Trabajaron muy de cerca, Chelise en una silla detrás del escritorio, él sobre el hombro de ella, cuando no se hallaba caminando frente a ella. Él tenía el hábito de presionarse las puntas de los dedos mientras caminaba, y ella se descubrió preguntándose cuántas espadas habrían sostenido esos dedos con los años. ¿Cuántas gargantas habrían degollado en batalla? ‹A cuántas mujeres habrían amado?
Solo pudo imaginar una. Su finada esposa.
Rieron y luego analizaron algunos puntos excelentes, y ella se sentía gradualmente más cómoda con la cercanía de él. Con la cercanía de ella al lado de él, tocándole el hombro cuando él pasaba a un punto en una letra que a ella se le había escapado; con la proximidad al dedo de él, tocándole accidentalmente el de ella; con la proximidad de la mano de él, palmeándole la espalda cuando ella lo hacía bien.
Sentía en la mejilla el aliento del hombre cuando él se apasionaba más respecto de algún punto en particular hasta darse cuenta de que estaba hablando en voz alta, demasiado cerca.
Ella no era tonta, desde luego. Thomas no era un bufón. En la propia manera prudente de él, intentaba atraerla. Desarmarla. Ganarse su confianza. Quizás hasta su admiración.
Y ella se lo estaba permitiendo. ¿Era tan malo chocar el hombro de un albino? ¿No le tocaron los guardias la piel cuando lo encadenaron?
Habían pasado tres horas cuando Thomas decidió que finalmente parecía indicado hacer un examen.
– Muy bien -indicó él, palmoteando-. Lea todo el párrafo, de principio a fin.
– ¿Todo? -objetó ella sintiéndose positivamente mareada.
– ¡Por supuesto! Lea lo que ha escrito.
Ella se concentró en las palabras y comenzó a leer.
– La mujer se le dio la espada hombre si corriendo…
Se detuvo. Aquello no tenía sentido para ella.
– Eso no es lo que usted ha escrito -afirmó él-. Por favor, en orden, exactamente como lo escribió.
– ¡Estoy leyendo exactamente como escribí!
– Entonces inténtelo de nuevo -contestó él, frunciendo el ceño.
– ¿Qué pasa? ¿Por qué suena tan confuso?
– Por favor, inténtelo de nuevo. Desde el principio. Siga sus dedos como le mostré.
Ella empezó de nuevo, señalando cada palabra mientras leía.
La mujer corriendo como si caballo… Chelise levantó la mirada hacia él, horrorizada.
¿Qué es esta tontería que sale de mi boca? ¡No puedo leerlo! El rostro de él se le iluminó un poquitín. Dio un paso adelante y agarró Papel en que ella había escrito. Los ojos de él recorrieron la página.
Usted no está leyendo lo que está en la página -declaró-. Está mezclando las palabras.
Chelise sintió que se le iba la esperanza como harina de una vasija rota.
– Entonces no podré aprender. ¿Qué de bueno hay en poder escribir u alfabeto y formar las palabras si estas no tienen ningún sentido? Él bajó el papel y caminó de un lado al otro.
Chelise se sentía aplastada. Nunca podría leer estos misterios. ¿Era de estúpida? De pronto sintió una opresión en la garganta.
– Lo siento, Chelise -expresó Thomas mirándola-. No se trata de su escrito o su lectura, sino de su corazón. Es la enfermedad. Mientras tenga la enfermedad, no podrá leer de los libros de historias.
– ¿Lo sabía usted? -objetó la muchacha sintiéndose de repente furiosa con él-. ¡Cómo se atreve a jugar conmigo!
– ¡No! Sí, yo sospechaba que la enfermedad no le permitía oír, pero el otro día usted sí oyó la verdad detrás de la historia. Y pensé que podría aprender a leer.
– ¡No tengo enfermedad! Usted es el albino, ¡no yo! -exclamó mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
Thomas se veía acongojado. Rodeó corriendo el escritorio y se arrodilló al lado de ella.
– Lo siento. Por favor, ¡podemos arreglar esto!
Chelise se puso una mano en la frente. Respiró hondo y se tranquilizó, No comprendía la brujería de Thomas, pero dudaba que él tuviera algo que ver con la ignorancia de ella.
– Yo le puedo ayudar -declaró él poniéndole una mano en el hombro-. Le puedo enseñar a leer los libros de historias, lo juro. ¿Me oye? Lo haré.
– ¿Qué significa esto?
La voz de Woref resonó en el salón como el chasquido de un látigo.
Chelise lanzó instintivamente un grito ahogado y se incorporó. Woref los miraba desde la entrada. ¿Había dejado ella la puerta sin cerrojo?
El general entró al salón. Thomas retiró la mano y retrocedió.
– ¿Cómo te atreves a tocarla? -protestó con furia Woref.
– Mi señor, él solo me enseñaba este pasaje -explicó Chelise poniéndose de pie-. Solo hacía lo que le ordené. ¿Cómo se atreve a sugerir otra cosa?
– Qué importa lo que le hayas ordenado. ¡Ningún hombre, mucho parios un albino, tiene derecho de tocar lo que es mío! Aléjate de ella.
– Las reglas de estos libros santos superan las reglas del hombre – informó Thomas alejándose-. ¿Estás sugiriendo que tu autoridad es mayor que la del Gran Romance?
– Te debería cortar la lengua y dársela de alimento a Elyon.
Chelise pensó que Woref había perdido la razón.
– Entonces dejaremos que Qurong decida por cuál autoridad vivimos -expresó ella-. La de usted o la de Elyon.
Woref la miró con el ceño fruncido, luego a Thomas.
– No veo por qué alguna instrucción requeriría del consuelo de este tipo.
– ¿Consuelo? -cuestionó Chelise sonriendo irónicamente-. ¿Cree usted que yo permitiría que este albino patético me consuele? Estábamos haciendo teatro. Es parte del código requerido para percibir que lo que ahora veo está claramente más allá de lo que usted puede comprender.
– Tranquila, Chelise.
Ella se le acercó y le guiñó un ojo.
– Pero lo que me fascina en un hombre no es su mente. Es su fortaleza y valor lo que encuentro estimulante. Si usted fuera un pobre escribano, nunca consentiría en nuestro matrimonio.
Chelise llegó hasta donde Woref y le pasó el dedo por sobre el hombro, deteniéndose detrás de él.
– Lo que menos me esperaba es esta diatriba -continuó ella-. Usted me halaga; pero ha malinterpretado el asunto, mi señor. Dígame ahora por qué ha venido.
Él no le estaba tragando totalmente el juego, pero ella lo había cortado con éxito.
He cambiado de opinión acerca de los libros en blanco -informó él, aun con severidad-. Han desaparecido. Mis hombres han escudriñado todo escondite posible para tan enorme colección y no los han hallado. Creo que se debe culpar a la brujería de este albino. Desaparecieron más o menos cuando él llegó.
– No tengo brujería -objetó Thomas.
Woref no hizo caso a la afirmación.
– Exijo que convenzas a tu padre para que retire su petición de que y0 encuentre los libros antes de nuestra boda.
– ¿Le habló usted al respecto?
– Lo hice. Él está obsesionado con los libros en blanco.
– Comprendo la razón -expuso Chelise-. Los libros en blanco completan la colección. Sin duda usted puede hallarlos.
– Como dije, ya no existen. ¡No retrasaré mi posesión de ti por esta tontería!
– Entonces haga que mi padre comprenda.
– El solo hará la concesión en cuanto a los albinos -objetó Woref-, Necesito que me ayudes a hacerle comprender con relación a los libros. Te puedo asegurar que haré que el asunto dependa de ti.
– ¿Qué concesión hizo en los albinos? -inquirió Chelise.
– Estuvo de acuerdo en matar mañana a los otros cuatro. Dijo que creías que se los debería mantener vivos, pero lo he convencido de lo contrario. Un albino vivo ya es de veras muy malo.
Ella miró a Thomas y vio el temor que le cruzó el rostro. Pero ella debía escoger sus propias batallas.
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