Ted Dekker - Verde

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TAL COMO PREDIJERON LOS ANTIGUOS PROFETAS, un apocalipsis destruyó el planeta en el siglo XXI. Pero, dos mil años después, Elyon puso en el mundo a un nuevo Adán. Sin embargo, esta vez Dios otorgó una ventaja a la humanidad. Lo que una vez fue invisible, ahora se podía ver. Era algo bueno y recibía el nombre de… Verde.
Pero el maligno Teeleh aguardaba su oportunidad en un Bosque Negro.
Entonces, en el momento menos esperado, un joven de veinticuatro años conocido como Thomas Hunter se durmió en nuestro mundo y despertó en ese futuro Bosque Negro. Se había abierto una puerta para que Teeleh arrasara la tierra. Desolados por esa desgracia, Thomas Hunter y su Círculo juraron luchar contra el tenebroso azote hasta su último aliento.
Pero ahora el Círculo ha perdido la esperanza. Samuel, el amado hijo de Thomas Hunter, ha abandonado a su padre. Se ha unido a las fuerzas oscuras para iniciar una guerra final. Thomas se siente destrozado y busca desesperadamente la manera de regresar a nuestra realidad para dar con una esquiva esperanza que podría salvarlos a todos.
Entra en este relato apocalíptico, distinto a todo lo que has leído. Una historia que enlaza con la nuestra de una manera tan ¡impactante que te hará olvidar que estás en otro mundo.

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La risa aumentó hasta que los sofocados cacareos de deleite se extendieron por el agua. Era como si la mano de Dios le hiciera cosquillas. La mano de Elyon. Aquí en este fabuloso lago de impresionantes placeres.

Los colores aparecieron por la izquierda, flujos de rojo, azul y dorado, corriendo a prisa por las aguas como pintura traslúcida. Lentamente se tragó la risa y observó cómo las coloraciones se retorcían y lo circundaban, estirándose hacia atrás en varias direcciones del camino por donde habían venido.

Direcciones muy extensas. Thomas supo esto porque lograba ver toda la distancia. Es más, no había fin a lo que ahora lograban ver sus ojos. Los flujos de color seguían sin fin. No solo se extendían pot kilómetros o años luz; simplemente no terminaban.

Maravillado, alargó la mano y tocó un haz rojo, el cual se dobló con la presión del dedo. Un rayo de corriente eléctrica le recorrió el brazo y le hizo estremecer el cuerpo como si fuera una muñeca de trapo que hubiera insertado el dedo en el orificio equivocado de una pared.

Y con esa corriente vino puto placer, tan fabuloso que ninguna cantidad de esfuerzo humano lo podría contener. Tan grandioso que Thomas creyó por un momento que este placer dominaría su propia vida y lo dejaría muerto en el agua. ¡Tenía que sacar el dedo del color o sin duda moriría!

Pero no murió. Dejó que lo consumiera. Cada nervio, cada célula, cada hueso, gritaba con una satisfacción que reducía todos los demás placeres a una simple sonrisa en una habitación donde uno se ahoga de risa.

Y supo entonces que había hallado la esperanza. Esta era la presencia de Elyon.

Este era un pedazo de cielo, solo un pedazo.

Finalmente sacó la mano. Los colores viraron y corrieron en grandes círculos a cien metros de distancia, como si tuvieran mente propia.

Thomas arqueó la espalda y se zambulló hacia atrás, sorprendido al descubrir que podía escoger a voluntad la velocidad. Se dirigió aprisa hacia la tierra, sintiendo las aguas acercándosele apresuradamente. Estas le acariciaban la piel y le fluían por los pulmones, inundándole cada fibra del cuerpo con felicidad casi incontenible. El suelo no parecía acercarse, así que aumentó la velocidad. Pero cuanto más se zambullía, más profundo parecía ser el lago.

– Thomas…

La voz de un niño susurró a través del agua, y él se detuvo en seco.

– ¿Hola?

La voz se convirtió en ataque de risa.

– ¿Hola? -repitió Thomas sonriendo.

– Thomas, aquí arriba.

Miró hacia atrás y vio que el lago sobre él era más brillante.

– Sube aquí, Thomas.

Dio zarpazos hacia la superficie, desesperado por estar con quien hablaba. Él conocía el sonido. Había oído esta voz.

– Thomas.

– ¿Elyon? -exclamó, y empezó a sollozar espontáneamente-. ¡Elyon!

Gritaba, lloraba y reía a la vez, como si la mente hubiera olvidado cómo separar las emociones que ocasionaban cada acción.

Ágilmente se precipitó hacia arriba, pero la desesperación por estar con el niño lo hacía berrear como un bebé.

– ¡Elyon! ¡Elyon, espera! -gritó.

– Aquí estoy, Thomas.

Entonces el muchacho volvió a reír, y Thomas avanzó guiado por la risa hacia la luz por encima de él.

Irrumpió en la superficie del lago y, afirmándose en las rodillas, contempló un deslumbrante cielo azul. Luego bajó chapoteando como un delfín y buscó al niño en el horizonte.

Las nubes flotaban silenciosamente. Unas dunas de arena lo rodeaban. Pensó que estaba de pie en el fondo del lago, a medio metro bajo la superficie roja del agua. Un estanque rojo, de no más de seis metros de ancho en lo alto de una duna.

Al mirar empezó a movérsele la tierra bajo los pies, y entonces se elevó hacia lo alto. No solamente la arena debajo del estanque, sino también las dunas alrededor de Thomas se elevaron hacia el cielo.

Se puso en cuclillas para afirmarse, pero rápidamente comprobó que no había amenaza. El desierto subió cientos, miles de metros, y luego desaceleró hasta detenerse.

Pero no era todo el desierto, pudo ver eso ahora. Era una sección circular del desierto, quizás de un kilómetro de ancho, que había ascendido al cielo en una enorme columna.

Y ahora todo estaba en silencio. Sin más movimiento que una ligera brisa. Se volvió poco a poco, analizando este nuevo horizonte. No fue sino hasta que hubo dado un recorrido completo que vio al niño en pie sobre una duna, de espaldas a Thomas, mirando sobre el borde.

Era un muchachito, quizás de doce años, con cabello negro y piel oscura, vestido solo con taparrabos blanco, y no más de metro y medio de alto. Era delgado, y sus delicados dedos le colgaban a los lados.

El corazón de Thomas olvidó cómo palpitar en ese momento. Una antigua enseñanza le recorrió la mente, la cual equiparaba a Elyon con un león, un cordero y un niño al mismo tiempo. Todos sabían que él no era un lago, un león o un cordero. En realidad tampoco era un niño moreno, una chica blanca, un hombre, una mujer o un águila con ojos debajo de las alas.

Él era Elyon, el creador de todo lo que había. El autor y dador de vida. Y por encima de todo, era quien los amaba. La misma esencia del Gran Romance. Con un chasquido de dedos, este muchacho sobre la duna delante de Thomas podía convertir el mundo en una canica y hacer añicos a todo ser vivo. A una sola palabra, un nuevo mundo saldría rodando de la lengua de Elyon y giraría en el espacio. Un guiño de este muchacho y el corazón más endurecido se rompería en pedazos, desbaratado anímicamente por el amor.

Thomas lo pensó todo en un instante, y entonces el corazón se le empezó a derrumbar en el pecho. Tenía que moverse. Debía ponerse deprisa detrás del niño y lanzarse a la arena en adoración.

Pero antes de que pudiera moverse, una velluda criatura blanca se bamboleó hacia el niño por la izquierda. Michal, el roush.

Michal regresó a ver una vez a Thomas, luego fue hasta donde el niño. Sin volverse a mirarlo, el muchacho agarró la mano del roush, más corta que la de él, y juntos miraron hacia abajo. Thomas no lograba identificar qué veían.

Thomas se llenó de valor para moverse, pero con sumo cuidado, pensando que podría ser inapropiado arrastrarse fuera del agua. Salió del estanque y había empezado a bajar la depresión que lo separaba de la duna en que se hallaban Michal y el muchacho, cuando el primer león blanco entró a su visión periférica y se sentó sobre las ancas a la derecha del niño.

Thomas miró hacia atrás y vio que una docena de blancos y enormes leones se habían ubicado como centinelas alrededor de todo el borde, mirando al niño. No había amenaza, solo una sensación de honra. Difícilmente Elyon necesitaba tales criaturas.

Thomas subió la duna y se aproximó al muchacho por el flanco abierto, al otro lado de Michal. Ninguno de los dos se giró a mirarlo.

Quiso hablar, pedir permiso, postrarse sobre una rodilla, cualquier cosa, pero le resultaba difícil pensar con claridad en la presencia del niño. Y entonces vio las lágrimas que sombreaban las mejillas del muchacho, y sintió que la sangre se le escapaba del rostro.

Thomas cayó sobre una rodilla, sofocado por una terrible tristeza. No sabía por qué lloraba el niño, pero la escena le nublaba la mente y le exigía llorar.

– ¿Qué ves, Thomas?

¿Thomas? ¿Había pronunciado su nombre el muchacho? ¿Lo conocía personalmente?

Sí, por supuesto, pero oírlo…

Había preguntado: ¿Qué ves, Thomas?

¿Qué veo? Te veo. Te veo solo a ti, y es lo único que necesito ver.

El llanto de Thomas aumentó en serio, cambiando de tristeza a agradecimiento por estar en la presencia de alguien tan grandioso. Supo que debía responder. No hacerlo era un sacrilegio digno de castigo eterno. Quiso contestar, pero estaba demasiado desesperado por la presencia del niño como para desviar la mirada, mucho menos para hablar.

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