Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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– Parece que usted conociera ese destino -objetó el presidente.

– Si yo fuera ellos, escogería un país europeo, por una lista de motivos que le podría dar si usted quiere. Francia sería ideal.

– Continúe -expresó el presidente frunciendo el ceño.

– Si aún no tenemos solución para cuando las armas lleguen a su destino, entonces hágalas retroceder. Si tengo razón, ustedes tendrán que persuadir a otras potencias nucleares que están más cerca de Francia, como Inglaterra e Israel, y enviar realmente los armamentos de ellos. Si no pareciera que ellos al menos cooperan, entonces tendremos una guerra nuclear en nuestras manos, y más que el mismo virus, esta matará a más millones de personas.

Robert Blair miró a Ron Kreet.

– Israel no optará por eso -contestó el jefe de personal moviendo la cabeza con escepticismo.

– De ahí que ustedes deban empezar a levantar de inmediato la coalición, comenzando con Israel -sugirió Thomas-. Es decir hoy mismo. Tienen que comprometerse a esto ahora.

– Aún no oigo un plan, Thomas -terció Clarice.

Thomas los miró a los tres. Comprendió que estaban perdidos. No que él no lo estuviera, pero tenía una ligera ventaja.

– Mi plan es que los retarden por todos los medios posibles de artimañas y diplomacia, y espero que yo pueda hallar una manera de detenerlos.

Por un largo instante se quedaron demasiado avergonzados o impresionados como para responder. Seguramente lo último.

– Permítanme llevar un equipo a Cíclope -pidió él-. Si tengo razón, hallaremos a Monique. Si me equivoco, aún puedo transmitirles a ustedes información de los libros de historias cuando les ponga las manos encima. Mi permanencia aquí no tiene sentido.

– Aunque enviemos un equipo -comentó Kreet-. No veo cómo usted esté cualificado para dirigir a nuestras tropas de asalto. ¿Hasta qué punto espera que estemos de acuerdo con estos… sueños suyos?

– Creo que él podría tener razón -enunció el presidente-. Concluya.

– Tal vez les podría mostrar algo -explicó Thomas, yendo hasta el centro del salón y mirando el cielorraso-. Si ustedes revisan, descubrirán que no tengo entrenamiento acrobático. Aprendí artes marciales en las Filipinas, pero, créanme, nunca me pude mover como he aprendido a moverme en mis sueños mientras dirijo a los guardianes. Retrocedan.

Se miraron mutuamente y retrocedieron con cautela.

Thomas dio un simple paso y se lanzó al aire, dio una voltereta en rotación y media con un giro completo, aterrizó sobre las manos y mantuvo la posición hasta contar tres antes de invertir todo el movimiento.

Ellos lo miraron boquiabiertos como escolares que acababan de ver un espectáculo de magia.

– Quizás uno más, solo para estar seguros. Agarre ese abrecartas -añadió Thomas haciendo una seña con la cabeza hacia una hoja de bronce sobre el escritorio- y arrójemelo. Tan fuerte como pueda.

– No, todo está totalmente bien -objetó el presidente un poco avergonzado-. Detestaría errar y golpear la pared.

– No le dejaré hacerlo.

– Usted ya hizo méritos.

– Adelante, Bob -desafió Clarice mirando a Thomas con una nueva clase de interés-. ¿Por qué no?

– ¿Simplemente arrojárselo?

– Tan fuerte como pueda. Créame, no hay manera de que me pueda lastimar con eso. No se trata de una guadaña de tres metros o de una espada de bronce. Apenas es un juguete.

El presidente agarró el abrecartas, miró a la sonriente Clarice y arrojó la hoja. Blair había sido atleta y esta hoja no viajaría lentamente.

Thomas la agarró por la empuñadura, a menos de tres centímetros de su pecho. La sostuvo con firmeza.

– ¿Ven? Las destrezas que he aprendido en mis sueños son reales – informó, devolviendo el abrecartas a su sitio-. La información que conozco es igual de verdadera. Debo dirigir el equipo porque hay una posibilidad de que yo sea el único ser vivo que pueda llegar hasta Monique. Ya debería estar en camino.

La puerta se abrió. Entró Phil Grant con el rostro demacrado.

– Tenemos veinticuatro horas para mostrar movimiento de tropas. El destino es ahora la base naval Brest en el norte de Francia. El gobierno afirma que coopera con Svensson solo porque no tiene alternativa. Todas las comunicaciones del asunto se deben mantener en la reserva más absoluta. No se debe poner en alerta a los medios de comunicación. Ellos están buscando una solución, pero hasta que se les ocurra una, insisten en que debemos cooperar. Eso es en pocas palabras.

– Están mintiendo -aseveró Thomas. Los demás lo miraron.

– ¿Ron? -preguntó el presidente mirando al jefe de personal.

– Probablemente están mintiendo. Pero en realidad no importa cómo sea. Aunque Svensson se esté estrechando la mano con el mismísimo Gaetan, no podemos dejar caer bombas nucleares sobre Francia, ¿o sí?

– Está bien, Thomas -aceptó el presidente yendo hasta el escritorio y dejándose caer en la silla-. Estoy autorizando el traslado y transporte del armamento que han exigido. Dentro de una hora tengo una reunión con el mando conjunto. A menos que alguien ofrezca un argumento razonable en contra, lo haremos a su manera.

Puso los codos sobre el escritorio y toqueteó nerviosamente los dedos, unos contra otros.

– Ni una palabra acerca de este asunto de sueños a nadie. ¿Está claro? Eso lo incluye a usted, Thomas. No más trucos. Usted va en misión de este despacho y con mi autorización; eso es todo lo que cualquiera debe saber.

– De acuerdo -consintió Thomas.

– Phil, dele una autorización. Quiero que él vaya a Fort Bragg en helicóptero tan pronto como sea posible. Me aseguraré de que le den todo lo que necesite. Es un trayecto largo hacia Indonesia… haga en el vuelo los planes que deba hacer. Y si usted tiene razón en cuanto a que Svensson está en Cíclope, yo sencillamente podría entregarle toda la Casa Blanca -declaró guiñando un ojo.

– Yo no sabría qué hacer con la Casa Blanca -reconoció Thomas extendiendo la mano-. Gracias por su confianza, señor presidente.

– No estoy seguro de estarle brindando ninguna confianza -opinó Robert Blair estrechándole la mano-. Como usted señaló, en este momento tenemos muy pocas alternativas. Acabo de hablar por teléfono con el primer ministro israelí. Su gabinete ya se ha reunido con la oposición. Los partidarios insisten en que la única manera en que entregarán alguna de sus armas es en la ojiva de un misil. Él no se inclina a discrepar.

– Entonces usted tiene que convencerlos de que cualquier intercambio nuclear sería suicidio -expresó Thomas.

– En la mente de ellos, desarmarse sería suicidio. Someterse los metió antes en un mundo de sufrimiento; no van a ser fáciles y, francamente, no estoy seguro de que deban serlo. Dudo que Svensson tenga intención de darles el antivirus a los israelíes, a pesar de lo que estos hagan.

– Si el antivirus no nos elimina, podría hacerlo una guerra -añadió Thomas-. Una filtración a la prensa podría hacer lo mismo. Pero entonces usted ya sabe eso.

– Por desgracia. Estamos hilando una historia acerca de un estallido de la variedad Raison en una isla cerca de Java. Esto hará suficiente ruido para distraer todo lo demás por algunos días. Los otros gobiernos involucrados entienden la naturaleza crítica de mantener esto en secreto. Pero no hay forma de ocultarlo por mucho tiempo. No con tantas personas involucradas. Mantener a raya a Olsen será en sí una tarea de tiempo completo.

Con los ojos cerrados, el presidente lanzó un profundo suspiro y exhaló.

– Oremos porque usted tenga razón en cuanto a Monique.

***

THOMAS SE cambió de nuevo la ropa por otra con que se sentía más cómodo: pantalones informales Vans y camisa negra abotonada hasta el cuello. Phil Grant envió tres asistentes que tenían órdenes firmes de coordinar cualquier dato adicional que Thomas necesitara. El pidió y recibió una resma de información sobre la región en que se hallaba el objetivo, la cual ya había repasado una vez con la CÍA. Echó otra mirada a la gruesa carpeta.

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