– Lo oí.
Thomas se dirigió a la portezuela que llevaba al salón. Aparentemente no se había provocado ninguna alarma.
– Como dijiste, no tenemos toda la noche -advirtió William.
– Déjame pensar.
Él debía hallar más información. Ahora sabían que los libros no solo existían sino que estaban a menos de treinta metros de donde él se hallaba. El descubrimiento lo agarró de un modo que no había esperado. No se podía expresar cuan valiosos podrían ser los libros. Sin duda en el otro mundo, ¡pero incluso aquí! Con seguridad los roushes se habrían salido de su camino para esconderlos. ¿Cómo se las había arreglado Qurong en primer lugar para tenerlos en sus manos?
– Señor…
Thomas fue a la pared, donde colgaban varias túnicas. Se quitó la suya.
– ¿Qué estás haciendo?
– Me estoy convirtiendo en un criado. Sus túnicas no son tan ligeras como las de los guerreros.
William siguió su ejemplo. Se pusieron nuevas túnicas y metieron las antiguas debajo de la cobija del criado. Las volverían a necesitar.
– Espera aquí. Voy a averiguar más.
– ¿Qué? Yo no puedo…
– ¡Espera aquí! No hagas nada. Permanece con vida. Si no regreso en media hora, entonces búscame. Si no me encuentras, regresa al campamento.
– Señor…
– No cuestiones, William.
Él se enderezó la túnica, se jaló la capucha sobre la cabeza y salió del salón.
***
LAS TIENDAS eran después de todo una sola tienda grande. Nada menos que un castillo portátil. Cortinas púrpura y rojo colgaban en la mayoría de las paredes, unas alfombras teñidas atravesaban el piso. Estatuas de bronce de serpientes aladas con ojos rubíes parecían ocupar cada rincón. Aparte de eso, los pasillos estaban desiertos. Thomas caminó como un encostrado en la dirección que la criada le había mostrado. La única señal de vida vino de un continuo murmullo de discusión que aumentaba a medida que se acercaba a las habitaciones de Qurong.
Entró al pasillo que llevaba a las habitaciones reales y se detuvo. Una sola alfombra que portaba la imagen negra del serpenteante murciélago shataiki a quien ellos adoraban ocupaba la pared. A la izquierda de Thomas, una pesada cortina turquesa lo separaba de las voces. A su derecha, otra cortina disimulaba el silencio.
Hizo caso omiso de la fuerza con que le latía el corazón y se movió a la derecha. Retiró la tela, halló vacío el cuarto y entró.
Una esterilla grande con copas de bronce y un elevado cáliz se hallaban en el centro de lo que solo podía ser el comedor de Qurong. Lo que Thomas llamaba mobiliario era escaso entre los moradores del desierto, ya que les faltaba madera, pero la inventiva que mostraban era evidente. Alrededor de la esterilla había enormes almohadones rellenos, cada uno estampado con el serpenteante emblema. En los cuatro rincones del cuarto titilaban llamas en el sereno aire, irradiando luz sobre no menos de veinte espadas, guadañas, garrotes y toda imaginable arma nómada, todas las cuales colgaban en la pared del frente.
En el rincón a la derecha de Thomas había un tonel de junco. Corrió y miró adentro. Agua estancada del desierto. El agua corría cerca de la superficie en cavidades donde los moradores del desierto cultivaban su trigo y cavaban sus pozos poco profundos. No extraña que prefirieran bebería mezclada con trigo y fermentada como vino o cerveza.
Él no estaba aquí para beber su nauseabunda agua.
Thomas revisó el pasillo y lo halló despejado. Se hallaba a medio camino de la entrada cuando la cortina se movió hacia adentro del cuarto opuesto.
Él se retiró y la portezuela se bajó.
– ¿Un trago, general?
– ¿Por qué no?
Thomas corrió hacia el único amparo que le brindaba el cuarto. El barril. Se deslizó por detrás, se puso de rodillas y contuvo el aliento. La portezuela se abrió. Se cerró zumbando.
– Un día bueno, señor. Un buen día de veras.
– Y solo es el comienzo.
Vertieron cerveza del cáliz en una copa. Luego en otra. Thomas se metió en la sombra hasta donde pudo, sin tocar la pared de la tienda.
– A mi más honroso general -enunció una apacible voz; nadie más que Qurong se referiría a algún general como mi general.
– Martyn, general de generales.
¡Qurong y Martyn! Bronce chocó contra bronce. Bebieron.
– A nuestro sumo gobernante, que pronto gobernará sobre todas las selvas -manifestó el general.
Las copas volvieron a tintinear.
Thomas dejó escapar el aire de sus pulmones y respiró con cuidado. Deslizó la mano debajo de su capa y tocó la daga. ¡Ahora! Debería agarrarlos ahora a los dos; no sería una tarea imposible. En tres pasos podría alcanzarlos y enviarlos al hades.
– Te lo digo, la brillantez del plan está en la audacia -comentó Qurong-. Podrían sospechar, pero con nuestras fuerzas en el umbral de ellos se verán obligados a creer. Hablaremos de paz y escucharán porque deben hacerlo. Para el momento en que hagamos actuar la traición en él, será demasiado tarde.
¿Qué era esto? Un hilillo de sudor se filtró por el cuello de Thomas. Movió la cabeza para echar un vistazo a los hombres. Qurong usaba una túnica blanca sin capucha. Un gran colgante bronceado del shataiki le colgaba del cuello. Pero fue la cabeza del hombre lo que llamó la atención de Thomas. A diferencia de la mayoría de las hordas, él usaba el cabello largo, apelmazado y enrollado en rizos. Y el rostro le pareció extrañamente conocido.
Thomas rechazó la sensación.
El general usaba una túnica encapuchada con una banda negra. Se hallaba de espaldas.
– He aquí entonces el tratado de paz -expresó Martyn.
– Sí, por supuesto -contestó Qurong riendo-. Paz. Volvieron a beber.
Qurong dejó su copa y soltó un suspiro de satisfacción.
– Es tarde y creo que me hace señas el placer de mi esposa. Reúne el consejo interno al amanecer. Ni una palabra a los demás, amigo mío. Ni una palabra.
– Buenas noches -se despidió el general bajando la cabeza. Qurong se volvió para salir.
Thomas obligó a su mano a calmarse. ¿Una traición? Podría matarlos ahora a los dos, pero hacerlo levantaría la alarma. No conseguiría los libros. Y Qurong podría suponer que les escucharon el plan. Más tarde él y William podrían sencillamente cortar la garganta del líder mientras dormía.
Qurong hizo a un lado la cortina y desapareció.
Pero el general se quedó. Imagine, ¡eliminar a Martyn! Casi valía el riesgo el encuentro.
El general tosió, bajó la copa con cuidado y se volvió para salir. Fue al girar cuando debió de ver algo, porque se detuvo de repente y miró hacia el rincón de Thomas.
El silencio se apoderó del cuarto. Thomas cerró la mano alrededor de la daga. Si matar a Martyn les arruinaba los planes, entonces hacerlo sería prioridad sobre los libros. Siempre podrían…
– ¿Hola?
Thomas se quedó quieto.
El general dio dos pasos hacia el tonel y se detuvo. ¡Ahora, Thomas! ¡Ahora!
No, ahora no. Aún había una posibilidad de que el general se diera vuelta. Agarrarlo por el costado o por detrás reduciría el riesgo de que gritara.
Ninguno se movió por un prolongado momento. El general suspiró y dio la vuelta.
Thomas se levantó y lanzó la daga en un suave movimiento. Aun si el poderoso general hubiera oído el zumbido del cuchillo, no mostró ninguna señal. La hoja brilló en su rotación, una, dos veces, luego se clavó en la base de la nuca del hombre, cortándole la columna vertebral antes de que tuviera tiempo de reaccionar.
El tipo se derrumbó como un costal de piedras cortado desde una viga en el techo.
En tres largas zancadas Thomas alcanzó al general y le tapó la boca con 'a mano. Pero el hombre no daría ninguna alarma.
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