Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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Los hombres agarraron las carpetas y las abrieron. Una sensación de propósito se había asentado en el salón. Henri Gaetan miró el cadáver del primer ministro.

– Él ha hecho un viaje de emergencia hacia el sur, Henri. El presidente asintió.

– Thomas Hunter -expuso Chombarde, levantando la primera página de su carpeta-. El hombre que secuestró a Monique de Raison.

– Sí. Él es… un hombre único que se ha interpuesto en nuestro camino. Podría saber más que de lo que necesitamos que sepa. Usen cualquier fuerza que sea necesaria para traerlo, vivo si es posible. Coordinarán sus esfuerzos con Carlos Missirian. Consideren a Hunter su mayor prioridad.

– Agarrar a un hombre en Estados Unidos podría ser un desafío en un momento como este.

– No tendrán que hacerlo. Estoy seguro de que él vendrá a nosotros, sino a Francia, adonde tenemos a la mujer.

Una breve pausa.

– Hay quinientos setenta y siete miembros en la asamblea -informó el presidente-. Usted ha hecho una lista de noventa y siete que podrían ser problemáticos. Creo que habrá más.

Ellos revisaron y en ocasiones ajustaron los planes hasta bien entrada la noche. Se rebatieron objeciones, se lanzaron y rechazaron nuevos argumentos, se fortificaron estrategias. Una sensación de propósito y quizás algo de destino se apoderó lentamente de todos con creciente seguridad.

Después de todo, tenían pocas alternativas.

La suerte estaba echada.

Francia siempre había estado destinada a salvar al mundo y al final eso era exactamente lo que ellos estaban haciendo. Salvaban al mundo de su propia desaparición.

Salieron del salón seis horas después.

El primer ministro Jean Boisverte salió en una enorme bolsa.

12

THOMAS DESPERTÓ bruscamente. Bajó de la cama y examinó el cuarto. Aún estaba oscuro afuera. Rachelle dormía en la cama. Dos pensamientos le resonaron en la mente, anegando la simple realidad de este cuarto, esta cama, estas sábanas, este piso de corteza debajo de sus pies descalzos.

Primero, era incuestionable que las realidades que experimentaba se hallaban conectadas, tal vez en más maneras de las que alguna vez pudo haber imaginado, y esas dos realidades estaban en peligro.

Segundo, sabía lo que debía hacer ahora, de inmediato y a cualquier precio. Debía convencer a Rachelle de que le ayudara a encontrar a Monique y luego debía hallar los libros de historias.

Pero la imagen de su esposa durmiendo le apagó de forma inesperada el entusiasmo por pedirle ayuda. Tan tierna y perdida en su sueño. El cabello le caía en el rostro y Thomas estuvo tentado a acariciárselo.

El brazo de ella se hallaba embadurnado de sangre. La parte de la sábana donde reposaba el brazo estaba roja.

El pulso de Thomas se aceleró. ¿Estaba ella sangrando? Sí, un pequeño corte en la parte superior del brazo… que él no había observado anoche con toda la emoción de su regreso. Ella tampoco lo había mencionado. Pero ¿salió toda esa sangre de un corte tan pequeño?

Thomas se miró el brazo y recordó: Él mismo se había cortado en el laboratorio del doctor Myles Bancroft. Sí, por supuesto, cuando eso sucedió dormía aquí, y sangró aquí, exactamente como temía que iba a suceder.

Su antebrazo había rozado el brazo de Rachelle. La mitad de la sangre era de él; la otra mitad de ella.

Comprenderlo solo alimentó su urgencia. Si no lograba detener el virus, indudablemente moriría. ¡Todos podrían morir!

¿Entonces qué? Corrió hacia la ventana y miró a través de ella. El aire estaba tranquilo… una hora antes del amanecer. Pensó que no serviría de nada despertar a Rachelle para persuadirla de que olvidara todo lo que había expresado respecto de los sueños de él. Estaría furiosa con él por volver a soñar. ¿Y por qué iba ella a pensar que la cortada de él fue algo más que un accidente?

El hombre sabio, por otra parte, podría entender. Jeremiah.

Thomas se puso la túnica en silencio, se amarró las botas a los pies, y entró al aire frío de la mañana.

Ciphus vivía en una casa grande más cerca del lago, un privilegio en que insistió como guardián de la fe. No le agradó que lo despertaran tan temprano, pero tan pronto como vio que se trataba de Thomas mejoró su estado de ánimo.

– Para ser un hombre religioso, bebes demasiada cerveza -dijo Thomas.

– Para ser guerrero, no duermes suficiente -rezongó el hombre.

– Y ahora no eres muy razonable. Se supone que los guerreros no han de pasar la vida durmiendo. ¿Dónde puedo encontrar a Jeremiah del Sur?

– ¿El viejo? En la casa de huéspedes. Aunque todavía está oscuro.

– ¿Cuál casa de huéspedes?

– La que supervisa Anastasia, creo.

– Gracias, amigo -asintió Thomas-. Vuelve a dormir.

– Thomas…

Pero él se fue antes de que el anciano pudiera expresar otra objeción. Tardó diez minutos en localizar el cuarto de Jeremiah y despertarlo. El viejo puso los pies en el suelo y se sentó a la menguante luz de la luna.

– ¿Qué pasa? ¿Quién es?

– Shh, soy yo, anciano. Thomas.

– ¿Thomas? ¿Thomas de Hunter?

– Sí. Mantén baja la voz; no quiero que despiertes a los demás. Estas casas tienen paredes delgadas.

Pero el viejo no pudo contener el entusiasmo. Se puso de pie y estrechó firmemente los brazos de Thomas.

– Aquí, siéntate en mi cama. Conseguiré algo de beber.

– No, no. Vuelve a sentarte, por favor. Tengo una pregunta urgente.

Thomas hizo sentar al anciano y se sentó a su lado.

– ¿Cómo puedo atender a tan honrado huésped sin ofrecerle algo de beber?

– Me has ofrecido una bebida en otras ocasiones. Pero no vine por tu hospitalidad. Soy yo quien debería honrarte.

– Tonterías…

– Vine con respecto a los libros de historias -informó Thomas. El silencio invadió a Jeremiah.

– He oído que tú podrías saber algunos aspectos acerca de los libros de historias. Dónde podrían estar y si se pueden leer. ¿Lo sabes? El hombre titubeó.

– ¿Los libros de historias? -objetó con voz débil y forzada.

– Debes decirme lo que sepas.

– ¿Por qué querrías saber acerca de esos libros?

– ¿Por qué no debería querer saber? -cuestionó Thomas.

– No dije que no deberías. Solo pregunté la razón.

– Porque deseo saber lo que ocurrió en las historias.

– ¿Es este un deseo repentino? ¿Por qué no diez años atrás?

– Nunca se me ocurrió que podrían ser útiles.

– ¿Y nunca se te ocurrió que no se encuentran aquí por un motivo?

– Por favor, Jeremiah.

– Sí -contestó el hombre y volvió a titubear-. Bueno, nunca los he visto. Y temo que tengan algún poder y que estén hechos para alguien.

– ¿Dónde están? -preguntó Thomas oprimiendo el brazo del hombre.

– Es posible que estén con las hordas.

Thomas se puso de pie. ¡Desde luego! Jeremiah había estado con las hordas antes de bañarse en el lago.

– ¿Sabes eso con seguridad?

– No. Como te dije, nunca los he visto. Pero he oído decir que los libros de historias siguen a Qurong a la batalla.

– ¿Los tiene Qurong? ¿Se pueden… se pueden leer?

– Creo que no, no. No estoy seguro de que tú puedas leerlos.

– Pero sin duda alguien puede leerlos. Tú.

– ¿Yo? -contestó Jeremiah sonriendo-. No sé. Quizás ni siquiera existan, que yo sepa. Todo se trató solo de rumores, ¿sabes?

– Pero tú crees que ellos los tienen -expuso Thomas. El primer vestigio del amanecer brilló en los ojos de Jeremiah.

– Sí.

Así que el viejo había sabido todo el tiempo que los libros estaban con las hordas, y sin embargo nunca había dado esa información. Thomas entendía: Desde hace mucho tiempo los libros de historias fueron tomados del pueblo de Elyon y consignados a una historia oral por alguna razón. Si esto fue razonable hace tanto tiempo, sin duda era razonable ahora. Como señalara Rachelle de manera tan acertada, ¿no había Tanis seguido el mal camino debido a su fascinación por conocer de ellos? Tal vez Jeremiah tenía razón. Los libros de historias no eran para el hombre.

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