El tipo es un insensato , pensó Thomas. Con esas palabras se estaba condenando al destierro.
– El asunto es -continuó Justin-, ¿blasfemia contra qué? ¿Contra el Gran Romance de ustedes o contra el mismísimo Elyon?
– ¿Y crees que hay alguna diferencia? -preguntó Ciphus asombrado por esta aseveración.
– Hay una gran diferencia. No en espíritu, sino en forma. Hacer la paz con las hordas les podría profanar a ustedes su Gran Romance, pero no blasfema contra Elyon. Elyon haría la paz con cualquier hombre, mujer y niño de este mundo, aunque sus enemigos se encuentren en todas partes, incluso aquí en este mismo lugar.
Silencio. El pueblo parecía demasiado asombrado como para hablar. Se ha cortado su propia garganta, pensó Thomas. Lo que Justin afirmó tenía originalidad en sí, quizás una idea que podría considerar si fuera teólogo. Pero Justin había menospreciado todo lo que era sagrado, excepto al mismo Elyon. Al cuestionar el Gran Romance también podría haber incluido a Elyon.
– ¿Dices que somos enemigos de Elyon? -interrogó Ciphus con temblor en la voz.
– ¿Aman ustedes su lago, sus árboles y sus flores, o aman a Elyon? ¿Morirían por todo esto o morirían por Elyon? Ustedes no son diferentes a las hordas. Si morirían por Elyon quizás deberían morir por las hordas. Después de todo, las hordas son de él.
– ¿Nos harías morir por las hordas? -gritó Ciphus, enfurecido-. ¡Morir por el enemigo de Elyon, al que hemos jurado destruir!
– Si fuera necesario, sí.
– ¡Pronuncias traición contra Elyon! -exclamó el anciano señalando a Justin con un dedo tembloroso-. ¡Eres un hijo de los shataikis!
El orden abandonó el anfiteatro con esa sola palabra: shataikis. Alaridos de indignación, que se encontraron de frente con gritos de objeción de que Ciphus pudiera decir tal cosa contra este profeta, rasgaron el aire. Este Justin del Sur. Si solo dejaran que el hombre se explicara, entenderían, gritaban ellos.
En Thomas desapareció cualquier ambivalencia que hubiera sentido hacia esta sesión. ¿Cómo se atrevía nadie que sirviera bajo sus órdenes a sugerir que murieran por las hordas? Morir en batalla por defender los lagos de Elyon, sí. Morir por proteger de las hordas a las selvas y a sus hijos, sí. Morir por conservar el Gran Romance en medio de un enemigo que había jurado eliminar de la faz de la tierra el nombre de Elyon, sí.
Pero ¿morir por las hordas? ¿Hacer la paz para que puedan engañar libremente?
¡Nunca!
– ¿Cómo puede decir eso? -cuestionó Rachelle a su lado-. ¿Sugiere que nos entendamos con los miembros de las hordas y muramos por ellos?
– ¿Qué les dije? -intervino Mikil-. Debimos haberlo matado ayer cuando tuvimos oportunidad.
– Si lo hubiéramos matado ayer estaríamos muertos hoy -recordó Thomas.
– Mejor muertos que en deuda con este traidor.
El anfiteatro era un desorden. Ciphus no hizo intento por detener al pueblo. Fue hasta el tazón de agua y volvió a meter las manos. Él había acabado, comprendió Thomas.
El anciano consultó con cada uno de los demás miembros del Consejo.
Justin se hallaba tranquilo, sentado. No hizo ningún intento por explicarse. Parecía satisfecho a pesar de no haber ofrecido ninguna defensa verdadera. Tal vez quería una pelea.
Finalmente, Ciphus levantó ambas manos y, después de unos instantes, la multitud se calló lo suficiente para poder oírlo.
– He hecho mi careo a esta herejía y ahora ustedes decidirán el destino de este hombre. ¿Debemos adoptar sus enseñanzas o enviarlo lejos de nosotros y que nunca regrese? ¿O deberíamos poner su destino en manos de Elyon por medio de una pelea a muerte? Examinen sus corazones y hagan oír su decisión.
Thomas oró porque el voto fuera claro. A pesar de su aversión a lo que Justin había dicho, no deseaba participar en una pelea. No es que le temiera a la espada de Justin, pero tampoco le sentaba bien la idea de ser presionado a apoyar al Consejo.
Por otra parte, habría cierta clase de justicia al hacerse valer sobre su ex teniente en una lucha final antes de enviarlo a vivir con las hordas. De cualquier modo, Ciphus no conseguiría la muerte de Justin.
– Se acabó -declaró Thomas en voz baja.
– Entonces no estuviste ayer en el valle -objetó Rachelle.
Ciphus bajó la mano derecha.
– Si ustedes aseguran que este hombre dice blasfemia, ¡que se escuche su voz!
Un estruendoso rugido estremeció la plazoleta. Suficiente. Sin duda suficiente.
Ciphus dejó que el griterío continuara hasta que estuvo satisfecho, entonces los acalló.
– Y si aseguran que deberíamos aceptar las enseñanzas de este hombre y hacer la paz con las hordas, entonces que se escuche también la voz de ustedes.
Los habitantes del Bosque Sur tenían pulmones fuertes, porque el grito fue enérgico. Y se oyó con tanto volumen como el primero. ¿O fue menos? La distinción no fue suficiente para que Ciphus la considerara.
A Thomas le palpitó el corazón con fuerza. Nadie fuera de esta plazoleta sabía que él defendería al Consejo en una pelea. Y habría pelea. No importa cuán sordo quisiera hacerse Ciphus en este momento, no podía considerar clara esta decisión. Las reglas eran sencillas, no podía haber dudas.
Ciphus bajó ambas manos y el pueblo se calló. Todos sabían lo que iba a acontecer. El anciano se quedó callado por un largo momento, quizás desconcertado porque el gentío estuviera tan dividido.
– Entonces pondremos el destino de este hombre en las manos de Elyon -exclamó en voz alta-. Llamo al ruedo a nuestro defensor, Thomas de Hunter.
La muchedumbre lanzó un grito ahogado. O al menos la mitad lanzó un grito ahogado. La mitad del sur, que había decidido reclamar a Justin como su propiedad desde que les salvara su selva la semana anterior. Era claro que no querían ver pelear a Thomas contra su Justin.
La otra mitad comenzó a vitorear el nombre de Thomas.
Los ojos de Rachelle se ensombrecieron de terror.
– Yo le enseñé -la tranquilizó él besándole la mejilla-. Recuérdalo.
Thomas trepó la barandilla y la gente le abrió paso hacia la tribuna descubierta. Agarró la espada de su costado y saltó por sobre la corta pared que separaba el campo de los asientos. El camino hacia la plataforma principal parecía largo con todas las ovaciones y con Justin taladrándolo con la mirada.
Se detuvo ante Ciphus, que acalló a la multitud.
– Te solicito, Thomas de Hunter, comandante supremo de los guardianes del bosque, que defiendas nuestra verdad contra esta blasfemia en una pelea a muerte. ¿Aceptas?
– Lo haré. Pero pediré destierro, no muerte, para Justin.
– Soy yo quien toma esa decisión, no tú -cuestionó Ciphus.
Thomas nunca había oído algo así.
– Yo tenía entendido que era mi decisión -objetó a su vez.
– Entonces malinterpretas las reglas. El Consejo hizo esta regla y ahora la debes acatar. Será una pelea a muerte. El precio por este pecado es la muerte. No estoy dispuesto a considerar la muerte en vida.
Thomas pensó por un momento. Era verdad que la ley exigía la muerte para cualquiera que desafiara a Elyon. El destierro era una clase de muerte, una muerte en vida, como la llamara Ciphus. Pero ahora, obligado a considerar el asunto, comprendió que podría haber un problema con desterrar a Justin. ¿Y si entraba a las hordas y obtenía poder bajo Qurong? ¿Y si llevaba luego a sus ejércitos contra las selvas? Quizás la muerte era la decisión más sabia, aunque no era lo que él quería.
– Entonces acepto -admitió inclinando la cabeza.
– ¡Espadas! -gritó Ciphus.
Un miembro del Consejo levantó del suelo dos gruesas espadas de bronce cerca de su taburete y las colocó en el tablado.
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