Qurong ladeó súbitamente la cabeza hacia el siniestro sacerdote, desconcertado por su pérdida de control. Un terrible sonido tronó en el cielo, bien arriba. El sonido de un fuerte viento gimiendo por un hueco, pero no había viento. El sonido cesó.
– ¿Ves? Es una señal -informó Ba’al dejando de mirar con aterrados ojos al cielo e inclinando la cabeza-. Perdóname, mi señor. Te suplico que me perdones. ¡Pero la victoria está en nuestras manos! Ya has oído.
– He oído un viento. Y tu insulto.
– ¡Está aquí! -comentó Ba’al haciendo un puño con los blancos y huesudos dedos, y sacudiéndolo-. Está exactamente aquí, y mi amante está muy ansioso de ello. ¡Debemos atacar ahora!
– Tal vez primero debería cortarte la lengua. Y después veremos.
– ¿Le hablas de este modo al amante de él? -advirtió Ba’al.
– Le hablo de este modo a mi sacerdote.
– Te recuerdo que prometiste…
– A Teeleh, no a ti.
Cassak se puso al lado de Qurong, con el ceño fruncido.
– El sol está alto, mi señor. Tenemos ocho horas más de luz. Sugiero que llevemos a cabo nuestro plan antes del anochecer, o que nos preparemos para una larga noche de enfrentamiento con los albinos. Y eso no sería nada bueno.
– Estén preparados para el engaño -comentó Ba’al-. Maten a cualquier albino que se acerque, cualesquiera que sean sus intenciones.
– ¿Y si se quieren rendir?
– ¡Mátenlos!
– ¿Mi señor? -pidió instrucciones Cassak mirando a Qurong.
– Sí. Maten a cualquiera que se acerque. No confiemos en nadie.
– Transmitiré la orden. ¿Deberíamos ponernos al frente, mi señor?
Qurong luchó con la niebla de confusión que le había surgido en la mente desde que su hija se atreviera a cruzar el desierto para reunirse con él. Hace una semana se habría negado a pensar en ella como hija. Pero ahora…
Era enloquecedor. Los muros que por tantos años había levantado triunfalmente contra el amor se le estaban desmoronando alrededor. Primero Thomas lo había metido con engaños en un estado de alucinación donde nada era como parecía. Luego Chelise le había llevado noticias de su nieto, Jake.
Qurong no tenía más descendencia que un nieto engendrado por su más grande enemigo, Thomas. La incapacidad del comandante supremo de sacudirse los pensamientos de la mente lo ponía furioso.
Chelise, su enérgica hija a quien una vez amara más que a cualquier tesoro en su posesión, había vuelto… exactamente allí, en el horizonte de su mente, invitándolo a que la amara otra vez. Él permanecía de pie mirando un valle en que pronto habría más carne muerta que viva, y solo pensaba en una persona. Por absurda o ingenua que fuera la filosofía de ella, aún era Chelise de Qurong.
– ¿Mi señor?
– ¡Estoy pensando!
– Se nos acaba el tiempo -advirtió Cassak.
– Ellos están tramando algo. Puedo sentirlo en los huesos. Planean algo.
– Igual que nosotros, mi señor -cuestionó Ba’al-. Como hacemos sin lugar a dudas la mayoría de nosotros.
– ¿Qué? ¿Qué tenemos además de otros doscientos mil hombres para enviar a la masacre? No conozco tu verdadero plan, solo que te pasas el tiempo insistiendo en no sé qué magia invisible.
– ¡Ten fe! -gritó el siniestro sacerdote, entonces parpadeó y se tranquilizó-. Perdóname.
El religioso se metió las manos entre las mangas de la túnica y lanzó una impávida mirada al ejército eramita.
– Ellos han roto su pacto -continuó-. Esta ramera que ha venido hasta ellos se ha quitado la máscara, estoy seguro de eso.
– ¿Es eso todo? ¿Estoy lanzando mi ejército al peligro sobre el lomo de una prostituta y de más jerga religiosa?
– Escucha, tonto -insultó Ba’al volviendo bruscamente la cabeza; le salía baba de los labios dilatados-. Los poderes del aire son más poderosos que tu insignificante ejército. Durante muchos años, los albinos han sido intocables. Los mestizos se bañaron alguna vez, como yo mismo… todos hemos estado protegidos hasta el día de hoy. Todos menos las hordas puras han estado bajo la cobertura de Elyon. ¡Pero ahora ese pacto se ha roto!
Qurong no estaba seguro de haber oído correctamente. Un caballo resolló detrás de él: La cadena de una maza sonó ruidosamente sobre metal. Las fosas nasales de Ba’al se inflaron, sin remordimiento esta vez. Pero fue la afirmación del religioso la que le gritaba desaforadamente a Qurong.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Que una vez fuiste guardián del bosque? ¿Que eres mestizo?
– Soy amante de Marsuuv, hecho completo mediante su sangre -expresó el siniestro sacerdote mirando hacia el valle-. Y ahora que lo sabes te tendré que abrir los ojos para que no me aniquiles.
Ba’al se inclinó, agarró un puñado de polvo a sus pies, le escupió encima, y se lo lanzó a Qurong. El pegote de lodo le dio de lleno en el rostro, y el comandante retrocedió horrorizado.
– ¿Qué es esto? -resopló.
– Ábrele los ojos, Marsuuv, amada mía.
Qurong se quitó el barro, rojo de ira. Y cuando abrió los ojos descubrió que no podía ver adecuadamente. El valle había oscurecido.
– Mira a lo alto, Qurong. Ve lo que les espera a todos los que han roto el pacto.
Qurong levantó la mirada y contuvo la respiración. Los shataikis que vio en el lugar alto habían regresado. En mayor cantidad ahora. Bloqueaban el sol. Volaban en el cielo a menos de mil metros sobre sus cabezas, con garras extendidas y brillo en los ojos rojos. Volaban solo hacia él, parecía.
– Elyon ayúdanos.
– No, mi señor. Elyon los ayuda a ellos. Pero no lo hará más, pues le han vuelto la espalda. Ahora serán carne para las bestias.
– ¿Y yo qué? ¿O tú? ¿No crees que pronto nos harán trizas?
– No. Hemos hecho un trato con los demonios y les hemos prometido nuestra lealtad, así que seremos protegidos junto con nuestro pueblo. ¿Ya lo has olvidado? Esto comenzaba a tener sentido para Qurong. Era la razón que había detrás de su ritual de beber sangre. No entendía la total importancia de lo que estaba viendo y oyendo, pero este sin duda debía ser el día del dragón.
– ¿Así que estos shataikis solo pueden ir tras los mestizos?
– Sí. A menos que…
– ¿A menos que qué?
– Los asuntos sobrenaturales siempre tienen sus excepciones.
Esto sería el acabose, pensó el comandante.
– Envía la primera oleada -ordenó Ba’al-. Hazlo mientras aún tengamos el favor de los shataikis.
Qurong se volvió hacia Cassak, que miraba a lo alto, claramente confundido en cuanto a lo que el comandante y el sacerdote miraban.
– Envía nuestros primeros veinte mil -ordenó-. Infantería. Prepara a los arqueros. No reserves ninguno.
***
MÁS ALLÁ de toda duda, Samuel estaba seguro de haberse convertido en horda. Sentía las articulaciones como si le hubieran pinchado los huesos con alfileres, raspándoselos con cada movimiento. La piel le ardía, y solo empeoró cuando trató de eliminar el dolor lavándose con agua.
No asombraba que por lo general las hordas huyeran del agua y solo se bañaran aguantando el dolor. Intentó comer un poco de nuez escarabajo, pero el sabor era muy amargo.
Sin embargo, aun sabiéndose horda, no le resentía su condición. Lo hacía más parecido a Eram. Encajaba dentro del mundo más grandioso. Y en realidad, para empezar, no estaba muy seguro de por qué le había ofendido tanto la enfermedad de las costras.
Se está apoderando también de tu mente, Samuel.
Sí. Sí, eso era.
– ¡Ya vienen!
– ¡Listos! -vociferó Eram.
El grito hizo regresar al presente a Samuel. Saltó a su silla y galopó hasta las líneas frontales donde Eram, Janae y sus generales estaban montados, con la mirada fija en el valle. Se puso entre el líder eramita y la bruja, con las venas llenas de adrenalina.
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