Pero la mente de Carlos reaccionó con temor. Había oído a los místicos hablar de este modo. Los cristianos. Había oído que algunos aseguraban creer que si un individuo tan solo abriera los ojos podría ver otro mundo. Y una pequeña parte de Carlos creía. Siempre había creído.
– ¿Cree usted, Carlos? Por supuesto que sí. Siempre ha creído.
Al principio, Carlos confundió la sensación en su cuello con la furia que le recorría las venas. Pero el cuello le ardía. La piel le estaba picando como si se la hubieran cortado. Aquello no podía ser verdad, pero él sabía que lo era.
Se llevó la mano izquierda al cuello.
***
THOMAS OBSERVO con sorpresa cómo la piel del cuello de Carlos empezaba de pronto a sangrar, exactamente como si lo hubiera hecho una espada.
No acababa de cortar a Carlos. Pero una parte de este creyó su historia acerca de Johan para causar la fisura en las realidades. Uno de estos dos mundos podría ser un sueño, pero en este momento no importaba. ¡Por ahora Carlos se hallaba sangrando porque Johan aún estaba sangrando!
El hombre se llevó la mano al cuello, sintió la pequeña herida y alejó sus ensangrentados dedos. Sus ojos miraron con desconcertada fascinación.
Entonces Thomas se movió. Dos pasos y despegó del suelo. Su pie golpeó a Carlos antes de que el hombre pudiera dejar de mirarse la mano.
El tipo ni siquiera se había preparado para el impacto. Se desmoronó como una cadena que cortaran del techo.
Thomas cayó sobre los dos pies y giró. Monique miraba, asombrada por los acontecimientos. Entonces corrió hacia él.
– ¡Rápido! ¡Tiene las llaves en el bolsillo derecho! -exclamó ella, las palabras de la joven se amontonaron una sobre otra-. Las vi, ¡las tiene en su bolsillo!
Thomas se agachó hacia el hombre, tanteó el bolsillo detrás de él, sacó las llaves y se paró.
– De espaldas a mí, ¡rápido!
Se liberaron en cuestión de segundos. Las muñecas de Monique también sangraban a causa de las esposas. Ella hizo caso omiso de las cortadas. -¿Ahora qué? -¿Estás bien?
– Estoy libre; eso es mejor de lo que he estado en dos semanas.
– Muy bien, no te me alejes -expuso Thomas.
– ¿Qué acaba de pasar? -preguntó ella mirando a Carlos, que yacía inconsciente, sangrando de una leve cortada en el cuello.
– Más tarde. De prisa.
El pasillo estaba vacío. Corrieron hacia la escalera al final y estaban a punto de subir cuando Thomas cambió de opinión. La luz del sol se filtraba por una ventana de un metro directamente adelante y encima. El pasador estaba abierto.
Tiró de Monique hacia él, se irguió, abrió la ventana y se balanceó en ella hacia fuera. Miró a lo alto, no vio guardias y regresó por Monique.
– Salta. Te levantaré -susurró.
Monique le agarró la mano y él la levantó fácilmente del suelo, estremeciéndose con el pensamiento del dolor que ella debía sentir en sus muñecas heridas. La joven se esforzó un poco por subir las rodillas a la cornisa, pronto ambos estuvieron bien agachados en la ventana y está firmemente cerrada detrás de ellos. Habían pasado menos de tres minutos desde que Carlos golpeara el suelo.
– Estamos en el campo -susurró ella introduciendo la cabeza para observar-. Una finca.
Thomas miró varios establos enormes y un camino que desaparecía en el bosque. La edificación se hallaba cubierta por antigua mampostería. El sol ya estaba escondiéndose en el horizonte occidental.
Carlos despertaría pronto. Tenían que poner una buena distancia entre ellos y esa granja.
– Está bien. Vamos directo hacia el bosque -anunció Thomas después de analizar los árboles más cercanos-. Una vez que estemos corriendo, no nos detengamos. ¿Puedes hacerlo?
– Puedo correr.
Él miró alrededor una última vez. Despejado.
Thomas salió del hueco de la ventana, levantó a Monique y corrió hacia el bosque, asegurándose de que ella estuviera cerca. El crujido de ramas y hojas secas los recibió dentro de los árboles protectores.
Thomas volteó a mirar. No había alarma. No todavía.
***
MIKE OREAR guió del brazo a Theresa Sumner por el estacionamiento de los CDC. Ella había hecho caso omiso a las llamadas telefónicas que él le hiciera durante las últimas veinticuatro horas, presumiblemente por hallarse hiera de la ciudad. Pero al ver las bolsas en los ojos de ella, a él no le sorprendió saber que su amiga había estado escondida aquí, trabajando en el virus.
Había conducido la noche anterior hasta la casa de Theresa, sin suerte. Eran las ocho de la mañana siguiente cuando finalmente se dirigió hacia acá.
– Mike, ya dijiste lo tuyo. Y la respuesta es no. No puedes informar al público. No todavía -advirtió ella retirando el brazo.
– Veinticuatro horas, Theresa. Esto ya no tiene que ver contigo o conmigo. Hice una promesa, pero no estaba pensando con claridad. Infórmale a quien tengas que decirle que tienen veinticuatro horas para aclarar las cosas o lanzaré la historia al aire.
Ella llegó al vehículo utilitario deportivo y subió, con el rostro erguido pero agotado.
– Entonces muy bien te podrías estar uniendo a los terroristas, porque lastimarás a tantas personas como ellos.
– No seas ingenua. ¿Me estás diciendo que si no hago conocer la historia vivirán más personas?
Ella no respondió. Desde luego, la respuesta era no, porque si el virus era real, sea como sea ya estaban muertos todos. Y ese virus era tan real como ella lo había afirmado. Real como la leche, el pan o la gasolina. Él había pasado de la incredulidad a un estado de horror continuo por esta inminente enfermedad que se desarrollaba en su cuerpo en ese preciso instante.
– Lo cual significa que no están haciendo ningún adelanto -dedujo él y se alejó-. Grandioso. Razón de más para hacer saber esto.
– ¿Y estás contento de saberlo? -contraatacó ella-. ¿Ha mejorado la calidad de tu vida por haberte metido en esto?
Los últimos cinco días habían sido un infierno en vida. Mike miró a lo lejos.
– Exactamente -continuó ella-. ¿Quieres meter al resto del mundo en la misma clase de conocimiento deprimente? ¿Crees que eso nos ayudará a tratar con el problema? ¿Crees que nos acercará un minuto a un antivirus o una vacuna? Ni por casualidad. Al contrario, nos obstaculizará. Estaremos lidiando con toda una nueva serie de problemas.
– Sencillamente no puedes dejar de decirles a las personas que van a morir. No me importa cuánto las quieras proteger; es de sus vidas de lo que estamos hablando. ¿Está el presidente aun manteniéndose firme en todo esto?
– Sus asesores están divididos -contestó ella cruzando los brazos y suspirando-. Pero te aseguro que en el momento en que las personas lo sepan, esta nación se paraliza. ¿Qué se supone que yo haga si no logro comunicarme con los laboratorios de Europa? ¿Pensaste en eso? ¿Por qué irían a trabajar los empleados de la telefónica AT &T si supieran que solo les quedan trece días de vida?
– Porque hay una oportunidad de que todos vivamos si ellos mantienen abiertas las líneas, por eso.
– Eso sería una mentira. Sencillamente estarías reemplazando una mentira por otra -objetó ella.
– ¿Qué? ¿No hay ahora posibilidad de que podamos sobrevivir a esto?
– No que yo vea. Tenemos trece días, Mike. Cuanto más de cerca veamos esto, mejor comprendemos lo monstruoso que en realidad es.
– No puedo aceptarlo. Alguien tiene que estar haciendo algún adelanto en alguna parte. Estamos en el siglo veintiuno, no en la Edad Media.
– Bueno, sucede que el ADN no hace acepción de siglos. Todos estamos andando a tientas en la oscuridad.
– Sabes de todos modos que la noticia se sabrá pronto. Me sorprende que el resto de la prensa no haya atado ya los cabos.
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