Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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Ella levantó el dedo hacia él, pero no había suficiente luz para ver la diminuta cortada.

– Te pudiste haber cortado aquí y te imaginaste que fue en un lugar llamado laboratorio al trabajar en el virus del que he hablado muchas veces.

– ¡Tienes que creerme, Thomas! Así como querías que yo te creyera. Estuve allí. Vi la… computadora. ¿Me has hablado alguna vez de un aparato llamado computadora que trabaja en una forma que ni siquiera nos podemos imaginar aquí? No, no lo has hecho. O de un micro…

Ella no lograba recordar todos los nombres ni los detalles; se esfumaban con cada hora que pasaba.

– Un aparato que mira dentro de cosas pequeñas. ¿Cómo podía yo saber eso?

– ¡Esto es increíble! -exclamó él con ojos desorbitados; se pasó la mano por el cabello y anduvo de un lado al otro-. ¿Crees que en realidad eres ella? Pero allá se te ve diferente.

– No sé cómo funciona. Sentí que era ella, pero también que estaba aparte. Participaba de sus experiencias, su conocimiento.

– Yo soy Thomas en ambas realidades, pero tengo el mismo aspecto en las dos. No te pareces a Monique.

– ¿Eres exactamente la misma persona?

– Sí. No, allá soy más joven. Creo que solo de veinticinco años.

– Los detalles se hacen borrosos a medida que estás más tiempo aquí – expuso ella.

– ¡Gracias! -exclamó él de pronto dejando de caminar de lado a lado, mirándola directamente a los ojos y besándola en la boca-. Gracias, gracias.

Ella no pudo dejar de sonreír. Aquí estaban ellos, en medio del desierto con las hordas a pocos kilómetros de distancia, besándose porque tenían esta conexión con sus sueños.

– ¿Has vuelto a soñar? -inquirió él.

La sonrisa de ella se desvaneció.

– Sobre mi caballo, me dormí, sí.

– ¿Y?

– Soñé con la Concurrencia.

– Pero no con Monique. Te debió haber sucedido algo para que soñaras esa única vez -expresó él frotándose las sienes-. Algo… ¿sabe ella?

– ¿Monique?

– Cuando sueño soy consciente de mí en la otra realidad. Sé que en este mismo instante, mientras estoy despierto aquí, también duermo en un hotel en un lugar cerca de Washington, D.C. ¿Sabes si Monique está durmiendo ahora?

Rachelle no tenía idea. Se encogió de hombros.

– No creo que ella sepa de mí, o al menos no piensa en mí. O debería decir que ella no pensaba en mí cuando yo… miraba por sus ojos.

– Quizás porque ella no ha soñado contigo. ¡Sabes que ella existe, pero ella no sabe que tú existes!

Él estaba mucho más emocionado con su conclusión de lo que lo estaba su esposa.

– No encuentro eso consolador -objetó Rachelle.

– ¿Por qué no? ¡Lo importante es que tú sabes1. No tienes idea de lo que esto significa para mí, Rachelle. De alguna manera, estamos ligados en las dos realidades. Ya no soy el único. ¿Sabes cuántas veces he tenido la tentación de creer que me he vuelto loco?

– Así que tu locura me ha contagiado ahora. Qué posibilidad tan encantadora. Y no creo que estemos ligados en ambas realidades, como las llamas. No de la manera que comprendo la unión -cuestionó ella y bajó la voz-. ¿Amas a Monique?

– No -contestó él parpadeando-. ¿Por qué?

– ¡Deberías hacerlo!

Thomas la miró.

– Quiero decir, si soy Monique, entonces tienes que amarme.

– Pero no sabemos si eres Monique.

– No. Pero al menos ella y yo estamos conectadas.

– Sí.

– Y lo que le ocurre a ella me ocurre a mí -declaró Rachelle levantando el dedo cortado.

– Así parece.

– Un hombre… ¿Svensson? Este hombre… quiere matar a Monique.

Thomas no manifestó nada por un momento, como si empezara a tener una verdadera comprensión de lo que ella decía. Luego agarró con delicadeza la mano de Rachelle entre la suya y le levantó el dedo hasta sus propios labios. Le besó el dedo cortado.

– Los sueños no te pueden matar, amor mío -pronunció Thomas mientras le temblaba la mano.

– No necesitas fingir. Lo sabes mejor que yo. Me dijiste lo mismo hace quince años. Lo volviste a decir anoche. Si morimos en las historias, muy bien podríamos morir aquí. No lo entiendo. No estoy segura de que quiera entenderlo, pero es cierto.

– ¡No te dejaré morir!

– Entonces debes soñar, esposo mío -animó ella acercándosele de modo que su cuerpo tocó el de él-. Debes detener el virus, porque sabemos por las historias que el virus mata a la mayor parte de ellos, y dudo mucho que ese Svensson tenga intención de dejar viva a Monique.

– ¿Crees entonces que puedo cambiar las historias?

– Si no puedes… si no podemos, los dos podríamos morir -formuló ella mirándolo a los ojos-. Allá y acá. Y si morimos aquí, ¿qué llegará a pasar con la selva? ¿En qué se convertirán nuestros hijos? Debes rescatar a Monique. Porque me amas, debes rescatar a Monique.

Thomas parecía acongojado.

– ¡Tengo que conseguir los demás libros de historias! Ahora, antes de que las hordas se movilicen.

– No. Debes dormir. Sé dónde tienen a Monique.

13

EL DESPACHO del presidente. De este salón fluía más poder que de ningún otro en el mundo, pero, al observar el barullo de actividad mientras esperaba su audiencia con el presidente Blair, Thomas se preguntó si ese poder podría haberse cortocircuitado.

Él no sabía exactamente quién conocía acerca de la variedad Raison, pero la urgencia en sus rostros traicionaba la disposición de dejarse llevar por el pánico de media docena más de visitantes que evidentemente habían exigido y recibido citas con el despacho más destacado del mundo.

Algunos sin duda eran secretarios o asesores en el gabinete; otros debían representar incendios que el presidente se sentía obligado a apagar: líderes de la oposición que amenazaban con acudir al público, legisladores preocupados con buenas intenciones que arruinarían al país, etcétera, etcétera.

Si esa era la clase de pánico que trastornaba estos majestuosos pasillos, ¿cuál era la escena en otros gobiernos? Por lo que Thomas pudo alcanzar a oír, todos los gobiernos de las naciones occidentales ya estaban cediendo, a solo dos días de la crisis.

Thomas se hallaba en el sofá dorado y con los pies sobre el sello presidencial, delante del presidente, que estaba en un diván similar directamente frente a él. Phil Grant se hallaba en otro sofá al lado del dignatario. A su derecha Ron Kreet, jefe de personal, y Clarice Morton, que rescatara a Thomas en la reunión de ayer, se hallaban sentados en los sillones verdes con dorado cerca de la chimenea. Un retrato de George Washington los observaba desde su marco entre ellos. Robert Blair, Phil Grant y Ron Kreet vestían corbata. Clarice llevaba un vestido ejecutivo. Thomas había optado por los mismos pantalones negros y camisa blanca que usara la víspera; de momento era la única ropa de su posesión y que significaba alguna verdadera vestimenta para ellos, aunque dudó que eso le importara mucho a este presidente.

– ¿Está usted seguro de esto, Thomas?

– Tan seguro como puedo estarlo de cualquier cosa, señor presidente. Sé que aún le parece un poco forzado, pero así es como supe del virus la primera vez.

– Asegura que encontró los libros de historias, esos textos históricos que nos podrían decir lo que ocurre a continuación, pero, más importante aún, sabe dónde tienen a Monique de Raison.

– Sí.

El presidente miró a Kreet, que arqueó una ceja como para decir: Es decisión suya, no mía.

Thomas había despertado temprano y pasó la primera hora intentando localizar a Gains o a Grant… en realidad a alguien que pudiera responder a esta nueva información que había recuperado de sus sueños. Supo que los dos se habían quedado despiertos hasta tarde y que finalmente dormían. Eran casi las nueve de la mañana cuando logró convencer al asistente de Grant para que lo comunicara con él.

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