habla del papel que me ha tocado desempeñar. Al escoger oponerme a Yahvé y ponerme del lado de los habitantes de la Tierra, he cumplido las profecías sobre el Anticristo; la Bestia, por emplear el nombre que me dio Juan.
Decker se quedó boquiabierto a su pesar.
– Pero no olvides la fuente -añadió Christopher, agitando la cabeza lenta y apesadumbradamente-. Yahvé sabía que este día podía llegar, así que me ha dado el papel de villano; sólo Lucifer supera mi supuesta maldad. Pero en realidad, sólo soy culpable de intentar revelar al mundo la verdad sobre Yahvé, lo mismo que intentó Lucifer en el Paraíso. Si eso me convierte en «malvado», entonces que así sea -continuó con arrojo-. No voy a rehuir mi responsabilidad ni pienso abandonar a los habitantes de la Tierra, sólo porque Yahvé arremeta contra mí con insultos y mentiras. En realidad, no sólo no soy el Anticristo, sino que soy Cristo. Soy el Mesías, y vengo a rematar lo que empecé hace dos mil años. ¡Mi misión es decirle al mundo que no se postre ante el tirano! ¡Mi misión es decirle a la gente que puede depender y confiar en sí misma! ¡El hombre debe creer en sí mismo y en su potencial para alcanzar la divinidad!
EXPULSIÓN DEL TEMPLO
Jerusalén, Israel
No había amanecido y el aire era fresco y muy seco. Andrew Levinson, su padre, su hermano, su tío y dos primos atravesaban el polvoriento y reseco territorio en dirección a la antigua ciudad de Jerusalén. Ante ellos, el reconstruido Templo judío se erguía, esplendoroso y sublime, por encima de las murallas de la ciudad. Hasta ellos llegaba ya el débil sonido de los balidos y berridos de los corderos y el ganado, transportados a Jerusalén para los sacrificios. Los seis Levinson, que habían salido de sus respectivas casas en Corozaín, al nordeste del mar de Galilea, habían pernoctado en casa de los abuelos de Andrew, cerca de Betania.
A pesar de la devastación absoluta que rodeaba al país, no era momento para pensar en ello, aquélla era la semana de servicio de los Levinson en el Templo. Como miembros de la antigua casa hebrea de Leví, su deber hacia su nación y su Dios estaba claro, y prevalecía sobre las circunstancias externas, por severas que éstas fueran. Acudían al Templo dos veces al año, igual que sus antepasados, para servir allí durante una semana, desempeñando la infinidad de tareas que requería el correcto funcionamiento del Templo.
Para Andrew Levinson, el hecho de que Israel sobreviviera mientras los países de su alrededor habían sido exterminados por completo, era razón para creer y temer a Dios y, por lo tanto, para servirle. Israel, desde luego, tenía también sus problemas después de tres años y medio de sequía, pero por lo menos ellos seguían vivos.
Al principio, cuando sólo los árabes morían víctimas de la locura y se hizo evidente que Israel se salvaba de la plaga milagrosamente, Andrew, como buena parte del resto de personas creyentes de Israel, lo celebró, convencido de que así era como Dios castigaba a los enemigos de Israel. Pero la locura continuó su avance, y alcanzó países muy apartados de la región. Aliados y adversarios de Israel morían ahora por igual en sangrientos arrebatos de demencia, y Andrew empezaba a temer, como muchos otros, que el exterminio pudiera acabar con el planeta.
Era un sentimiento espantoso y aterrador, pero Andrew no podía empeñarse en darle más vueltas. Era la voluntad de Dios, y la voluntad de Yahvé no debía cuestionarse, de modo que los seis hombres caminaban en silencio hacia el Templo, donde se ocuparían de sus quehaceres como si todo fuera normal, entregándose con su servicio a su Dios.
Al igual que la mayoría de los otros miembros de su familia, el padre, el tío y los primos de Andrew Levinson pertenecían a la Guardia del Templo, y aunque no era uno de los cargos más honrosos, sí que era relativamente selecto comparado con otros. A los varones de cada familia de la tribu de Leví se les asignaba de por vida una tarea en el Templo. Unos servían como ayudantes de los sacerdotes, otros como porteros o vigilantes. Unos recogían las entrañas y el estiércol de los animales sacrificados, otros limpiaban el altar del Sacrificio. Otros despellejaban los animales para vender la piel a las curtidurías. La variedad de cometidos era casi infinita. La adjudicación de tareas a cada familia dependía del criterio, antojadizo e incontrovertible, del sumo sacerdote, y los Levinson se contentaban con que el destino no les hubiese deparado un trabajo menos amable. Los componentes de la Guardia del Templo eran los responsables de garantizar el mantenimiento del orden y el cumplimiento de las leyes y tradiciones del Templo por parte de los miles de fieles y visitantes que pasaban por allí cada día.
Andrew y su hermano James también habrían entrado en la Guardia del Templo a no ser por las enseñanzas recibidas de su madre desde muy pequeños. Todos los días, durante un mínimo de dos horas, les había enseñado a cantar los salmos y a tocar el arpa del Templo, un instrumento que al parecer guardaba un gran parecido al de David, el gran rey de Israel. Gracias a su pericia musical, ambos habían sido seleccionados como músicos y cantores del Templo; James tocaba el arpa del Templo, y la robusta voz tenor de Andrew le había hecho ganar un puesto como cantor. Eran dos oficios muy codiciados, pero su madre también les había dado lecciones de humildad, de modo que bregaban bien con el honor.
Al acercarse a la puerta de la ciudad, el grupo se hizo más numeroso. Docenas de levitas se dirigían al Templo. Los que servían con la familia de Andrew pertenecían todos a las casas Levinson, Levin o Levine, y juntos formaban el decimoséptimo relevo. En total había veinticuatro relevos o turnos de levitas, y cada uno servía en el Templo durante una semana, dos veces en el transcurso del año judío. Lo había sido así en la antigüedad y así lo seguía siendo en el presente. El cambio de un turno de levitas a otro se hacía siempre en sábado, el sabbat, justo antes de los sacrificios vespertinos. Como era domingo, era el segundo día de la semana de servicio de los Levinson.
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