– Están aprendiendo -comentó él-. Su tecnología no está muy atrás de la nuestra.
– No tienen pólvora -objetó Mikil-. Si me preguntas, te diré que están acabados. Dame tres meses y habré construido nuevas defensas alrededor de cada selva. Ellos no tienen posibilidades.
Thomas se puso por encima de la cabeza la túnica que había agarrado y sujetó la extraña daga.
– Hasta que tengan pólvora -expuso él, metiendo su propia ropa detrás de una roca-. ¿Has pensado en lo que podrían hacerle a la selva si tuvieran explosivos? Además, no estoy seguro de que tengamos tres meses. Cada vez son más valientes y pelean con más inteligencia. Y nos estamos quedando sin guerreros.
– ¿Qué sugerirías entonces? -preguntó Mikil-. ¿Traición?
Ella se refería al incidente en el Bosque Sur. Un mensajero había acabado de llegar antes de que salieran y les informó de la victoria del Bosque Sur sobre las hordas.
Solo que no fue Jamous quien había hecho ir a los encostrados. Él había perdido más de la mitad de sus hombres en una batalla sin esperanzas en que el oponente se mostró más hábil y lo rodeó… una posición rara y mortal en la cual caer.
No, fue Justin, informó el mensajero con un brillo en los ojos. Sin la ayuda de nadie había sembrado terror en las hordas, sin un solo ataque con su hoja. Había negociado una retirada con nada menos que el gran general, el mismísimo Martyn.
Todo el Bosque Sur había entonado alabanzas durante tres horas en el Valle de Elyon. Justin les había hablado de un nuevo camino y ellos habían escuchado como si fuera un profeta, siguió informando el mensajero. Luego Justin había desaparecido en el interior de la selva con su pequeña banda.
– ¿He sugerido alguna vez rendirnos de alguna forma ante las hordas? -inquirió Thomas-. Moriré esperando el cumplimiento de la profecía si tengo que hacerlo. No cuestionen mi lealtad. Un guerrero descarriado es la menor de nuestras preocupaciones ahora. Tendremos tiempo suficiente para eso en la Concurrencia.
Él le había hablado a Mikil del careo y de la solicitud del Consejo de que él lo defendiera, si se producía una pelea.
– Tienes razón -concordó ella-. No quise mostrar irrespeto.
– Vayamos en silencio -ordenó Thomas montando y haciendo girar su caballo-. Pónganse las capuchas en la cabeza.
Salieron del cañón, vestidos como una banda de moradores del desierto, siguiendo las profundas huellas de las hordas.
El sol se puso lentamente detrás de los barrancos, dejando al grupo en profundas sombras. Pronto salieron de las formaciones de rocas y se dirigieron al occidente hacia un tenue horizonte.
La explicación de Thomas acerca de la misión fue muy sencilla. Había sabido que las hordas tenían una terrible debilidad: Entraban a la batalla con la supersticiosa creencia de que sus reliquias religiosas les darían la victoria. Si una pequeña banda de guardianes del bosque lograba penetrar al campamento de las hordas y robar las reliquias, les asestarían un tremendo golpe. Thomas también se había enterado de que Qurong, que seguramente comandaba el ejército que acababan de derrotar, llevaba esas reliquias con él. Las reliquias eran los libros de historias. ¿Quién iría con él para intentar ese golpe a las hordas?
Los nueve aceptaron de inmediato.
En ese mismo momento él se hallaba acostado en una habitación de hotel ni a diez cuadras del edificio del capitolio en Washington, D.C., durmiendo. Cien agencias gubernamentales se quemaban las pestañas tratando de encontrarle sentido a la amenaza que estaba a punto de llevar al mundo a su fin. Dormir era sin duda lo que estaba más lejos en las mentes de ellos. Intentaban decidir quién debería saber y quién no, a qué miembros de la familia podrían advertir sin filtrar el mensaje de modo que pusiera a la nación en pánico. Pensaban en formas de aislar, poner en cuarentena y sobrevivir.
Pero no Thomas Hunter. Él entendía algo que muy pocos podían entender. Si hubiera una solución para la amenaza de Svensson, muy bien podría estar en el sueño de Thomas.
En sus sueños.
Cuatro horas después vieron la gran cantidad de luces, puntitos de luz humeante de antorchas de petróleo a varios kilómetros más allá de la duna a la que los guardianes habían subido. La madera era escasa, pero el líquido negro que se filtraba de la arena en reservas lejanas les suplía sus necesidades muy bien o mejor que la madera. Thomas nunca había visto las reservas de petróleo, pero a menudo los guardianes del bosque confiscaban barriles del combustible a ejércitos caídos y se los llevaban como botín.
Se detuvieron uno al lado del otro, diez a lo ancho, mirando al occidente.
Durante varios segundos permanecieron en lo alto de la duna en silencio total. Aun lo que había quedado del ejército era amedrentador.
– ¿Estás seguro de esto, Thomas? -quiso saber William.
– No. Pero estoy seguro de que nuestras opciones están disminuyendo -contestó con mayor confianza de la que sentía.
– Yo debería ir con ustedes -manifestó Mikil.
– Nos ceñiremos al plan -expuso él-. William y yo vamos solos.
Ellos conocían las razones. Primero estaba el asunto de su piel. Todos menos Thomas y William se habían bañado en el lago antes de salir. Luego estaba Mikil: normalmente, las mujeres de las hordas no viajaban con los ejércitos. Aunque a ella le cambiara la piel, entrar podría resultarle peligroso, a pesar de que afirmara que dentro de su capa podría parecer tan hombre como cualquiera de ellos.
– ¿Cómo está tu piel, William?
– Me pica -respondió el teniente levantándose la manga.
Thomas desmontó, sacó una bolsa de ceniza y se la lanzó.
– Rostro, brazos y piernas. Póntela en abundancia.
– ¿Estás seguro de que esto los engañará? -indagó Mikil.
– Mezclé la ceniza con algo del azufre que usamos para la pólvora. El olor es igual al de los…
– ¡Puf! ¡Esto es horrible! -exclamó William haciendo una mueca y alejando la nariz de la bolsa; tosió-. ¡Nos olerán a un kilómetro de distancia!
– No si olemos como ellos. Lo que más me preocupa son sus perros. Y nuestros ojos.
– Ya están palideciendo -informó Mikil mirándolo a los ojos-. Con esta luz deberían estar bien. Y sinceramente, con esta luz y bastante de esa ceniza podrida sobre mi piel yo podría pasar tan fácilmente como ustedes.
Thomas hizo caso omiso de la persistencia de ella.
Diez minutos después él y William se habían empolvado la piel de gris, revisaron su equipo para estar seguros de que nada de este los asociara con los guardianes y volvieron a montar. Los demás se quedaron a pie.
– Muy bien -anunció Thomas aspirando profundamente y soltando Poco a poco el aire-. Aquí vamos. Busca el fuego, Mikil, exactamente como 'o planeamos. Si ves que una de las tiendas de las hordas se incendia de repente, envía al resto por nosotros a caballo, rápida y silenciosamente. Lleven nuestros caballos. Hagan lo que hagan, no olviden mantener puestas las capuchas. Y tal vez quieran echarse un poco de ceniza en el rostro por si acaso.
– ¿Enviar al resto? Dirigirlos, querrás decir.
– Envíalos. Necesito a alguien que dirija a los guardianes en caso de que todo salga mal.
– Creo que deberías reconsiderar que ataquemos -objetó ella mirándolo y tensando la mandíbula.
– Seguimos con lo planeado. Como siempre.
– Como siempre, rechazas cualquier voz de prudencia. Estoy mirando el campamento y veo a mi general a punto de meterse dentro de una manada de lobos, y me estoy empezando a preguntar la razón.
– Por la misma razón que hemos tenido todo el día -explicó él-. Jamous casi pierde ayer la vida, y nosotros anteayer. Las hordas están ganando fortaleza y, a menos que hagamos algo para neutralizarlas, no solo Jamous, sino todos nosotros moriremos junto con nuestros hijos.
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