Tal vez se convertiría en un monje, se teñiría el cabello de negro, buscaría el modo de ingresar en un monasterio en alguna parte, y quizás provocaría algunos pequeños estragos. Ayudaría a promover cosas.
O tal vez no.
Había sido fácil conseguir el dinero que necesitaba para esta tarea. Simplemente había entrado a un banco Wells Fargo, y de la mente del gerente había tomado lo que necesitaba a fin de hacer una inesperada visita a la bóveda antes de que abrieran la institución la mañana siguiente.
Pensó que era buena idea crear una identidad, así que con algunos de sus dólares esforzadamente ganados obtuvo los documentos necesarios, compró un boleto bajo el nombre de Bill Smith, y abordó un avión hacia Denver.
Y aquí estaba, en Denver. Donde cambiaría la historia.
Donde hallaría y mataría a Thomas antes de que este hiciera lo que se supone que debía hacer, y que obligaría a todo el infierno a gritar de ira.
Bill dejó exhalar un suspiro y se ajustó las gafas al entrar en el tren. Sí, era bueno estar vivo. Porque en realidad… no había duda alguna de que ya estaba muerto.
ESTA ERA la segunda vez que Chelise hacía el viaje de dieciocho horas a través del desierto para salvar a su padre, pero en esta ocasión estaba sola y asustada, y lo hizo a toda carrera en catorce horas.
El cielo había oscurecido, y ella estaba segura que no era por casualidad. La maldad se suspendía en el aire, amenazando con explotar en cualquier momento. El ejército de Eram había dejado un amplio reguero de basura por todo el desierto, viajando rápidamente sin acampar. Habían comido a la carrera, dejando los desechos de sus alimentos esparcidos por el camino.
Chelise se acercó al valle de Miggdon por el noroeste, siguiendo el rastro de los eramitas, pero en vez de cortar hacia el sur en dirección a la vertiente occidental como ellos hicieran, había girado más al este. Si Samuel y su bruja se hallaban en la ladera occidental, Qurong estaría en la oriental.
Lo que menos quería ella ahora era toparse con Samuel y su pandilla de necios, pues tenía un solo objetivo.
Qurong, su padre, dirigente del mundo, la esperaba. Esto es lo que Michal debió de haber querido decir al expresar: El mundo te espera.
Estos pensamientos recorrían la mente de Chelise mientras se aproximaba a su objetivo. Pero la recorrió un escalofrío en el momento en que tropezó con la amplia escena en el valle de Miggdon.
¡Era demasiado tarde!
El estrépito de metal chocando ruidosamente, unido al rugido de gritos de combate surgía del valle como una colmena de iracundos avispones.
– Tranquilo -dijo dando palmaditas en el cuello del caballo-. Cálmate.
Pero nada en este valle estaba en calma. Rápidamente evaluó la situación de caos.
La batalla principal ya se había iniciado en el fondo del valle con más de cien mil guerreros. De esos, más de la mitad habían sido derribados, heridos o exterminados.
Una de las doce catapultas de las hordas lanzó al aire una bola de fuego. Esta formó un arco sobre el valle dejando una larga estela de humo aceitoso, y como un cometa se dirigió a toda velocidad hacia los ejércitos abajo. El proyectil golpeó estrepitosamente en un mar de carne y se extendió como una mancha. La resina salpicó en todas direcciones, esparciendo fuego. Hombres en llamas de ambos ejércitos corrían de aquí para allá. Luego vino otra bola de fuego, después otra, y a continuación cuatro más, lanzadas todas en rápida sucesión, cada una flotando perezosamente por el cielo antes de estrellarse en los guerreros abajo. Doce bolas fueron enviadas mientras Chelise observaba, y cada una segaba la vida al menos de cincuenta combatientes fuertemente agrupados: Mestizos, purasangres o albinos, no importaba. Todos ardían como moscas.
El cuerpo principal del ejército de Qurong dividía su posición sobre el borde oriental y comenzaba a entrar al valle. La escena bastó para que el corazón de Chelise dejara de palpitarle por un momento. Doscientos o trescientos mil, quizás más, todos de negro, se apuraban colina abajo para aplastar al enemigo. Los caballos levantaban polvo al golpear el suelo.
Entonces los gritos llegaron hasta ella, retardados por la gran distancia. Un sordo rugido de ira de muchísimas gargantas humanas que se abrían.
Luego los eramitas, un ejército más pequeño pero aún enorme, salían del borde a la derecha y bajaban corriendo para entrar en colisión. ¡Guiados por albinos! Todo el ejército, sin dejar a nadie para proteger la colina.
Hasta cierto punto, ella había esperado que los albinos entraran en razón y dieran media vuelta. Pero la lengua de la bruja había demostrado claramente ser demasiado astuta.
Esta era la batalla final. Sin duda, trescientos o cuatrocientos mil estarían muertos en el suelo cuando el polvo se asentara.
Chelise observó horrorizada cómo ambos ejércitos chocaban entre sí. Esto tardó unos instantes, y luego ella oyó el terrible sonido de esa colisión inicial, como dos arietes chocando de frente. Pudo ver las arremetidas de lanzas y las oscilaciones de mazas rebotando de modo grotesco contra cuerpos. Desde esta distancia no se veía sangre ni partes de cuerpos volando, solo dos enormes muros de humanidad destrozándose mutuamente.
E incluso, mientras Chelise observaba, una tercera oleada salió de la ladera de las hordas. Otro ejército para unirse al primero, aumentando el total a más de medio millón. ¡Triplicaban a los eramitas!
Pero los eramitas tenían el brebaje de la bruja. El aliento de Teeleh. Y si hallaban una manera de liberarlo, la tendencia cambiaría a toda velocidad. Chelise estaba tan consternada por la demostración de fuerza brutal que no se le vino a la mente qué hacer. Entonces vio sobre la ladera sur los elevados estandartes que mostraban los colores de su padre, y supo que él se hallaba allí, comandando desde lo alto.
Pero este era Qurong, y él se uniría a sus hombres en batalla si hubiera algún indicio de que estos necesitaban su ayuda. Ella tenía que llegar hasta donde él. Debía detenerlo y obligarlo a usar la razón en este momento de desenlaces. La mujer se aproximaría por el este, donde el ejército horda se había colocado en espera. La guardia de su padre no esperaría a alguien desde ese lado, y así ella tendría mejor oportunidad de llegar hasta él. En un momento de guerra tendrían la orden de matar a cualquier albino a la vista. Si ella moría, su padre estaría irremediablemente perdido.
– ¡Arre!
Chelise espoleó el caballo y lo obligó a dirigirse hacia el oriente. Tardaría hora y media en llegar al extremo lejano, y solo si pasaba sin ser vista. Quizás, si encontraba un garañón extraviado de las hordas y se vestía con atuendo horda. Llegar hasta su padre era lo único que importaba ahora.
***
QURONG CAMINABA de un lado al otro en su puesto de observación, furioso.
– ¡Ba’al! -gritó, deteniéndose al lado de un criado que se hallaba bajo la sombra de un árbol solitario sobre el borde sur, una antigua y frondosa higuera Miggdon, pero sin fruto.
Desde esta posición estratégica no había señal del siniestro sacerdote.
– ¡Trae a ese sórdido brujo -ordenó girando hacia el criado-. Tráemelo a rastras si es necesario. ¡Ahora mismo!
– Sí, mi señor.
El criado salió corriendo, y Qurong dudó que volviera. Cassak ya estaba colina abajo, igual que sus guturales, dejando solo mil guardias para defender el perímetro alrededor de Qurong.
– Dime otra vez lo que les ha sucedido a los guerreros -pidió Qurong volviéndose al mensajero enviado por Cassak-. Esto no tiene sentido, de ninguna manera.
– Un maleficio, una enfermedad, no sé. Pero nuestros hombres en el valle están sufriendo, mi señor.
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