Aterrizó con fuerza. Había pasto en sus manos. En ambas manos. Había perdido la espada.
El comandante de los guardianes se lanzó hacia la derecha, rodando en su espalda. Una hoja le presionó el cuello y una rodilla se le clavó en el plexo solar. Justin se arrodilló sobre él, con sus ojos verdes centelleantes, y Thomas supo que estaba acabado.
Parecía que le hubieran aspirado su propio aliento de la arena. Miró los ojos de su antiguo teniente y vio un feroz fuego.
Entonces el hombre se levantó, retrocedió y lanzó la espada al aire; esta giró bajo el sol de la tarde y cayó de lado con un golpe sordo, a veinte metros de distancia.
Caminó aprisa hacia el Consejo y se detuvo frente a su plataforma.
– El contendiente de ustedes ha sido derrotado. Elyon ha hablado.
– El combate es a muerte -expuso Ciphus.
– No lo mataré por el pecado de ustedes.
– Entonces Elyon no ha hablado -añadió tranquilamente el anciano-. La única razón de que estés vivo ahora es porque Thomas no terminó antes. Fuiste derrotado primero.
– ¿Lo fui?
– Esto no ha acabado -objetó Ciphus.
– ¡Que viva! -gritó alguien en la multitud-. ¡Deja que Thomas viva!
– ¡Que viva! ¡Que viva! ¡Que viva! ¡Que viva! -empezaron a canturrear todos.
Thomas se puso de pie, la mente le daba vueltas. Había sido derrotado por Justin en combate limpio.
Era claro que Ciphus no iba a desafiar al pueblo bajo circunstancias tan ambiguas. Dejó que la multitud cantara.
– ¡Lo dejaré vivir! -gritó Justin.
El canturreo disminuyó y se aplacó.
Caminó lentamente, analizando a las personas.
– Les mostraré ahora, puesto que me he ganado el derecho, la manera verdadera de tener paz -expresó, yendo hacia la ladera que subía hacia los árboles en la entrada-. En este mismo instante las hordas están conspirando para aplastarlos con un ejército que hará parecer escaramuzas infantiles las batallas del sur y del occidente.
¿Cómo podía Justin saber esto? Sin embargo, Thomas sabía que así era. Debían avisar a los exploradores… inspeccionar el perímetro más lejano.
Giró hacia la glorieta, vio a Mikil y le hizo señas de que lo hiciera. Ella y William salieron.
Justin extendió las manos para calmar al confuso gentío.
– ¡Silencio! Solo hay una manera de enfrentar a este enemigo. Es el camino de la paz; hoy les entregaré esa paz a ustedes.
Se detuvo y señaló hacia los árboles. Por un instante, nada. Y entonces apareció un hombre encapuchado.
¡Un encostrado!
Usando la banda de general.
Justin había hecho entrar a la selva a un general de las hordas. Diez mil voces gritaron. El resto de personas se quedó muda de asombro.
El hombre alto y encapuchado caminó rápidamente, Justin lo recibió en la mitad de la cuesta. Se dieron la mano e inclinaron las cabezas en saludo. Justin miró la arena y extendió la mano en una forma de presentación.
– Les traigo al hombre con quien he negociado la paz entre los moradores del desierto y los habitantes del bosque -anunció e hizo una pausa-. ¡El poderoso general de las hordas, Martyn!
– ¡Martyn! ¿Era posible? ¿A quién mató él entonces en la tienda de Qurong?
Thomas volvió a mirar hacia la plazoleta. Ya estaba vacía. Sus guardianes no dejarían salir vivo del poblado a ese hombre. No ahora, con esa revelación de que las hordas estaban reunidas en el flanco que ellos tenían expuesto.
Thomas agarró la espada y corrió por la ladera. El día había visto suficiente teatralidad. No podía matar ahora a Justin, pero este general era otro asunto.
– Le he dado mi palabra de que ustedes no lo matarán -anunció Justin-. Los ejércitos de él están cerca, podrían irrumpir en la selva y hacer una guerra que enrojecería con sangre los valles. Pero si todos los hijos de Elyon mueren, ¿quién entonces tendría la victoria?
La revelación de que tenían a las hordas a sus puertas pareció haber templado los nervios de la multitud. El pueblo estaba escuchando de veras. Thomas vio a William y a varios de los guardianes emerger de los árboles en lo alto de la colina detrás de Justin. Rachelle se hallaba con ellos.
¿Qué hacía Rachelle allí? Ella no tenía nada que hacer con ellos.
Descartó el pensamiento y fue hacia Justin y el encostrado. Los guardianes bajaron la colina para cortar cualquier escape posible.
– Thomas, te ruego que me escuches -pidió Justin adelantándose para encontrarlo-. ¡Te he demostrado mi lealtad! ¡Ahora debes dejarme hacer esto!
– Estás equivocado. ¡Él lleva la traición en la sangre! Los dos estaban desarmados hasta donde él podía ver. Los hombres de Thomas bordeaban la colina, con las espadas extraídas.
Thomas corrió hacia el general. Justin le agarró el brazo.
– ¡Thomas! ¡No sabes quién es él! Martyn retrocedió.
Thomas pudo ver los ojos blancos del encostrado observando desde las sombras de su capucha. El extraño círculo que tenía tatuado sobre el ojo derecho lo identificaba como un hechicero, confirmando los rumores.
– ¿Crees que mi espada no puede hacer sangrar al hombre que ha asesinado a diez mil de mis hombres? -preguntó el comandante de los bosques; luego dirigió su desafío a Martyn-. ¿Te protegerá tu magia de una fría hoja?
Ahora los hombres de Thomas se hallaban a solo unos pasos detrás del encostrado. Martyn los sintió, miró hacia atrás y se detuvo. Thomas zafó el brazo que le tenía agarrado Justin y cubrió los últimos pasos. Clavó la punta de la espada en la base de la capucha del general y la contuvo.
Apartó la hoja. Martyn no reaccionó ante la pequeña cortada en el cuello. Sangre roja se colaba de la herida en la superficie.
– ¿Crees que él no sangrará como mis hombres han sangrado? Te digo que lo enviaremos de vuelta en pedazos a sus hordas.
Justin pasó a Thomas, agarró la capucha del general y la tiró hacia atrás.
El rostro de Martyn era ceniciento. Una cicatriz curva le bajaba por la mejilla derecha. Sus emblanquecidos ojos parpadearon en la repentina luz. Apenas era humano, y sin embargo era totalmente humano. Pero había más.
Thomas conocía a este hombre.
El corazón le saltaba en el pecho.
Johan.
Lanzó la espada hacia atrás.
¿Johan? Y la cicatriz… ¿Por qué lo sorprendió esta cicatriz?
– Johan -reveló Justin.
Thomas vio a Rachelle por sobre el hombro del tipo. Ella corrió alrededor del general y le miró el rostro descubierto.
– ¿Johan? ¿Eres… eres tú?
El general no mostró ninguna emoción al ver a su hermana. Thomas sabía que la enfermedad se había apoderado de la mente del individuo. No lo habían matado en batalla, como todos supusieron. Se extravió en el desierto y se convirtió en encostrado hace tres años. Con razón las estrategias de las hordas se habían vuelto tan eficaces. Estaban dirigidas por uno de los antiguos guardianes del bosque que perdiera su mente a causa de la enfermedad.
Rachelle estiró la mano hacia él, pero él retrocedió. Ella lo miró, triste. Horrorizada.
– Tienes que dejarnos ir -enunció Justin-. Es la única manera.
– Señor, él ha enfermado -declaró William acercándose-. No podemos dejarlo…
– ¡Entonces báñalo! -gritó Rachelle.
– No puedes obligar a un hombre a bañarse -le recordó Thomas-. Él es lo que decida ser.
– ¡Él se bañará! Diles, Johan. Te lavarás esta maldición de tu piel. Nadarás en el lago.
Los ojos de él se abrieron de par en par con un destello momentáneo de temor.
– Si es paz lo que quieren, les puedo dar paz.
Thomas apenas logró reconocer la voz. Ahora era más profunda. Dolida.
– De otro modo traeremos a esta selva una maldición que no han conocido jamás.
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