Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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Esperaron en silencio un buen rato, luego pasaron a Qurong, conteniendo el impulso de acabar con él. Solo después de que tuvieran los libros. Él no se podía arriesgar a un confinamiento total en el campamento debido a la muerte de Qurong. Con un poco de suerte, nadie sabría que habían violado la recámara. Se volvieron a escabullir en los cuartos de los criados, volvieron a ponerse la ropa que trajeron y se metieron por el corte en la pared de lona.

– Recuerda, camina lentamente -advirtió Thomas.

– No estoy seguro de poder caminar rápido. La piel me está matando. Las hordas dormían. Según parece, nadie vio a los dos en su caminata de 1 1

medianoche en medio del campamento. Veinte minutos después, Thomas y William dejaban atrás las tiendas y se metían en la oscuridad del desierto.

***

– ¡ENTONCES VAMOS ahora! -exclamó Mikil-. Tenemos una hora antes de la salida del sol. Y si ellos están durmiendo, ¿qué importa que nuestra piel haya cambiado o no? ¡Insinúo que entremos y matemos a muchos de ellos!

– Déjame lavarme primero -declaró William, poniéndose de pie-. Preferiría que una espada me atravesara el vientre a soportar esta maldita enfermedad.

Thomas miró a su teniente. Ninguno de ellos se había bañado aún… la posibilidad de regresar antes de la salida del sol les aplazó la decisión.

– Báñate -le dijo.

– Gracias.

William se fue a su caballo, se despojó de la ropa, la tiró a un lado lanzando una palabrota entre dientes y comenzó a salpicarse agua en el pecho. Se estremecía cuando el agua le tocaba la piel; tras solo dos días, la enfermedad no había avanzado mucho para que el agua le produjera un dolor excesivo, pero era claro que lo sentía.

– Estamos perdiendo tiempo, Thomas -expuso Mikil-. Si hemos de ir, debemos hacerlo ahora.

La teniente aún estaba furiosa porque la dejaron. Thomas lo pudo ver en los ojos de ella. Mikil aún no podía entender por qué no le cortaron la garganta a Qurong mientras yacía dormido.

Thomas levantó el libro que había recuperado y abrió la portada una vez más. La primera página estaba en blanco. La segunda también estaba en blanco.

Todo el libro, ¡en blanco!

Ni un solo símbolo en ninguna de sus páginas. ¿Cómo podía ser esto? El primer libro que había agarrado tenía escritura, pero este, en el que no había mirado, estaba vacío.

Tenían que conseguir los otros libros. Mikil quería matar a Qurong, pero no podían hacerlo hasta que supieran más. Y hasta que tuvieran los dos arcones.

– Es demasiado arriesgado -opinó Thomas cerrando el libro-. Esperaremos e iremos mañana en la noche.

– ¡No te puedes quedar hasta mañana en la noche! -considero Mikil-. Otro día y quedarás a merced de tu enfermedad. No me gusta esto, para nada.

– Entonces me bañaré e iré mañana con la ceniza, igual que tú. No podemos tomar una decisión precipitada. Tal vez nunca más se presente una oportunidad. ¿Cuán a menudo Qurong se acerca tanto a nuestras selvas? Y este plan de él me preocupa. ¡Debemos pensar! Según las versiones del Bosque Sur, Martyn buscaba la paz. Quizás vaya en nuestros mejores intereses jugar su juego sin dejarles saber que lo sabemos -comunicó y se fue hacia su caballo-. Hay demasiadas inquietudes. Esperamos hasta mañana en la noche.

– ¿Y si se movilizan mañana? Además, la Concurrencia es en tres días… no podemos quedarnos aquí para siempre.

– Entonces los seguiremos. La Concurrencia esperará. ¡Basta! Un caballo relinchó en la noche. No era uno de los de ellos. Por instinto Thomas se lanzó al suelo y rodó.

– ¿Thomas?

Él se levantó sobre una rodilla. ¿Rachelle?

– ¡Thomas!

Ella entró corriendo al campamento, desmontó y corrió hacia él.

– ¡Thomas, gracias a Elyon!

***

RACHELLE SABÍA que era Thomas, pero la condición de él la detuvo a mitad de camino a través de la arena. Aun en la oscuridad ella pudo ver que él estaba cubierto por algo como ceniza gris y que tenía descoloridos los ojos, casi blancos. Ella no había visto la podredumbre, desde luego. No era poco común que miembros de la tribu se pusieran grises cuando tardaban en bañarse por una u otra razón. Incluso algunas veces había sentido el inicio de la enfermedad en sí misma. Pero aquí en el desierto, con el fuerte olor a azufre y el rostro de Thomas casi blanco, la enfermedad la agarró por sorpresa.

– ¿Estás… estás bien?

Él la miró, anonadado.

– Debíamos ir vestidos como ellos -explicó él-. No me he bañado. ¿Por qué estás aquí?

Sus hombres y Mikil se hallaban en un pequeño círculo de sacos de dormir sobre la arena. No había fuego… un campamento limpio. Sus caballos estaban agrupados al lado de Thomas. William solo estaba medio vestido y lavándose el cuerpo con agua. Su piel era una mezcla de rosado y blanco pastoso.

– ¿Cómo pudiste hacer esto sin decírmelo? -inquirió ella-. ¿No te has bañado desde que saliste? ¡Te has vuelto loco! Él no dijo nada.

No importaba, él estaba bien; eso es lo que a Rachelle le preocupaba. Volvió a su caballo, sacó un odre de cuero lleno de agua del lago y se lo lanzó a él.

– Báñate. Rápido. Tenemos que hablar. A solas.

– ¿Qué sucedió?

– Te lo diré, pero primero tienes que bañarte. No voy a besar a ningún hombre que huela como los muertos.

Él se lavó de la enfermedad mientras Suzan hablaba con los guardianes acerca del viaje de ellas. Pero, cuando Thomas exigió saber por qué habían corrido un riesgo como ese, ella solo miró a Rachelle.

Thomas sacó una túnica de las alforjas, la sacudió una vez para quitarle el polvo, se la puso y miró a los demás.

– Perdónennos un momento.

Él la tomó del codo y la alejó.

– Lo siento, amor mío -explicó él en voz muy baja-. Perdóname, por favor, pero tenía que venir y no podía preocuparte.

Aún olía. Bañarse rociándose agua nunca se compararía a zambullirse en el lago.

– ¿No debería haberme preocupado de que salieras corriendo? -inquirió ella.

– Lo siento, pero…

– No vuelvas a hacer eso. ¡Nunca! -exclamó ella y respiró hondo-. Sé por qué viniste. Hablé con el anciano, Jeremiah. ¿Los hallaste?

– ¿Sabes que vine por los libros?

– Y supongo que no comiste anoche la fruta como creí que habíamos acordado que harías.

– No comprendes; yo debía soñar.

Rachelle se detuvo y volteó a mirar el pequeño campamento. Luego lo miró directo a los ojos y le quitó un mechón de cabello del rostro.

– Soñé anoche, Thomas.

– Siempre sueñas.

– Soñé con las historias.

– ¿Estás segura? -exclamó escudriñándole atentamente el rostro.

– Tan segura como para perseguirte atravesando medio desierto.

– Pero… ¿cómo es posible? ¡Nunca has soñado con las historias! ¿Estás absolutamente segura? Porque podrías haber soñado con algo que te pareció de las historias, o podrías haber soñado que eras como yo, soñando con las historias.

– No. Sé que eran las historias porque estaba haciendo cosas que no tengo idea de cómo se hacen. Me hallaba en un lugar llamado laboratorio, trabajando en un virus llamado Variedad Raison.

Rachelle había ensayado esto un centenar de veces en las últimas doce horas, pero al comunicárselo ahora se le hacía un nudo en la garganta y le temblaba la voz.

– ¿Eras una científica? ¿Estabas de veras allí, trabajando en el virus?

– No solo me hallaba allí, sino que tenía un nombre. Compartía la mente de una mujer llamada Monique de Raison. Por lo que sé, yo era ella. El cuerpo de Thomas se tensó.

– Tú… ¿cómo es posible?

– Deja de preguntarlo. ¡No sé cómo es posible! Nada tiene sentido para mí, menos de lo que ha tenido para ti. Pero no me queda ninguna duda de que yo estaba allí. En las historias compartía la mente de Monique de Raison. Mira, tengo una cortada en el dedo que lo prueba. Ella… yo… yo… estaba tocando un pedazo de pergamino blanco… no, lo llaman papel. El borde del papel me cortó el dedo.

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