James BeauSeigneur - El nacimiento de una era
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Seis días a la semana -todos los días salvo el sabbat, en que no se hacían ofrendas privadas-, la imagen se repetía cientos, miles de veces incluso, durante ocho horas y media. Los fieles conducían o se acercaban con sus animales en brazos, mientras grupos de sacerdotes realizaban los rituales del sacrificio en cadena. Unos degollaban y desangraban al animal, otros los desollaban, otro grupo derramaba la sangre sobre el altar, y otro se encargaba de mantener vivo el fuego del altar para que consumiera rápidamente los cuerpos. Las pieles pasaban a propiedad de los sacerdotes, que las vendían en su mayoría a las curtidurías y así conseguían un suplemento a sus ingresos.
Sin embargo, no todos los sacrificios eran de sangre. Los más pobres tenían la posibilidad de ofrendar una pequeña cantidad de harina refinada. Pero aunque la mayoría de quienes ofrecían sacrificios de animales también traían ofrendas en forma de grano y vino, muy pocos de entre ellos admitirían jamás ser tan pobres como para no poder ofrecer más que grano o vino. La mayoría encontraba la forma de traer una paloma o un pichón, como mínimo.
Aunque el día estaba resultando más ajetreado de lo habitual, todo progresaba con normalidad y ya eran casi las ocho de la mañana. Andrew Levinson acababa de entonar el salmo 91, cuando le invadió una extraña sensación. Parpadeó varias veces, en un vano intento por sacudirse aquella sensación de encima, y luego sintió cómo se hacía la oscuridad. A pesar de su rápida pérdida de visión, tuvo tiempo de comprobar cómo a los demás parecía sucederles lo mismo. Se preguntó si sería así como empezaba la locura. Segundos después, había perdido la visión por completo, y al intentar pedir ayuda descubrió que la vista no era el único sentido que había perdido; ahora tampoco podía oír. Consciente de la precariedad de su situación, en lo alto de los escalones, decidió intentar bajar a tientas hasta el patio de las Mujeres. No obstante, al primer paso alguien chocó contra él, y lo lanzó escalones abajo. Mientras yacía en el suelo, entre la maraña de compañeros cantores, Andrew, dolorido por la caída, comprobó desconsolado que lo que no había perdido era sensibilidad.
A pesar del dolor, Andrew Levinson se desenmarañó rápidamente y se puso en pie antes de que alguien pudiera pisarle o tropezarse con él. Se giró en todas direcciones, tanteando en busca de algún objeto que le permitiera volver a orientarse, y entonces se dio cuenta de que no todo era oscuridad. Delante de él, como a unos veinte metros, había un foco de luz. Sin otra elección razonable, Andrew empezó a caminar muy despacio hacia la luz, tanteando cuidadosamente el camino con los pies, y con las manos extendidas delante de él, para evitar tropiezos.
Mientras caminaba, Andrew no tardó en descubrir que no conseguía acercarse a ella. Por absurdo que pareciese, era como si la luz le estuviera guiando hacia algún lugar. Avanzaba arrastrando los pies, para evitar volver a precipitarse por otra de las muchas escalinatas del Templo, y así sintió a tiempo que el suelo de piedra desaparecía delante de él. Había llegado a los escalones que separaban el patio de las Mujeres del patio de los Gentiles, en el perímetro exterior del Templo, y con mucho cuidado consiguió descenderlos sin caerse.
Avanzaba tan despacio que tardó casi un cuarto de hora en llegar a la larga escalinata que, por el número de escalones, reconoció le debía de estar conduciendo fuera del Templo. A pesar del camino recorrido, no se había acercado ni un ápice a la luz. Seguirla hasta aquí le había de parecido lo mejor dada la escasez de alternativas, pero con tan limitada visión y sin poder oír, Andrew no tenía intención alguna de abandonar el espacio conocido del Templo para adentrarse en las calles de Jerusalén. Pero tan pronto hubo tomado esta decisión, la luz empezó a hacerse más grande. Y un momento después se dio cuenta de que había recuperado algo de audición. No tenía elección, debía seguir la luz al exterior del Templo. A cada paso veía y oía mejor. Y supo que no estaba solo. Cuando se hubo distanciado unos setenta metros del Templo, recuperó por completo la visión y el oído. Entonces no tuvo que echar más que un vistazo a su alrededor para descubrir lo que les había ocurrido a él y a cuantos se encontraban en el interior del Templo, incluidos los sacerdotes, los altos sacerdotes, los levitas, los fieles, e incluso el sumo sacerdote Chaim Levin, a quien Andrew vio ahora bajando a tientas por la escalinata.
Cuando vieron al sumo sacerdote que bajaba a duras penas los escalones, algunos de los sacerdotes que se encontraban cerca de Andrew corrieron a ayudarle. Al acercarse al Templo, sin embargo, perdieron de nuevo ambos sentidos, y no tuvieron más remedio que retroceder. Mientras contemplaba la escena, Andrew descubrió que los que abandonaban el Templo no eran los únicos que ocupaban la escalinata. Allí de pie, en los escalones, observando a la gente que llenaba la calle, había dos hombres vestidos de arpillera y cubiertos de ceniza de los pies a la cabeza. Andrew los reconoció de inmediato; eran los que se hacían llamar Juan y Cohen.
Tel Aviv, Israel
El aeropuerto Ben Gurion bien podía haber estado cerrado. Debido a la propagación de la locura ya no llegaban aviones y, por lo tanto, tampoco despegaba ninguno. De haber despegado alguno, habrían ido atestados de viajeros ansiosos por huir de la zona afectada por la locura. En Israel, no todos coincidían en que la mejor forma de garantizar su seguridad fuera confiar en que el Dios judío siguiera protegiéndoles. Muchos no pensaban más que en la manera de alejarse lo máximo posible del peligro. Los que intentaron huir por tierra fracasaron y fueron víctimas de la locura nada más traspasar la frontera. La mayoría opinaba, no obstante, que Norteamérica, Sudamérica, Australia o cualquier otro lugar aislado de la locura por el océano ofrecía mayores garantías de seguridad.
En Israel, era plena noche cuando Christopher resucitó, y la mayoría de los israelíes no se enteró hasta la mañana después. Entonces, la noticia corrió como la pólvora, dejando estupefactos a cuantos la escuchaban. Junto con el vídeo de la resurrección, los medios repetían una y otra vez el anuncio que había hecho Decker en Nueva York, justo antes de subir a bordo del avión con Christopher y Milner, cuando a la pregunta sobre adónde iban había exclamado: «¡A Jerusalén, a poner fin a la matanza!».
Aunque todavía había gente que contemplaba con escepticismo la posibilidad de que fueran fuerzas espirituales las causantes de la locura, no era el caso de los reportajes de la prensa internacional. En parte podía achacarse a esa necesidad que tienen constantemente los medios de simplificarlo todo, pero desde el punto de vista informativo, la cosa no podía estar más clara. La locura era, no se sabía cómo, el resultado de los poderes espirituales, o cuando menos físicos, de los israelíes Juan y Cohen; y Christopher Goodman, después de resucitar de entre los muertos, se dirigía a Jerusalén a poner fin, no se sabía cómo, a sus atrocidades.
De este modo, la llegada inminente de Christopher a Israel era vista por muchos como una señal de esperanza. Otros, sin embargo, le habían buscado a aquel peregrinaje una utilidad mucho más concreta. Para ellos, la llegada de Christopher suponía, simple y llanamente, que aterrizaría un avión que luego tendría que volver a despegar. Y cuando lo hiciera, tenían la intención de encontrarse a bordo, ya fuera rogando, suplicando o, si era necesario, tomando el avión a la fuerza.
La gente empezó a llegar al aeropuerto Ben Gurion antes de las siete de la mañana. A las ocho y media, cuando aterrizó el avión de Christopher, el ambiente era de extrema excitación, los nervios estaban a flor de piel y el personal de seguridad era escaso; una combinación peligrosa. Entonces alguien escuchó a otra persona decir que había oído que el avión se detendría en un extremo de la terminal. Fue suficiente para que la gente que había en el aeropuerto se lanzara a correr apresuradamente en aquella dirección. En el otro extremo de la terminal, otra persona pensó que el avión se detendría en el extremo opuesto. Poco importó que estuvieran equivocados; a la inmensa estampida le siguió el caos absoluto. Entonces alguien, haciendo gala de una falta absoluta de lógica y sentido común, invadió la pista de aterrizaje y empezó a correr hacia el avión, que acababa de tomar tierra. Aparte de peligrosa, la idea era absurda, pues colocaba a la persona en una situación desde la que le sería totalmente imposible abordar el avión. No obstante, le siguieron muchos más. El personal de seguridad no pudo contener la turba.
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