James BeauSeigneur - El nacimiento de una era

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Siglo XXI. Dos holocaustos nucleares han sacudido el planeta. En Jerusalén 144.000, judíos mesiánicos han desarrollado poderes sobrenaturales. Todos los países se ven obligados a unirse bajo un único mando de la ONU para afrontar un futuro que presagia catástrofes. En el se descubrirá un secreto de relevancia devastadora y universal que revelará el increíble futuro del hombre… y la verdadera naturaleza de Dios.

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El agua se precipitó como una tromba sobre Milner, el sumo sacerdote y todos los demás, exceptuando los poquísimos que habían tenido tiempo de resguardarse. La mayoría permaneció donde estaba, mirando agradecida hacia el cielo. Algunos se pusieron a bailar.

Para la muchedumbre, que conocía el episodio bíblico de Elías, el veredicto no podía ser otro: éste tenía que ser el profeta. ¿Cómo si no se explicaba aquello? El sumo sacerdote no estaba convencido del todo, pero no podía ofrecer ninguna explicación plausible, de modo que permaneció en silencio, con la mirada fija en Milner, mientras la lluvia convertía su impecable y elegante atuendo en un hatajo de trapos chorreantes. Enseguida muchos de los sacerdotes y levitas se unieron a la muchedumbre, que proclamaba a Milner como el Elías prometido, quien, según la profecía, había de preceder al Mesías. [42]

Fue por eso por lo que nadie se sorprendió cuando, pasados unos minutos en los que la lluvia les seguía calando, Milner anunció:

– ¡He aquí vuestro Mesías!

Bajo la lluvia incesante, Milner se volvió y pareció que señalaba con la mano extendida hacia el Templo, pero nadie adivinó qué era exactamente lo que esperaba que vieran. Entonces, por encima del ángulo sudeste, se abrió un claro en las nubes, permitiendo que lo atravesara un único rayo de rutilante sol.

– ¡Ahí está! -exclamó alguien.

En lo alto del muro, justo al borde del ángulo sudeste del Templo, a cincuenta y cinco metros por encima de ellos, en un lugar tradicionalmente conocido como el pináculo, estaba Christopher, con sus ropas agitándose al viento y completamente seco bajo el rayo de luz, que le iluminaba como un foco. Enseguida el haz de luz se ensanchó, al tiempo que las nubes se esparcían en todas direcciones, llevando la lluvia al reseco territorio de los alrededores de Jerusalén. Escasos momentos después, volvía a lucir el sol sobre la zona del Templo.

Ahora casi todas las cadenas de televisión del mundo estaban emitiendo en vivo cuanto acontecía en Jerusalén. Todas las cámaras le enfocaban y retransmitían sus palabras y su imagen a los rincones más apartados del planeta.

– Gentes de la Tierra -empezó Christopher lentamente, con un tono sereno y tranquilo destinado a restaurar la calma-. Durante miles de años, profetas y augures, astrólogos y oráculos, chamanes y adivinos han anunciado la llegada de quien traería consigo la rama de olivo de la paz para todo el planeta. En el mundo se le ha conocido por un centenar de nombres diferentes. Y por un centenar de nombres diferentes ha sido invocado este portador prometido de la paz, para que acudiera raudo al amparo de los desventurados. Para los judíos es el Mesías; para los cristianos, el regreso de Cristo; para los budistas, él es el Quinto Buda; para los musulmanes, el duodécimo sucesor de Muhammad o el imán Mahdi; los hindúes lo llaman Krishna; Eckankar lo llama Mahanta; la comunidad bahai espera la llegada de la Gran Paz; para el zoroastrismo él es el Shah Bahram; para otros él es el Señor Maitreya, o Bodhisattva, o Krishnamurti, o Mitras, o Deva, o Hermes y Kus, o Jano, u Osiris.

»Cualquiera que sea el nombre por el que se le conoce -declaró Christopher-, sea cual sea la lengua en la que se le invoca, en este día os digo: ¡las profecías se han cumplido! ¡En este día se cumple la promesa! ¡En este día la visión se hace realidad para toda la humanidad!

Christopher hizo una pausa al tiempo que crecía la expectación.

– ¡Porque éste es el día de mi venida! -gritó triunfante.

Aunque no sorprendió a nadie porque la conclusión era evidente, sí que los dejó a todos asombrados. Nadie podía estar lo suficientemente preparado para semejante proclamación.

La voz de Christopher enseguida ganó velocidad y fervor.

– ¡Yo soy el prometido! -exclamó como en un cántico-. ¡Yo soy el Mesías, el Cristo, el Quinto Buda, el duodécimo sucesor de Muhammad; yo soy el que trae la Gran Paz; yo soy Krishna, Shah Bahrain, Mahanta, el Señor Maitreya, Bodhisattva, Krishnamurti y el imán Mahdi; yo soy Mitrás, Deva, Hermes y Kus, Jano y Osiris! No hay diferencia. Todos son uno. Todas las religiones son una. ¡Y yo soy aquel del que hablaban todos los profetas! ¡Éste es el día de la salvación de la Tierra!

Para desazón del alto sacerdote, muchos de los reunidos en Jerusalén rugieron de contento, y su reacción encontró eco en todo el planeta. Todos habían visto a Christopher morir a manos de un asesino, y habían visto su resurrección. Habían sido testigos de la vehemencia con que había despachado a Juan y Cohen, los culpables de sembrar la Tierra de terribles plagas. Habían contemplado boquiabiertos cómo Robert Milner había conjurado relámpagos y había traído la lluvia a la sedienta Tierra Santa. Pero su entusiasmo se debía, sobre todo, a que estaban listos para la llegada del salvador.

– No vengo a hacer píos pronunciamientos religiosos -dijo Christopher-. Ni a exigir que me adoréis o insistir en que me rindáis homenaje. No busco vuestras alabanzas ni vuestra pasión, tampoco os pido devoción. No es mi intención que me veneréis ni que me aduléis, o que me paguéis tributo. Y aún menos que me glorifiquéis, deifiquéis, idolatréis, ensalcéis, exaltéis o veneréis.

»Al contrario, vengo para deciros que os ocupéis de vosotros mismos. Porque es dentro de cada uno de vosotros donde reside toda la deidad, toda la divinidad que vayáis a necesitar. Podéis llamarme dios, no lo niego: ¡soy un dios! Pero yo os llamo dioses a vosotros. ¡A todos! ¡A cada uno!

Para el sumo sacerdote Chaim Levin, aquélla fue la gota que colmó el vaso. Lo que escuchaba era una blasfemia flagrante, y por nuevos que fueran sus ropajes, tenía la obligación de rasgarse las vestiduras y arrojarse polvo sobre la cabeza. Así que empezó con mucho ímpetu, pero tuvo que conformarse con el barro. Algunos de los sacerdotes y levitas que estaban con él se aprestaron a imitarle. Pero otros, muchos más, estaban demasiado interesados en lo que aquel hombre resucitado de entre los muertos tenía que decir.

– No es mi divinidad lo que vengo a proclamar aquí -continuó Christopher-, ¡es la vuestra!

»No traigo amenazas ni castigos -dijo tranquilizador, haciendo caso omiso a los aspavientos que hacía el sumo allí abajo-. Vengo a ofrecerle a la humanidad la vida eterna y un gozo inimaginable. Traigo conmigo la oportunidad de construir un mañana de abundancia y vida, a partir de un pasado de hambre y muerte. Venid conmigo. Seguidme. Y os conduciré a un milenio de vida y de luz.

La teatralidad con que el sumo sacerdote arrancaba sus ropas y se arrojaba barro encima distrajo a Decker del discurso de Christopher el tiempo suficiente para darse cuenta de que le oía con toda claridad, a pesar de encontrarse éste tan lejos de la calle. Su voz parecía brotar de algún lugar pegado a él o puede incluso que… de su propio interior. A este hallazgo le siguió otro mucho más prodigioso. De pronto, cayó en la cuenta de que Christopher no estaba hablando en su lengua natal; de hecho, no la había utilizado desde que empezó a hablar. Decker no sabía bien de qué lengua se trataba, pero estaba convencido de que jamás la había escuchado antes, y, sin embargo, entendía cada palabra. Lo mismo le pasaba, aparentemente, a cuantos le rodeaban y, por deducción, a todos los habitantes de la Tierra, independientemente de cuál fuera su lengua nativa.

Se preguntó si alguien más se habría dado cuenta de que Christopher les hablaba en una lengua que no era la suya. Decker intentó recordar y repetir mentalmente algunas de aquellas palabras, pero descubrió que, a pesar de comprender cuanto Christopher decía, le era completamente imposible reproducir ni una sola palabra, ni siquiera una sílaba. Christopher le explicaría más tarde que aquélla era la lengua madre de todas las lenguas humanas, una universal y espontánea a los hombres, igual que los sonidos animales lo son para cada especie animal. Christopher le aclararía después que se trataba de la lengua que hablaban los hombres antes de la confusión de lenguas, confusión de la que se sirvió Yahvé para dividir a la gente de la Tierra cuando construyeron la torre de Babel. [43]Esta lengua no necesitaba traducción. Era la traducción.

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