El agua volvió a brotar con violencia, y Mikil retrocedió de nuevo. El estanque expulsó de las profundidades a otra figura, y esta vez Mikil medio esperaba ver al Guerrero. Pero no se trataba de Elyon.
Era Thomas, que reía casi con histeria mientras el agua le bajaba por la cara y la boca. Aterrizó en la playa, más empapado que un albino recién ahogado, y movió la cabeza alrededor, buscando.
– ¿Dónde está él?
La voz le sonó ahogada por el agua. La escupió, más de la que le pudo haber salido solamente de la boca, como los que emergen después de ahogarse.
– ¿Dónde está?
– ¡Seguidle! -gritó el niño, y Thomas levantó bruscamente la cabeza.
La voz resonó por el desfiladero, y todo el campamento se dio la vuelta para ver al muchacho en lo alto del risco. El chico señalaba la laguna abajo.
– ¡Oíd a Thomas, vuestro líder! ¡Abrid los ojos y seguidlo a mi lugar de diversión!
– gritó, lanzando el puño al aire con contagiosa euforia.
El niño dio media vuelta y se internó a toda prisa en el desierto, dejando en su estela un entrecortado silencio.
¿Debían seguir? Mikil se volvió hacia Thomas, que permanecía mirando hacia arriba al vacío barranco. Pero, antes de que pudiera explicarles lo que el niño quiso decir, el aire alrededor de ellos comenzó a moverse.
Una brisa azotaba e iba tras el muchacho, como si su invisible ejército lo siguiera muy de cerca. Una larga veta de color rojo barría el cañón como un cometa volando muy bajo. Una columna azul se materializaba al lado de la roja.
Como si el cielo mismo se estuviera enrollando igual que un pergamino para dejar ver sus verdaderos colores, chorros de toda tonalidad fluían directamente sobre las cabezas de ellos, en silencio, pero tan bajo que una persona sobre el barranco podría alzar la mano y tocar uno de ellos.
Las coloridas vetas se levantaron y se dividieron hasta formar un amplio sendero de nubes blancas que se desenrollaban en el cielo muy por encima. Pero Mikil vio que no eran nubes. Eran roushes. Millones de las blancas criaturas peludas, volando en formación a un kilómetro por encima de las cabezas de los albinos.
El niño había abierto los ojos para apreciar lo que veía.
Thomas estaba trepando las mismas rocas marcadas por las manos y los pies húmedos del niño. El hombre se agazapó sobre el barranco, miró al este por un instante y luego miró a la asombrada multitud.
– ¡Esta, amigos míos, es nuestra esperanza! -gritó a todo pulmón señalando con un dedo el horizonte oriental.
Suaves sonidos de lamentos se filtraron por el anfiteatro. Mikil comprendió el sentimiento porque el propio pecho se le había inundado con una emoción que nunca antes había sentido: Una sensación de puro agradecimiento tan intenso que cualquier clamor de gratitud lo minimizaría multiplicado por diez.
Las lágrimas enturbiaron la visión de la guerrera, y se le entrecortó la respiración. Se sintió débil y deseó caer de rodillas como algunos de los otros; quería lanzar los puños al aire y gritar: «¡Lo sabía, lo sabía!» En vez de eso, dejó que un sollozo le estremeciera el cuerpo.
– ¡Hoy es nuestro día! -exclamó Thomas-. He saboreado y he visto, y ahora Elyon está llamando a su novia a la gran fiesta de bodas.
Una mujer a quien Mikil nunca había visto, vestida con extraños pantalones azules y blusa blanca, dio un paso detrás de él. A diferencia de Thomas, ella estaba seca. Pero, entonces, no había venido a través del agua.
– ¿Thomas? -exclamó la mujer.
Él dio media vuelta y la analizó con un sobresalto momentáneo. Luego le agarró la mano y se la levantó para que todos vieran.
– Mi hermana de las historias. Ella está conmigo.
Dos semanas antes, esa habría sido una sugerencia absurda, pero hoy parecía perfectamente natural. Sí, desde luego, esta era Kara Hunter de las historias. Mikil debería haberlo sabido al instante.
Thomas saltó a una roca más baja, prácticamente arrastrando a su hermana con él.
– Montad vuestros caballos más veloces, hombres, mujeres y niños. Dejad todo atrás. ¡Todo! Nada de agua ni comida, solo vosotros y vuestros hijos. Thomas saltó al suelo, los ojos relucientes con un apasionamiento que Mikil había llegado a conocer bien.
– ¡Ahora! -gritó él, haciendo girar el brazo-. ¡Seguidme!
Todos corrían como uno. La cruda intensidad del momento no permitía más que algunos gritos, mientras hacían que los demasiado pequeños o los ancianos igualaran el paso de Thomas.
Coloridas cintas flanqueaban el ejército de roushes en lo alto. Y ahora brillaba luz a cada lado y se extendía todo el trayecto hasta el suelo, formando un túnel que fluía directo hacia el oriente.
– ¡Más rápido! -gritó Thomas-. ¡Corred, corred, corred!
Todos los albinos estaban acostumbrados al veloz galope, listos en todo momento al aviso de cualquier amenaza de las hordas. Y esto… este llamado a seguir a Thomas hacia el lugar de diversión de Elyon hacía parecer cualquier amenaza de muerte como un pastel de barro de un niño.
Saltaron a los lomos de desensillados caballos y los azuzaron a galopar, siguiéndole los talones a Thomas. Y él no se puso a esperar, a pesar de haber ayudado a la desconocida hermana a montar en el caballo. Asimismo, ella parecía haberse puesto tan a la altura en este alucinante encuentro como para no preocuparse de su falta de habilidades ecuestres. Mikil gritó hacia Thomas mientras este pasaba volando, con los ojos fijos en el horizonte.
– ¿Dónde está Chelise? -preguntó él deteniéndose en seco y mirando a todos lados.
– Ya salió hacia donde Qurong.
Sin decir nada, el líder albino golpeó ruidosamente los costados del corcel y partió hacia el frente. Entonces Mikil se apuró tras él, tratando de igualar el paso mientras corrían por el valle.
– ¡Más rápido! -oía Mikil que Marie gritaba a quienes la seguían-. ¡Más rápido!
Se desparramaron por el cañón al interior del desierto en medio de una nube de polvo, y Mikil se acercó más. Thomas se encontraba en su garañón negro al lado de Kara, mirando a un jinete montado en un corcel blanco sobre la duna siguiente. El túnel de luz fluía alrededor del jinete, azotándole el cabello y la túnica roja alrededor de sus blancos protectores de batalla.
Elyon el guerrero.
El corcel que montaba se levantó sobre las patas traseras y relinchó, lanzando patadas al aire. El guerrero tenía una espada en la mano que ahora levantaba en alto sobre la cabeza, señalando la enorme formación de roushes.
Entonces Elyon gritó hacia el cielo, y Mikil pensó que le iban a estalla! los oídos bajo el poder de este rugido de victoria. El hizo oscilar la espada hacia el horizonte oriental y exclamó con una voz que nadie en un kilómetro confundiría.
– ¡Sígueme, novia mía! ¡Sígueme!
Entonces Elyon corrió hacia el este, y los siete mil lo siguieron con el colorido viento en el cabello.
Oriente, novia mía. Hacia el valle de Miggdon. Hacia las hordas. Hacia la batalla.
– AHORA, MI señor -susurró Ba’al, encorvado al lado de Qurong en lo alto de la ladera sur-. Debes atacarlos ahora como se te indicó.
– No me gusta esto.
Qurong estaba sobre una roca plana saliente y miraba los dos ejércitos, el suyo a la derecha, trescientos mil fornidos hasta donde Eram sabía, y el ejército eramita a la izquierda a través del valle, la mitad del de Qurong. Pero había albinos con ellos, más de cuatro mil por lo que habían podido determinar los exploradores.
– Esa vieja zorra tenía razón. Esta es obra del hijo de Thomas. Están planeando algo.
– Yo ya he planeado algo, ¡viejo necio impotente! -gritó Ba’al.
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