Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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– ¡Los libros de historias! ¡Tengo un libro de historia!

Las hordas no parecieron impresionadas. Desde luego, aún no lo habían oído.

Liberó las riendas, permaneció elevado con las rodillas fuertemente apretadas contra el caballo y galopó en un pequeño círculo alrededor de sus hombres, la mano derecha en alto con el libro entre los dedos.

– ¡Tengo los libros! ¡Tengo un libro de historia! -gritó.

Cuando el círculo de guerreros llegó a las dunas que rodeaban aquella en la que él se hallaba, se detuvieron en seco. Cinco mil al menos, sentados sobre sudorosos caballos en un enorme círculo muy profundo. La arena se había convertido en hombres. Encostrados.

Quizás el titubeo de ellos era simplemente un asunto de quién estaba dispuesto a morir y quién deseaba vivir. Ellos sabían que los primeros en llegar a los guardianes del bosque morirían. Tal vez cientos antes de que Thomas de Hunter y sus guerreros fueran dominados.

Lo dominarían, por supuesto. Ningún alma que tuviera la escena ante sus ojos podía dudar del resultado final.

– Mi nombre es Thomas de Hunter y tengo los libros de las historias, ¡los cuales su líder Qurong venera! ¡Desafío a cualquier hombre a probar mis poderes!

Más de cien caballos se adelantaron de las filas y se acercaron lentamente. Usaban la banda roja de los verdugos, los que habían jurado dar sus vidas por la de Thomas en un momento dado. Se decía entre los guardianes que la mayoría eran parientes que quedaban de hombres muertos en batalla.

– No está funcionando -expresó Mikil.

– ¡Tranquila! -susurró Thomas-. Podemos vencer a estos.

– Estos, ¡pero hay demasiados!

– ¡Tranquila!

Pero el propio corazón de él hizo caso omiso de la orden y aceleró su ritmo generalmente sosegado.

El sonido de un cuerno solitario rasgó el aire. El círculo de caballos se detuvo. El cuerno sonó de nuevo, largo y alto. Thomas buscó la procedencia. Sur.

Allí, en lo alto de la colina más elevada, se hallaban dos jinetes en caballos blancos. El de la izquierda era un encostrado. Thomas logró ver eso desde esa distancia, pero no más.

El otro jinete, deduciendo por la túnica, era otro de los moradores del desierto.

– ¡Es él! -exclamó Mikil.

– ¿Es quién?

– Justin -anunció ella y escupió.

Otro toque prolongado de cuerno. Había un tercer hombre, vio Thomas, sentado sobre un caballo exactamente detrás de los encostrados. Era él quien hacía sonar el cuerno.

De repente el morador del desierto descendió bruscamente la colina hacia las invasoras hordas. Estas comenzaron a dividirse para abrirle paso. Las hordas se comunicaban frecuentemente con varios cuernos y este último debió de haber indicado algo sagrado.

El jinete cabalgó con fuerza a través de los encostrados sin mirarlos. Estaba aún a cien metros de distancia, en lo fuerte del ejército de hordas, cuando Thomas confirmó la conjetura de Mikil. Nunca confundiría el estilo fluido e inclinado hacia delante de montar del hombre. Este era Justin del Sur.

Justin se subió a la duna y frenó a quince metros de distancia. Simplemente los miró por un largo instante. Mikil puso mala cara a la derecha de Thomas. El resto de sus hombres mantenían sus lugares detrás de él.

– Hola, Thomas -saludó Justin-. Ha pasado un buen rato.

– Dos años.

– Sí, dos años. Te ves bien.

– En realidad, podría bañarme en el lago -contestó Thomas.

– ¿No podríamos hacerlo todos? -inquirió Justin riendo.

– ¿Incluyendo estos amigos tuyos? -preguntó Thomas.

Justin miró alrededor del ejército de encostrados.

– Especialmente ellos. Nunca se acostumbran al olor.

– Creo que el olor podría estar viniendo tanto de tu piel como de la de ellos -terció Mikil.

Justin la miró con esos penetrantes ojos verdes. Él parecía recién bañado.

– Veo que se han metido aquí en un gran lío -expresó finalmente Justin.

– Perceptivo -enunció Thomas frunciendo el ceño.

– No necesitamos tu ayuda -declaró Mikil.

– ¡Mikil!

– Quizás deberías pensar en cambiar tu enfoque -dijo Justin sonriendo-. Quiero decir, me encanta ese espíritu. Estoy tentado a unirme a ustedes y pelear.

Había un centelleo en los ojos de Justin que inspiraba confianza. Esta era una de las razones por las que Thomas lo seleccionara dos años atrás para que fuera su segundo.

– ¿Han notado ustedes por casualidad cuan enormes son los ejércitos de las hordas en estos días? -indagó Justin.

– Siempre nos han superado en número.

– Sí, así es. Pero esta no es una guerra que vayas a ganar, Thomas. No de este modo. No con la espada.

– Con qué, ¿con una sonrisa?

– Con amor.

– Nosotros amamos, Justin. Amamos a nuestras esposas y a nuestros hijos enviando a estos monstruos al infierno de donde vinieron.

– Yo no sabía que vinieran del infierno -objetó Justin-. Siempre supuse que fueron creados por Elyon. Como tú.

– Y también los shataikis. ¿Estás sugiriendo que también los llevemos a la cama?

– La mayoría ya lo ha hecho -aseguró Justin-. Temo que los murciélagos han dejado los árboles y han hecho morada en los corazones de ustedes.

Mikil no iba a tolerar tal sacrilegio, pero Thomas había clarificado su deseo, así que ella le habló a él, no a Justin.

– Señor, no podemos sentarnos aquí y escuchar a esta ponzoña. El cabalga con ellos.

– Sí, Mikil, sé cuan profundamente hieren estas palabras a una persona religiosa como tú.

Ellos sabían que ella era religiosa solo cuando le convenía. Se bañaba y seguía los rituales, desde luego, pero preferiría tramar una batalla a nadar en el lago cualquier día.

Ella se hartó.

– Hay un dicho -continuó Justin-. Por cada cabeza que las hordas corten, corten diez de las de ellos, ¿no es así? Las escalas de justicia como deberían darse. Llegará la hora en que partirás el pan con un encostrado, Thomas.

Alguien tosió detrás de Thomas. Era claro que Justin estaba errado. Incluso Thomas no pudo resistir una ligera sonrisa.

– Mikil tiene razón. ¿Viniste aquí a darnos una mano o estás más interesado en convertirnos a tu nueva religión?

– ¿Religión? El problema con el Gran Romance es que se ha convertido en una religión. ¿Ves lo que ocurre cuando escuchas a los murciélagos? Ellos lo arruinan todo. Primero el bosque colorido y ahora los lagos.

El calor bajó por el cuello de Thomas. ¡Hablar contra el Gran Romance era blasfemia!

– Ya dijiste suficiente. Ayúdanos o déjanos.

– Los libros de historias -expuso Justin bajando la mirada hacia el libro en las manos de Thomas-. Lo peor y lo mejor del hombre. El poder de crear y el poder de destruir. Hagas lo que hagas, no lo pierdas. En las manos equivocadas podría causar mucho problema.

– Está en blanco.

Justin asintió una vez, lentamente.

– Ten cuidado, Thomas. Te veré en la Concurrencia.

Entonces hizo girar el caballo y pasó galopando a los encostrados, regresando a la elevada duna, donde se paró al lado del morador del desierto.

Un cuerno sonó una vez, dos veces. El toque de retirada. Al principio no se movió nadie en las hordas. Los verdugos parecían confundidos y un murmullo retumbó sobre la arena.

El cuerno volvió a sonar dos veces, con más fuerza.

El precio por desobedecer una orden como esta era ejecución inmediata para cualquier encostrado. Se retiraron en masa, en las mismas direcciones en que habían venido.

Thomas observaba, estupefacto, a medida que el desierto se vaciaba.

Luego se fueron. Todos ellos.

La salvación de los guardianes del bosque había llegado tan rápido, con tan poca fanfarria, que difícilmente se sentía real. Giró en su silla para mirar a Justin. La colina estaba desierta. Mikil escupió.

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