Todas juntas no más que una nota sencilla de Elyon. Una nota que gritaba: Te amo.
Tom respiró ahora a grandes boqueadas. Estiró los brazos delante de él. Se le contraía el pecho sobre la cálida arena. La piel le ardía con cada mínima gotita de neblina que lo tocaba.
Elyon.
¡Yo también!¡Yo también!-deseó decir-. Yo también te amo.
Quiso gritarlo. Exclamarlo con tanta pasión como sentía ahora del agua de Elyon. Abrió la boca y gimió. Un tonto y estúpido gemido que no decía nada en absoluto, y que no obstante era él, hablándole a Elyon.
Luego se formaron las palabras que resonaban en su mente.
– Te amo, Elyon -expresó, respirando suavemente.
Al instante le estalló en la mente un nuevo frenesí de colores. Dorado, azul y verde le cayeron en cascada sobre la cabeza, llenándole de deleite cada Pliegue del cerebro.
Rodó de costado. Cien melodías se elevaron en su mente dentro de mil… Corno una sintonía pesada y entrelazada que arremetía contra la columna vertebral. Sus fosas nasales resoplaron con el acre olor de lila, rosa y jazmín, y los ojos se le inundaron de lágrimas con su intensidad. La neblina le empapa el cuerpo, y cada centímetro de su piel zumbaba con placer.
– ¡Te amo! -gritó Tom.
Se sentía como si estuviera en una puerta abierta al borde de una enorme expansión, desbordándose en salvaje emoción elaborada en colores suspiros, sonidos y aromas que le golpeaban el rostro como un vendaval. Era como si Elyon fluyera en forma de océano sin fondo, pero Tom sólo pudiera saborear una gota apartada. Como si fuera una sinfonía orquestada por un millón de instrumentos, y una simple nota que con su poder lo arrancaba del suelo.
– ¡Te amoooo! -exclamó.
Tom abrió los ojos. Largas cintas de colores recorrían la neblina hacia el lago. De la cascada se derramaba luz, que iluminaba todo el valle de tal modo que lo hacía parecer como si fuera mediodía. Todas las personas yacían boca abajo mientras la neblina les bañaba los cuerpos. Casi todos temblaban pero no hacían sonidos que se pudieran oír por sobre la cascada. Tom dejó que la cabeza le cayera en la arena.
Entonces las palabras de Elyon le resonaron en la mente.
Te amo.
Eres precioso para mí. Me perteneces.
Mírame otra vez, y sonríe.
Tom quiso gritar. Incapaz de contenerse, dejó que las palabras fluyeran de su boca como una inundación.
– Te miraré siempre, Elyon. Te adoro. Adoro el aire que respiras. Adoro la tierra en que caminas. Sin ti, no hay nada. Sin ti, sufriré mil muertes. No me abandones nunca.
El sonido de una sonrisa infantil. Luego otra vez la voz.
Te amo, Thomas.
¿Quieres subir el acantilado?
¿Acantilado? Vio los acantilados de nácar sobre los cuales se derramaba el agua-Una voz gritó sobre el lago.
– ¿Quién nos hizo?
Tanis estaba parado, gritando este reto.
Tom se esforzó por ponerse de pie. Los demás se levantaron rápidamente.
– ¡Elyon! ¡Elyon es nuestro Creador! -gritaron al unísono más fuerte que las estrepitosas cascadas.
Como una demostración de fuegos artificiales, los colores siguieron expandiéndosele en la mente. Observó, momentáneamente aturdido. Ninguno de los demás miraba hacia él. La exteriorización de ellos era simple abandono al afecto, insensatez en cualquier otro contexto, pero totalmente genuino aquí.
De pronto la voz del niño le volvió a resonar en la mente.
¿Quieres trepar el acantilado?
Tom giró hacia el bosque que terminaba en el acantilado. ¿Trepar el acantilado? Detrás de él los demás empezaron a entrar corriendo al lago. Otra vez la risita.
¿Quieres jugar conmigo?
Inexplicablemente atraído ahora, Tom corrió por la orilla hacia el acantilado. Si los otros lo advirtieron, no lo hicieron saber. Pronto sólo sus propios jadeos acompañaban a las atronadoras cascadas.
Cortó por el bosque y se acercó a los acantilados con una sensación de sobrecogimiento. ¿Cómo le sería posible trepar esto? Pensó en regresar y unirse a los demás. Pero él había sido llamado aquí. A trepar los acantilados. A jugar. Corrió al frente.
Llegó a la base y levantó la mirada. No había manera en que pudiera trepar la piedra lisa. Pero si encontraba un árbol que creciera cerca del acantilado. Y si el árbol fuera suficientemente alto, podría alcanzar la cima a lo largo de sus ramas. El árbol adecuado a su lado, por ejemplo. Su resplandeciente tronco rojo llegaba al borde del acantilado cien metros arriba.
Tom se balanceó sobre la primera rama y comenzó a subir. No tardó más que dos minutos en llegar a la copa del árbol y trepar hacia el acantilado. Saltó de la rama a la pétrea superficie abajo. A su izquierda oyó la estrepitosa cascada derramándose sobre el borde. Se puso de pie y levantó la mirada.
Ante él el agua salpicaba suavemente sobre una orilla a no más de veinte pasos del borde del acantilado. Otro lago. Un mar, mucho más grande que el lago. Titilantes aguas verdes se extendían hacia el horizonte, bordeadas perfectamente por una amplia franja de arena blanca, la cual se adentraba en un altísimo bosque azul con dorado, coronado por una marquesina verde.
Tom retrocedió y respiró profundamente. La blanca franja arenosa que bordeaba las aguas esmeraldas estaba alineada con bestias extrañas paradas o agachadas en el borde del agua. Los animales eran como los leones blancos abajo, pero estos parecían brillar con colores en tonos pasteles. Y se alineaban en la playa en extensiones uniformemente espaciadas que continuaban hasta donde él lograba ver.
Tom giró hacia la cascada y vio al menos cien criaturas cerniéndose sobre el agua que caía por el acantilado, como gigantescas libélulas. Retrocedió hasta una roca detrás de él. ¿Lo habían visto? Analizó las criaturas que revoloteaban con alas traslúcidas en una formación reverente. ¿Qué podrían estar haciendo?
Así que esta era el agua de Elyon. Un mar que se extendía hasta donde el ojo podía ver. Tal vez más allá.
– Hola.
Tom se volvió. Un niñito estaba como a metro y medio de él sobre la orilla. Tom retrocedió tambaleando dos pasos.
– No temas -lo tranquilizó el niño, sonriendo-. Así que ¿eres quien se había extraviado?
El niñito le llegaba a la cintura de Tom. Sus resplandecientes ojos verdes redondos y bien abiertos miraban por debajo de una pequeña melena de cabello muy rubio. Sus hombros huesudos sostenían brazos delgados q*e caían sueltos a sus costados. Usaba sólo un pequeño taparrabos blanco.
Tom tragó saliva.
– Sí, supongo que así es -contestó.
– Bueno, veo que eres bastante audaz. Creo que eres el primero de tu clase en caminar por estos acantilados -comentó riendo el niño.
Increíble. Para ser un niño pequeño y frágil, tenía la confianza de alguien mucho mayor. Tom calculaba que debía tener como diez años. Aunque no hablaba como alguien de esa edad.
– ¿Es Thomas tu nombre? -inquirió el niño.
Sabe cómo me llamo. ¿Es de otra aldea? ¿ Tal vez de la mía?
– ¿Está bien esto? ¿Puedo estar aquí arriba?
– Sí. Está perfectamente bien. Pero no creo que ninguno de los otros podría pasar del lago para molestarse en trepar el acantilado.
– ¿Eres de otra aldea? -preguntó Tom.
– ¿Parezco como de otra aldea? -cuestionó a su vez el niño mirándolo, asombrado.
– No sé. No, en realidad no. ¿Soy yo de otra aldea?
– Supongo que esa es la pregunta, ¿no es así?
– ¿Sabes entonces quién me llamó?
– Sí. Elyon te llamó. Para reunirte conmigo.
Había algo acerca del muchacho. Algo acerca de la manera en que se paraba con los pies apenas presionando la arena blanca. Algo acerca del modo en que sus delgados dedos se curvaban al final de sus brazos; acerca de la forma en que su pecho subía y bajaba firmemente y de la manera en que sus dilatados ojos brillaban como dos esmeraldas perfectas. El niño parpadeó.
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