– Muy bien. Si creo que usted es franco conmigo, tendrá mi confianza. Pero no crea que no le diré al pueblo lo que merece saber. No les traicionaré su confianza.
– No me refiero a traicionar a las personas. Estoy hablando de servirles. Usted podría tener ahora más poder en la nación que nadie. Debemos usar ese poder.
– Ahórrese sus estupideces políticas -advirtió Mike deteniéndose. Entonces supongo que tendré que confiar en usted, Mike. Espero no estar cometiendo una equivocación.
El presentador de CNN solamente lo miró. Él era el hombre perfecto, pensó Phil, quien de veras creía en esa estupidez.
El presidente está planeando empezar una guerra nuclear. Está convencido de que Francia no entregará el antivirus como prometió, y corrió asunto de principios está decidido a hundirse en llamas. Si él no cumple con las exigencias que hemos recibido, este país dejará de existir.
– Pero ustedes no creen que él tenga razón.
– No, no lo creemos. La mayor parte de su círculo interno está contra él. Tenemos información que nos lleva a creer que los franceses entregarán el antivirus a tiempo. Bajo ninguna circunstancia podemos permitir que el presidente dispare el gatillo.
– Así que el presidente no confía en los franceses -comentó Orear mirando hacia la Casa Blanca-. Y ustedes sí.
– Básicamente, sí.
– ¿Y si ustedes están equivocados?
– Si el presidente empieza una guerra, no tendremos una posibilidad de encontrar el antivirus, así de sencillo -objetó Dwight Olsen dando un paso adelante-. Si no lo hace, tendríamos una posibilidad.
– Entonces nuestros científicos no están tan cerca de crear un antivirus como nos han hecho creer.
– No.
– Es repugnante… -juzgó Mike, con los músculos de la mandíbula flexionados por la frustración-. Entonces esta vigilia nuestra no es más que nuestra propia procesión fúnebre.
– No necesariamente -objetó Phil, quitándose una gota de sudor de la frente-. Para mañana usted tendrá más de un millón de personas involucradas. Un ejército. Con el estímulo adecuado, este ejército podría hacer cambiar la opinión del presidente.
– La vigilia está bien, Mike -añadió Olsen-. Pero se nos está acabando el tiempo. Filtre la noticia de que podría ser inminente una guerra nuclear. Necesitamos que el presidente entienda que el pueblo no quiere guerra. Y necesitamos que los franceses vean nuestra buena fe. Es un esfuerzo desesperado, pero es lo único que tenemos.
– Ustedes quieren que yo empiece una revuelta.
– No necesariamente. Una revuelta enviaría señales variadas de caos.
– ¿Qué esperan ustedes que estas personas hagan? ¿Qué invadan la Casa Blanca?
Phil captó una rápida mirada de Olsen.
– Estoy abierto a sugerencias. Pero vamos a morir -opinó, dejando que su voz se llenara de frustración, del todo legítima-. ¡Esto no es ningún espectáculo masivo que usted esté organizando para el pueblo! Usted hace lo que debe hacer, o no lo hace. Pero quiero saber qué hará. Ahora.
Mike frunció el ceño. Volteó a mirar hacia las líneas de seguridad y más allá la manifestación pacífica a la luz de velas del «ejército». Un hombre de túnica blanca realizaba una torpe danza, Phil no podía asegurar si motivada por religión o por drogas. Un niño sin camisa se hallaba inclinado contra la barandilla, mirándolos al otro lado del césped. Mike estaría dejando este desorden en dos días; ese era el acuerdo. A tiempo para contactar con Francia y tener el antivirus antes de que fuera demasiado tarde.
– Está bien -concordó Mike-. Estoy en esto.
***
SE COLOCARON codo con codo en el poco iluminado laboratorio de Bancroft, listos para dormir y soñar. Sobre ellos, treinta guardias armados que el presidente había convocado de las fuerzas especiales formaban un perímetro alrededor del edificio de piedra en el campus del John Hopkins, de otra manera vacío. El buen doctor estaba en casa cuando lo localizaron, pero había acudido apresuradamente a su laboratorio a realizar un experimento aún más increíble en sus dispuestos sujetos. El único propósito verdadero que tenía era ponerlos a dormir en dúo, pero él insistió en engancharles los electrodos a las cabezas y dejarlos sin sentido como dos frankensteins en su mazmorra de investigaciones.
Durante el viaje en helicóptero Thomas había pasado quince minutos hablando por una línea de seguridad con el presidente, diseñando su plan con los israelíes. Blair estuvo al instante de acuerdo con los valientes pasos que él le había bosquejado. El mayor desafío que enfrentaban era planificar Y ejecutar la operación sin que los franceses intuyeran la menor señal de ella. El problema estaba en que no sabían con quiénes podrían estar trabajando los franceses. Quizás nunca lo sabrían. El presidente estuvo más reacio a acordar no reunirse con los jefes, ni con el FBI, ni la CÍA, ni los protocolos militares habituales.
La comunicación con los israelíes la manejaría Merton Gains en persona. Él era el único en quien Thomas estaba seguro de que podían confiar.
– Entonces -anunció el Dr. Bancroft, aproximándose con una jeringa en la mano-. ¿Están listos para soñar?
Thomas miró a Kara. La mano de su hermana se hallaba atada a la suya con gasa y cinta. El buen doctor les había hecho pequeñas incisiones en las bases de los pulgares y les había hecho los honores.
– Cinco kilómetros al oriente, exactamente como te mostré -informó Thomas-. Tienes que llegar allí esta noche si es posible.
– Lo intentaré, Thomas -respondió ella, espirando-. Créeme, lo intentaré.
MIKIL DESPERTÓ sobresaltada y miró el negro espacio. Solo era la segunda vez que Kara había cruzado, pero debido a sus tratos pasados con los sueños de Thomas, al instante supo lo que estaba sucediendo. Ella era Mikil. Para todo propósito práctico, también era Kara. De cualquier forma, Johan y Jamous se hallaban durmiendo al lado de ella.
– ¡Despierten! -exclamó Mikil poniéndose en pie de un salto. Ellos se sobresaltaron. Se agarraron las caderas, giraron, se levantaron y se pusieron en cuchillas, Johan agarrando un cuchillo y Jamous sosteniendo una piedra. Trece meses de no violencia no les había atenuado sus instintos de defensa.
– ¿Qué pasa? -exigió saber Johan, pestañeando.
– Estoy soñando -informó Mikil-. Levanten el campamento. Debemos irnos.
– ¿Encostrados? -susurró Jamous, recorriendo con la vista la selva alrededor.
– No estás soñando -corrigió Johan-. Estás despierta. Vuelve a dormir y sueña un poco más. ¡Me vas a provocar un ataque cardíaco!
– No, ¡Kara está soñando! -exclamó ella, recogió sus cosas y las enrolló rápidamente.
Ellos habían conseguido un nuevo campamento para la tribu y, después de más discusión de la que ella habría juzgado razonable dada la urgencia del apuro de Thomas, habían acordado como consejo enviar a tres de sus más calificados guerreros en una misión de vigilancia que se podría convertir en un intento de rescate si la situación lo requería.
Habían pasado cinco noches desde que las hordas capturaran a sus compañeros. ¡Cinco noches! Y con cada noche que pasaba aumentaba en ella la seguridad de que Thomas estaba muerto. Momentos como estos la tentaban a pensar en adoptar la doctrina de William de agarrar la espada o de huir a lo profundo del desierto. Hasta Justin había una vez empuñado la espada \ peleado con las hordas. Entonces también había sido Elyon, ¿correcto? Así que Elyon había usado una vez la espada. ¿Por qué no ahora otra vez, para rescatar al hombre que dirigiría el Círculo de Elyon?
Mikil colocó su cama enrollada sobre el caballo, la abrochó en su lugar y giró hacia los dos hombres que la miraban en silencio mudo.
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