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Milner, que permanecía en el exterior del Santuario, dio media vuelta y desanduvo el camino por el que habían entrado. Había un asunto fuera del Templo que requería su atención.
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Delante de Christopher, suspendido del techo en el extremo occidental del Sancta, estaba el velo, que separaba el Sancta de la última cámara, el Debir, o sanctasanctórum. Al otro lado del velo, al que sólo le estaba permitido entrar al sumo sacerdote -y sólo una vez al año, el Día de la Expiación-, descansaba la vieja Arca de la Alianza. Componían el velo un par de cortinas lujosamente decoradas, que colgaban en paralelo, con un espacio abierto entre ambas de aproximadamente un metro y medio de ancho, de modo que formaban un pasillo de entrada que evitaba que la luz penetrara al espacio sin ventanas del sanctasanctórum.
Christopher se dirigió al extremo norte de la cortina más cercana al Sancta, la agarró del borde y tiró con fuerza hasta que, poco a poco, se fue soltando y sólo quedaron unos pocos metros de tela prendidos del techo. Luego agarró la otra cortina y empezó a arrancarla del techo desde el extremo sur, de modo que dejó una amplia abertura en el centro del velo, quedando expuesto el sanctasanctórum a la luz del día, que entraba a raudales a través de la enorme puerta del Santuario.
Ante sí, en el sanctasanctórum, dos colosales querubines alados de cinco metros de altura tallados en madera de olivo y bañados en oro puro velaban el Arca de la Alianza. Sus alas extendidas abarcaban la mitad del ancho de la cámara y se encontraban en el centro de la habitación, justo encima del Arca.
Christopher entró en el sanctasanctórum y se aproximó al Arca.
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En el exterior, Decker atendía una pregunta más, cuando un leve retumbar empezó a sacudir los escalones donde se encontraban él y la prensa. Parecía provenir del interior del Templo. Sin más explicaciones y con mucha parsimonia, Decker anunció que no contestaría a más preguntas, y dio por concluida la conferencia de prensa.
– Ahora puede que quieran bajar la escalinata y alejarse del Templo -añadió con exagerada modestia. Empezaba a divertirse.
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Dentro del sanctasanctórum, Christopher se detuvo ante el Arca y tras una pequeña pausa, agarró la tapa y la deslizó hacia atrás, dejando su contenido al descubierto.
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– ¿Qué pasa? -le preguntaron a gritos varios reporteros a Decker, mientras el Templo volvía a sufrir sacudidas.
– Damas y caballeros, sean pacientes. Estoy convencido de que pronto obtendrán respuesta a todas sus preguntas, pero por su propia seguridad, debo insistir en que se alejen del Templo inmediatamente. -La rotundidad del tono y la premura de sus pasos convencieron al resto, que se apresuraron tras él.
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Christopher se asomó al interior del Arca y encontró los objetos que buscaba.
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Un estrepitoso retumbar infinitamente más atronador que los dos primeros recorrió el Templo como un tren de mercancías e hizo que periodistas y curiosos echaran a correr. Un momento después reapareció Robert Milner. Estaba solo. Decidido, bajó una cuarta parte de la escalinata y, mirando desde lo alto a los miles de personas presentes y a las docenas de cámaras que desde allí retransmitían el acontecimiento al resto del mundo, comenzó a hablar. Lo hizo con su voz, aunque sonaba diferente; al menos Decker podía detectar que había una diferencia.
– «He aquí que Yo os enviaré al profeta Elías antes de que llegue el día de Yahveh grande y terrible, para que vuelva el corazón de los padres a los hijos y el corazón de los hijos a sus padres, no sea que Yo venga y haya de consagrar el país al anatema» -dijo Milner citando al profeta Malaquías. [40]Sus palabras resultaron familiares a muchos de los presentes, pero sobre todo a los sacerdotes y los levitas-. Escucha, oh, Israel -dijo Milner, sin citar ya a nadie-, porque en este día, en esta hora, cesa tu lamento. Éste es el día del que habló el profeta. ¡Elías ha llegado! ¡Yo soy él!
La proclamación provocó una gran conmoción entre los sacerdotes y levitas judíos, y todas las miradas se concentraron en el sumo sacerdote, curiosas por ver su reacción. La expulsión del Templo había sido una maniobra ruin, pero que un gentil viniera a presentarse como el profeta Elías era una ofensa tremenda, aunque no una blasfemia propiamente dicha. Nadie sabía muy bien cómo reaccionar, de modo que todos miraron a Chaim Levin, el sumo sacerdote, para seguir su ejemplo. De haber tenido la más mínima sospecha de que, en ese instante, Christopher se encontraba en el interior del sanctasanctórum ante el Arca de la Alianza, no habrían esperado a la reacción del sumo sacerdote y se habrían lanzado ya a rasgarse las vestiduras y echarse polvo sobre la cabeza, como hacen por costumbre los judíos ante una grave ofensa.
Sorprendentemente, Chaim L evin estaba muy calmado. Ataviado con la indumentaria tradicional de su oficio en el Templo, el sumo sacerdote lucía una mitra azul con una diadema de oro sólido grabada con las palabras hebreas, que significaban «Santidad a Yahvé». Sobre la túnica de lino blanco que vestían todos los sacerdotes y que le llegaba hasta los tobillos, dejando únicamente al descubierto sus pies desnudos, el sumo sacerdote llevaba un manto hasta la rodilla. Estaba adornado con ricos bordados, y del borde inferior colgaban campanillas doradas que sonaban musicalmente cuando se desplazaba. Sobre este manto, lucía el efod, una especie de chaleco hasta la cadera, profusamente bordado con gruesos hilos de color dorado, púrpura, azul y carmesí. En el pecho, sujeto con cordones de oro a unos grandes broches insertos en las hombreras y atado a la cintura con cordones escarlata, iba el pectoral, un peto cuadrado de grueso lino, decorado con brocados de oro e incrustado con doce grandes piedras preciosas, en cuatro hileras de tres, representando a las doce tribus de Israel.
Ya fuera por gratitud hacia Christopher por haberles librado de Juan y Cohen o, sencillamente, porque no quería arruinar sus hermosos ropajes, Chaim Levin mantuvo la serenidad ante la afirmación de Milner. Es más, le miró fijamente a los ojos y con tacto y, eso sí, cierto regodeo escéptico, le preguntó:
– ¿Y por qué señal nos harás sabedores de que eres quien dices ser?
– Con la misma que yo, Elías, usé ante el rey Ajab y el pueblo de Israel en el Carmelo [41]-contestó Milner bien alto para que todos pudieran oírle.
Chaim Levin arqueó una ceja y frunció ligeramente el entrecejo. El descaro de Milner le impresionaba, pero ni por un momento pensó que fuera capaz de hacer lo que decía.
– ¿Y cuándo veremos esa señal? -preguntó pasados unos instantes.
– En esta hora -repuso Milner. Entonces le dio la espalda a Levin y, girándose hacia la muchedumbre, continuó-: Israel ha sufrido mil doscientos sesenta días de sequía. ¡Hoy ésta llega a su fin!
Dicho esto, sus manos salieron disparadas hacia el cielo, y en algún lugar más allá del Templo se oyó un leve rugido, que en pocos segundos ganó la intensidad de un trueno estremecedor. De pronto, el cielo se oscureció a una velocidad inaudita, y el firmamento se llenó de gruesos nubarrones grises aparecidos como por arte de magia. La muchedumbre y los sacerdotes, salvo unos pocos que había junto al sumo sacerdote, retrocedieron aterrados. Nada más retirarse, cayó en el área que había quedado despejada un rayo acompañado del estallido ensordecedor de un trueno, que hizo que la gente saliera corriendo, echándose las manos a los oídos. Al primer rayo le siguieron enseguida otros tres, que cayeron, cada uno más potente que el anterior, en el espacio abierto por la evacuación. Después empezó a llover.
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