Doscientos mil de caballería en la cuesta lejana, solo a mil metros de distancia. Las diferencias entre los tres ejércitos eran pronunciadas. Las hordas usaban toda clase de caballos, no intentando ya confundirse con las arenas del desierto. Tanto eramitas como albinos preferían caballos de color claro. La diferencia se extendía a sus uniformes de batalla. Donde una vez los guardianes del bosque preferían cuero oscuro para mezclarse en los bosques, ahora se defendían con flechas y espadas dentro de vainas color habano, casi igual a los eramitas, cuya infantería principal además usaba cascos.
La pelea era de oscuro contra claro, siendo hordas los oscuros, y los claros tanto eramitas como albinos.
Pero más allá de este contraste, eramitas y hordas parecían casi idénticos. Unos y otros usaban armaduras más pesadas que les cubrían las articulaciones, porque la enfermedad de las costras les hacía doloroso cualquier movimiento apresurado. Los eramitas que masticaban la entumecedora nuez escarabajo sufrían menos dolor, pero no se había comprobado lo ventajoso que podría ser esto en el campo de batalla.
La mitad de guerreros de las hordas portaban altas guadañas y lanzas, levantadas como esqueletos chamuscados de árboles tras un incendio en el bosque. Se hallaban imperturbables sobre sus caballos oscuros, como si solo verlos sugiriera fatalidad a cualquiera que no se atreviera a huir.
Qurong había dividido su ejército horda en cuatro clases de combatientes:
Los guturales. Combatientes élite de Qurong, que preferían arcos y largas espadas, casi siempre peleaban desde sus cabalgaduras. Estos eran los encostrados que llevaban más de diez años acosando a los albinos con devastadoras consecuencias. Los soldados rasos. Tanto de caballería como de infantería, estos soldados estaban entrenados en el combate cuerpo a cuerpo, usaban lanzas y mazas o espadas largas, toda arma pesada que no requiriera velocidad a fin de matar con un solo golpe. Una bola con púas al final de una cadena de metro y medio no requería reflejos veloces para hacerla oscilar con cierta fuerza. Pero, al ponerse al alcance de una de esas mazas, las afiladas cadenas o las púas mismas podían arrancar un brazo o una cabeza. Arqueros de infantería. Aunque sus flechas de bambú podían ser mortíferas a poco menos de cien metros, no siempre daban en el blanco y eran casi inútiles una vez que dos ejércitos chocaban. En este campo de batalla, Qurong solamente los utilizaría cuando los eramitas estuvieran atrapados en campo abierto, a menos que estuviera dispuesto a sacrificar sus propios guerreros en una descarga cerrada de flechas. Los lanzadores.
El grupo final era considerablemente el más pequeño, quizás de dos o tres docenas de catapultas que arrojaban bolas encendidas de paja humedecida en la resina de árboles de qaurkat. Las bolas de un metro de diámetro se despedazaban al impactar, empapando un radio de cinco metros con el combustible pegajoso y llameante. Samuel contó doce de ellas en el borde oriental. Tendían a averiarse, por lo cual era necesario reemplazarlas rápidamente por otras en reserva. Este era el ejército horda, parecido al eramita, excepto por la diferente protección y la ausencia de artillería, que era muy difícil de transportar.
La habilidad de los cinco mil albinos, por otra parte, ponía en ridículo tanto a las hordas como a los eramitas. Dejaban libres todas las articulaciones para facilitar el movimiento. Ya fuera a caballo o a pie, contaban con velocidad y fortaleza, y preferían espadas de tamaño mediano en manos de expertos combatientes. Llevaban cuchillos para lanzar, de los cuales un solo guerrero llevaba hasta diez a un combate, además de arcos mortalmente exactos con flechas más cortas para confrontaciones de corto alcance.
Nunca en la historia los tres enemigos se habían enfrentado en un campo de batalla, y Samuel consideró ahora la organización de los acontecimientos con una mezcla de orgullo y temor.
Durante meses, Samuel había deambulado por el desierto, evadiendo los bosques con su guardia leal mientras visualizaba el tiempo en que volverían a la guerra. Pero nunca había concebido esta enorme congregación de ejércitos para lo que solo podría ser un enfrentamiento brutal. Y, sin embargo, aquí estaban, a causa de su exaltado desafío.
Le llegó a la mente una imagen de su padre, pero la rechazó al instante.
– Qurong está allí -comentó Eram, asintiendo hacia el borde sur a la derecha-.
Con por lo menos cincuenta mil de sus mejores guerreros.
– No veo los colores -objetó Samuel, buscando las elevadas banderas moradas que identificaban a la guardia del comandante supremo.
– No, ahora no. Pero créeme, él se encuentra allí. Y desde allí lanzará su primer ataque, no desde el escuadrón principal.
– ¿Cómo es eso?
– Quiere replegarnos. Su única ventaja es el tamaño, pero para usarla tiene que hallar la manera de descender sobre mi ejército.
– ¿Qué tamaño dirías?
Samuel se rascó la erupción que había empezado a apoderársele de la piel. No había pasado por alto el hecho de que su sarpullido hubiera empeorado, no así el de Janae. Ella aún parecía albina. La piel de él, por otra parte, parecía como si hubiera contraído la enfermedad de las costras. Peor aún, ya no podía negar el dolor que se le extendía por los miembros.
Habían pasado muchos años desde que oyera de algún albino que contrajera la condición después de ahogarse. Ni siquiera había sabido que eso fuera posible. Que él supiera, aquello no ocurría, y esto era algo más que la bruja le había transmitido, algún apestoso mal que ella contrajera de los shataikis al ir a prostituirse. De cualquier modo, él no podía decir una sola palabra de esto. Ser albino era su única gran ventaja.
Eram escupió a un costado jugo rojo de nuez escarabajo. Casi todos los eramitas mordían el suave analgésico entre los molares, que les volvía roja la boca. Parecía como si se alimentaran de sangre, pensó Samuel.
– ¿Dónde entonces están los demás?
– ¿Cómo podría saberlo yo? -contestó Eram revisando el desierto-. Atrás en Qurongi, atendiéndose las heridas. O sufriendo bajo una de las maldiciones de Ba’al. Aun con la mitad de la fuerza, son el doble de los que vemos ahora.
Samuel bajó la mirada hacia su propio ejército, que se extendía hasta donde podía ver. Los albinos traidores estaban montados en caballos a la izquierda, algunos pare-¡cían feroces, otros inseguros. No obstante, todos estaban fuertemente armados, y una vez que dieran el primer golpe atacarían con la ira contenida de un pitbull herido.
– Con la mitad de la fuerza -comentó Samuel-, pero el doble de fortaleza.
– Eso has dicho.
– Y has estado de acuerdo. Yo esperaría que la otra mitad de su ejército estuviera a corta distancia.
– Quizás -expresó el astuto líder eramita asintiendo lentamente con la cabeza-.
No hay informes de nuestros exploradores. Pero diré esto por ese viejo simio:
Él no es tonto. Si yo estuviera en sus botas habría escogido este mismo valle. Estas laderas le permitirán usar su ejército a plena ventaja. Sinceramente, de no ser por el veneno de Teeleh, lo reconsideraría.
Samuel miró a Janae, que, indiferente, observaba el valle. La belleza de la joven a la luz matutina le aceleró el corazón.
– Pero tenemos el veneno -objetó; y esta mujer es mi veneno, pensó para sí.
– Enviarán una pequeña fuerza para seducirnos, y morderemos el anzuelo -conjeturó Eram mirando fijamente el enorme ejército de hordas directamente a través del valle-. Les enviaremos el doble, sin veneno.
– Qurong los aplastará con una segunda oleada.
– Atacaremos con toda nuestra fuerza en ese momento, con veneno. Más vale que este aliento de Teeleh funcione, porque sin él enfrentamos probabilidades en contra. Ba’al no es tonto. Sin duda, ese fantasma que se finge ignorante tiene un as debajo de la manga.
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