Thomas sabía de la isla indonesia llamada Papua por un amigo suyo en Manila, David Lunlow, que asistía a la Academia de Fe. David se crió en la remota isla, era hijo de misioneros. En esa época la denominaban Irian Jaya, pero recientemente había cambiado el nombre a Papua debido a alguna idea política equivocada de que al hacer eso podría fortalecer su búsqueda de independencia de Indonesia.
Papua era única entre los cientos de islas indonesias. La más grande, y por mucho. La menos poblada, principalmente por tribus esparcidas entre montañas, pantanos y regiones costeras que se habían tragado innumerables exploradores con los siglos. En la isla se hablaban más de setecientas lenguas. La ciudad más grande era Jayapura. A ochenta kilómetros por la costa se hallaba un pequeño aeropuerto junto a una creciente comunidad de inadaptados y aventureros. No muy diferente del Lejano Oeste. Había una fuerte comunidad expatriada cuyo objetivo principal era dar nueva dirección a los oprimidos y los perdidos en busca de la verdad. Misioneros.
Era allí, a quince minutos de viaje en Jeep desde Sentani, donde esperaba Cíclope.
Thomas analizó los mapas y las imágenes de satélite de la montaña cubierta de selva. Apenas se podía imaginar cómo Svensson se las había arreglado para construir un laboratorio en un lugar tan remoto e inaccesible, pero la estrategia tenía perfecto sentido. No había verdadera amenaza militar ni policíaca en más de mil quinientos kilómetros. No había aldeas ni habitantes conocidos en la base de la montaña. Un helicóptero que se acercara desde el lugar más lejano pasaría prácticamente inadvertido excepto para los extraños nómadas, que no tenían motivo para informar de algo así ni nadie a quien reportar.
Thomas bajó el mapa y por una ventanilla miró una gran extensión de nubes debajo de ellos. Sosegada, indiferente a lo que sucedía. Desde diez mil metros de alto parecía absurda la idea de que un virus devastaba abajo a la tierra.
– ¿Señor? ¿Necesita algo más? -preguntó la muchacha de la CÍA, cuyo nombre era Becky Masters.
– No. Gracias.
Él volvió a centrarse en los datos que tenía en su regazo y empezó lentamente a hacer planes.
Dos horas después, aterrizaron y lo condujeron a un salón de instrucciones. El equipo de tropas de asalto que lo acompañaría era comandado por el capitán Keith Johnson, un tipo de piel oscura vestido con overoles negros, que parecía poder decapitar a cualquier hombre con una o dos palabras. Lanzó un escueto saludo y llamó «señor» a Thomas, pero lo traicionó el rápido movimiento en los ojos.
– Mucho gusto de conocerlo, capitán -expresó Thomas alargando la mano.
El hombre le estrechó la mano con vacilación. Había más o menos otros veinte en el salón, todos con buena apariencia, muy distintos de sus guardianes del bosque. Pero él había visto bastante en el Discovery Channel para saber que estos hombres podrían provocar graves daños en la mayoría de las situaciones.
– Caballeros, quiero que conozcan al señor Hunter. Tiene carta blanca en esta misión. Recuerden, por favor, quién firma los cheques de sus sueldos. Thomas pensó que eso significaba: Ustedes trabajan para el gobierno, aunque este sujeto parezca alguien salido de un reparto de película, sigan sus órdenes.
– Gracias -contestó Thomas.
El capitán se sentó sin contestarle. Un mapa de Papua y Cíclope ya estaba sobre el proyector, como Thomas lo había solicitado; este recorrió el salón con la vista.
– Sé que les han proporcionado los parámetros generales de la misión, pero permítanme añadir algunos detalles -informó yendo hacia el mapa. Luego repasó su plan centrándose en seis puntos principales de la montaña que él y dos intérpretes de mapas de la CÍA pensaban que Svensson pudo haber utilizado.
La misión era rescatar a Monique de Raison, no arrasar el laboratorio ni matar a Svensson o a cualquier técnico que pudiera estar en el sitio. Al contrario, era crucial mantener con vida estos objetivos. No se podrían usar explosivos. Nada que pudiera poner en peligro el conjunto de datos que el laboratorio mantenía o que albergaban quienes trabajaban allá.
– Debo dormir un poco en el vuelo, pero tendremos mucho tiempo para ensayar lo demás sobre el Pacífico -continuó Thomas-. Capitán, quizás usted quiera hacer algunas modificaciones. Usted conoce mejor a sus hombres, y los dirigirá usted, no yo.
Ninguno de ellos, ni siquiera el capitán, movió un músculo. Thomas pensó: No saben cómo responderme. No es de culparlos. Él no era la clase de individuo con quien los demás sabían cómo relacionarse. Estos combatientes harían aquello para lo que los entrenaron, empezando con seguir órdenes, pero en esta situación él necesitaba más.
No podía seguir haciendo estos estúpidos trucos para escépticos. Miren, amigos, vean lo que puedo hacer. Pronto se extendería la noticia y su reputación hablaría por sí sola, pero de momento estos combatientes no tenían el beneficio del conocimiento que deberían tener, dada la situación. No sabían que el destino de miles de millones podría reposar sobre sus hombros. No sabían respecto del virus. No sabían que el hombre que estaba frente a ellos era de un mundo diferente. En cierto modo.
Thomas atravesó el salón, analizándolos. El presidente había dicho que nada de trucos. Bueno, esto en realidad no era un truco. Se detuvo cerca de Johnson.
– Usted parece tener algunas reservas, capitán.
Johnson no se comprometió de ninguna manera.
– Muy bien. Así que dejemos esto a un lado para que podamos hacer lo que debemos -advirtió caminando por el pasillo y empezando a desabotonarse la camisa-. Soy más pequeño que la mayoría de ustedes. No pertenezco a las fuerzas especiales. No tengo rango. Ni siquiera soy parte del ejército. Por consiguiente, ¿quién soy?
Se liberó el último botón.
– Soy alguien que está dispuesto a enfrentarse aquí y ahora mismo al capitán y a cinco de ustedes, con una absoluta promesa de hacerles a cada uno algún daño corporal muy grave.
Se volvió en el final del pasillo y retrocedió, mirándolos.
– No quiero parecer arrogante; solo que no tengo el tiempo que típicamente se necesita para ganar la clase de respeto necesario en una misión como esta. ¿Algún interesado?
Nada. Unas cuantas sonrisitas torpes.
Se abrió la camisa hasta la cintura y los volvió a enfrentar. Aunque la edad normal y otros sucesos físicos no se transferían entre las dos realidades de él, la sangre sí. Y las heridas. Y los efectos directos de esas heridas. Kara las había examinado, aterrada por el cambio gráfico en el cuerpo de su hermano, prácticamente de la noche a la mañana. Veintitrés cicatrices.
Él los vio fijarse en las numerosas cicatrices de las hordas que le marcaban el pecho. Algunas de las sonrisas cambiaron a admiración. Unos pocos quisieron ponerlo a prueba; él lo pudo ver en sus ojos, una señal alentadora. Si las cosas se ponían difíciles, él dependería más de estos hombres que de los otros. Continuó antes de que ellos pudieran hablar.
– Bien. De todos modos no quisiéramos ensangrentar las paredes de este salón. He sido seleccionado por el presidente de Estados Unidos para dirigir esta misión porque ningún otro ser vivo cualifica del mismo modo que yo, por razones que ustedes nunca sabrán. Pero crean esto: El éxito o el fracaso de esta misión impactará a todo el mundo. Debemos triunfar, y para eso ustedes deben confiar en mí. ¿Me hago entender? ¿Capitán?
***
SIETE HORAS después, Thomas se hallaba en un vuelo nocturno a través del Pacífico con el capitán Johnson y su equipo, y suficiente armamento de alta tecnología como para hundir un pequeño yate. El transporte era un Globemaster C17, volando a siete puntos y cargado con equipo electrónico de vigilancia. Su vuelo duraría diez horas con tres reabastecimientos a bordo.
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