James BeauSeigneur - El nacimiento de una era

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El nacimiento de una era: краткое содержание, описание и аннотация

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Siglo XXI. Dos holocaustos nucleares han sacudido el planeta. En Jerusalén 144.000, judíos mesiánicos han desarrollado poderes sobrenaturales. Todos los países se ven obligados a unirse bajo un único mando de la ONU para afrontar un futuro que presagia catástrofes. En el se descubrirá un secreto de relevancia devastadora y universal que revelará el increíble futuro del hombre… y la verdadera naturaleza de Dios.

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– ¿Y qué hay de su brazo y de su ojo? -gritó uno de los periodistas.

– Aunque Christopher posee el poder necesario para recuperar ambos -repuso Decker-, ha hecho promesa de no hacerlo hasta no haber completado su misión.

– ¿Cuál es esa misión? ¿Por qué ha venido el embajador Goodman al Templo? -chilló alguien. Casi todos los periodistas callaron al instante; todos querían escuchar la respuesta.

Decker se quedó pensando un momento.

– Lo cierto es que hay varias razones -dijo-. La primera, y más importante de todas, era poner fin al reinado de terror de esos dos hombres, Juan y Saul Cohen. Eso, como habrán comprobado, ya lo ha hecho. Además, ha venido al Templo porque supongo que es el lugar más apropiado para hacer el anuncio que tiene pensado.

– ¿Qué anuncio es ése? -gritó un periodista, al tiempo que otro exclamaba-: ¿Puede adelantarnos lo que va a decir el embajador Goodman?

– Va a dirigirse a la población mundial para hablar sobre el destino de la humanidad.

* * *

Christopher y Milner subieron otros tres pequeños tramos de escalones, franquearon la puerta Hermosa y entraron en el patio de las Mujeres. Pocas horas antes, el atrio había sido el centro de actividad del Templo. Ahora sólo se escuchaba el eco de los pasos en el suelo de piedra, mientras Christopher y Milner caminaban en silencio hacia la ancha escalinata semicircular del extremo oeste del atrio. En lo alto de la escalera, la majestuosa puerta de Nicanor, de dieciocho metros de ancho y casi veintitrés de alto, se elevaba por encima de los muros dibujando un arco, y daba paso al patio de Israel.

Sólo los judíos varones tenían autorizado el acceso a esta zona del patio Interior. A diferencia del patio de las Mujeres, un atrio de planta cuadrada a cielo abierto, el patio de Israel era estrecho y cubierto, rodeaba el núcleo del Templo, y contenía numerosas columnas. Contra los muros del patio de Israel se alineaban varias estancias, que se empleaban como almacenes o para celebrar reuniones, y que reducían aún más el espacio abierto.

El tercer y último atrio, el patio de los Sacerdotes, se elevaba aproximadamente un metro sobre el patio de Israel. Aunque lindaba con éste sin muro de separación alguno, el acceso de los legos al patio de los Sacerdotes sólo era posible si traían algún sacrificio. El resto del tiempo, la entrada estaba limitada a los sacerdotes y los levitas. En la puerta de acceso al patio de los Sacerdotes había cuatro mesas esculpidas en piedra, sobre las que descansaban los cadáveres desangrados de media docena de corderos y cabritos, que habían quedado allí abandonados cuando los sacerdotes y levitas fueron conducidos fuera del Templo. El olor a sangre, a incienso y a grasa animal chamuscada seguía llenando el aire. Al norte y al sur de la puerta había ocho mesas más, que presentaban un estado parecido.

En el centro del extremo oriental del patio de los Sacerdotes, el altar del Sacrificio se levantaba seis metros del suelo a modo de pirámide escalonada, compuesta por cuatro enormes piedras sin desbastar, porque, de acuerdo con uno de los mandamientos, no podían haber sido tocadas jamás por herramientas de metal. [39]Una escalera en la cara oriental del altar permitía ascender a los pisos superiores. La piedra angular, a la que los sacerdotes y los levitas llamaban Ariel, medía más de seis metros cuadrados y, al igual que la piedra sobre la que descansaba, tenía dos metros de espesor. En esta piedra ardía la hoguera de los holocaustos, donde se quemaban las ofrendas. Debido a la ausencia de los sacerdotes, el fuego se había consumido y ya sólo quedaban rescoldos.

Desde las cuatro esquinas de la piedra angular del altar, apuntaban hacia el cielo cuatro protuberancias en forma de cuerno, de cincuenta centímetros de largo. Era en estos cuernos, y en el altar, donde los sacerdotes derramaban la sangre de los animales degollados como sacrificio. Alrededor de la base del altar discurría un sumidero, de cincuenta centímetros de ancho y cincuenta centímetros de profundidad, con un reborde de veintitrés centímetros y una capacidad total de más de once mil litros, que servía para recoger la enorme cantidad de sangre que se derramaba sobre el altar en los días más concurridos. Los sacerdotes y los levitas habían sido conducidos fuera del Templo poco más de una hora después de haber comenzado la jornada, de modo que el sumidero no acumulaba más que unos pocos centímetros de sangre coagulándose y atrayendo a las moscas.

Justo detrás del altar, en la sección más occidental del patio de los Sacerdotes, estaba situado el Santuario. Éste era el destino final de Christopher, pero Milner y él tenían que cumplir con otra misión antes de seguir adelante. Christopher encontró rápidamente lo que buscaba y, con un gesto, le señaló a Milner sus intenciones.

– Hemos de asegurarnos de que no vuelvan a sacrificarse aquí más animales para satisfacer la sed de sangre de Yahvé. Debemos profanar el altar para que no pueda ser utilizado nunca más.

Con Milner siguiéndole de cerca, Christopher se aproximó al lugar donde había visto varias palas de latón, que los sacerdotes utilizaban para recoger la ceniza. Cogieron una cada uno y se fueron hasta un montón de estiércol que aguardaba a ser retirado cerca de las mesas de sacrificio. Apañándose con un solo brazo, Christopher llenó una palada, se acercó al altar y la vació sobre uno de sus costados. Luego, entre ambos, repitieron el gesto hasta que hubo desaparecido el montón y el altar estuvo sucio de estiércol, y para terminar golpearon las palas de latón contra cada una de las cuatro piedras del altar.

– Con eso bastará -dijo Christopher, que sabía que la ley judía prohibiría para siempre jamás que aquellas piedras profanadas fueran utilizadas como altar.

Rematada la faena, Christopher y Milner se adentraron en el Santuario. A vista de pájaro, el Templo propiamente dicho se levantaba sobre una planta en forma de T, resultado del compromiso al que habían llegado los que querían reconstruir el Templo a partir de los planos del profeta Ezequiel y los que querían recrear el diseño del Templo de Herodes. Medía cincuenta y tres metros en la parte más ancha, treinta y dos en la más estrecha, y se alzaba otros cincuenta y tres metros sobre el patio de los Sacerdotes. Flanqueaban la entrada a derecha e izquierda dos fabulosos pilares exentos de bronce, a los que los sacerdotes se referían como Jaquim y Boaz respectivamente.

Milner se detuvo. Christopher continuaría solo a partir de aquí.

Christopher sólo miró atrás para saludar con la cabeza a Milner. Luego ascendió el último tramo de escalones hasta el vestíbulo o porche. Delante de él había una gigantesca puerta de doble hoja, de casi dos metros de ancho por más de diez de alto, tallada en madera de olivo, con relieves de querubines, palmeras y flores, y bañada por completo en oro puro. Un espectacular tapiz multicolor suspendido sobre las puertas exhibía un paisaje del universo. Y sobre él, todo el ancho del muro estaba esculpido con enormes relieves de viñas y hojas de parra, con racimos de uvas tan altos como un hombre, y casi igual de anchos, también completamente recubiertos de oro.

Christopher respiró hondo y reanudó el paso. Abrió una tras otra las hojas de la enorme puerta, para que penetrara la brillante luz del día, y pasó a la siguiente cámara, llamada el Hekal o Sancta. El techo del Sancta era doce metros más bajo que el techo del porche, dotando a la sala de una altura de treinta y dos metros. El suelo era de madera de ciprés. Las paredes lucían un friso de cedro, y encima de éste estaban revestidas de oro. El dorado altar del incienso humeaba todavía, liberando una agradable fragancia a olíbano. Otro altar, la mesa de los panes de la proposición (pan sagrado), presentaba un aspecto impoluto, con doce hojas de pan ácimo dispuestas en hileras. Las velas de un menorá de oro, aunque casi consumidas por la llama, proporcionaban la única luz interior.

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