Ted Dekker - Verde

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TAL COMO PREDIJERON LOS ANTIGUOS PROFETAS, un apocalipsis destruyó el planeta en el siglo XXI. Pero, dos mil años después, Elyon puso en el mundo a un nuevo Adán. Sin embargo, esta vez Dios otorgó una ventaja a la humanidad. Lo que una vez fue invisible, ahora se podía ver. Era algo bueno y recibía el nombre de… Verde.
Pero el maligno Teeleh aguardaba su oportunidad en un Bosque Negro.
Entonces, en el momento menos esperado, un joven de veinticuatro años conocido como Thomas Hunter se durmió en nuestro mundo y despertó en ese futuro Bosque Negro. Se había abierto una puerta para que Teeleh arrasara la tierra. Desolados por esa desgracia, Thomas Hunter y su Círculo juraron luchar contra el tenebroso azote hasta su último aliento.
Pero ahora el Círculo ha perdido la esperanza. Samuel, el amado hijo de Thomas Hunter, ha abandonado a su padre. Se ha unido a las fuerzas oscuras para iniciar una guerra final. Thomas se siente destrozado y busca desesperadamente la manera de regresar a nuestra realidad para dar con una esquiva esperanza que podría salvarlos a todos.
Entra en este relato apocalíptico, distinto a todo lo que has leído. Una historia que enlaza con la nuestra de una manera tan ¡impactante que te hará olvidar que estás en otro mundo.

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Y ahora Qurong quería descargar su ira sobre el frágil esqueleto blanco de un hombre.

– ¡Padre!

Qurong vociferaba, con la espada en alto sobre la cabeza, bramando.

– ¡Padre!

Un movimiento muy por detrás de ella le llamó la atención, y al girar logró ver un mestizo corriendo hacia ellos como un dragón saliendo del infierno.

– ¡Padre! -exclamó ella volviendo a mirarlo otra vez.

Sin duda, Ba’al era consciente de que su asesino había llegado, pero confiaba en que solo su amo, Teeleh, lo salvaría. No obstante, era evidente que Teeleh no estaba hoy de humor para salvar.

Qurong se apeó rodando del caballo, que siguió a todo galope, se puso en pie a menos de diez metros del altar, y se apresuró hacia Ba’al con ambas manos en la espada. Ba’al clamaba ahora con lágrimas hacia los cielos, frenético con su propia clase de placer.

– ¡Padre!

Qurong plantó un pie en la base del altar y bamboleó la hoja como un garrote. El acero afilado como una navaja tajó el más cercano de los brazos levantados de Ba’al, luego le cercenó el cuello antes de echar una mirada al aire.

La cabeza del siniestro sacerdote se desprendió del cuerpo y fue a parar sobre la piedra, con la mandíbula aún extendida, ahora en silencio. Los sacerdotes de Ba’al huyeron, clamando a Teeleh como mujeres desesperadas.

– ¡Qurong! -gritó Chelise deteniéndose y apeándose-. Comandante supremo de las hordas, te ruego que me escuches.

Su padre se volvió poco a poco, con la ensangrentada y flácida espada en la mano.

La miró como si no la reconociera, desubicado.

– El fin del mundo ha llegado, padre. Tu ejército ha desaparecido. Tu pueblo se quedó sin esposos.

– ¿Chelise? -exclamó él mientras lentamente se le arrugaba el rostro por la angustia, cayendo sobre una rodilla.

– Sí, soy yo, padre -contestó ella, acercándose-. Y este no es el camino de un poderoso líder. Estás llamado al lado de Elyon, como una vez estuviste. El hombre trató de incorporarse, pero no pudo.

– Tienes que ahogarte, padre.

– Nunca -objetó con voz débil, pero las mejillas se le estremecieron con su testarudez-. Nunca me ahogaré como un cobarde.

– ¡Para esta locura! -gritó ella-. Se trata de vivir, ¡viejo tonto! Estás aquí al borde del infierno, ¿y te resistes al llamado de tu Hacedor?

– No sirvo a nadie. El infierno no me puede tocar ahora -declaró y volvió a tratar de levantarse, esta vez con una mueca de dolor. ¿Estaba dolorido? ¿Lo habían herido?

Chelise recordó la escena de Stephen, el encostrado que Janae había expuesto a la botella con el veneno de Teeleh. Su padre había estado en contacto con el líquido al entrar en batalla, y ya estaba moribundo.

– El dolor que sientes es la traición de Teeleh. Su enfermedad te matará aunque estés protegido por los shataikis. ¡Te han traicionado!

– Yo… no… me… ¡ahogaré! -exclamó y se las arregló para ponerse de pie, pero con paso vacilante, como un anciano.

Ella agarró la botella de sangre que Johan le había dado. La sangre de Thomas, la cual Janae debió haber portado sabiendo que afectaría a la enfermedad. ¿Para qué si no conservarla? Chelise rompió la parte superior del frasco, dejando al descubierto un filo puntiagudo, y se lo pasó al comandante.

– Sangre, padre. De Thomas. Limpiada por el primer lago.

– No seas ridícula -manifestó él escupiendo a un lado-. Ba’al me hizo beber sangre de Teeleh; ¿quieres ahora que beba sangre de tu esposo? ¡Aquí estamos en una batalla!

– ¡Y tú te estás muriendo! A tu pueblo lo están masacrando los mestizos y se lo están comiendo aquellos que tienen sed de la sangre de Teeleh -explicó ella, y luego hizo una pausa sin estar segura de qué hacer-. Creo que si la sangre de Thomas se mezcla con la tuya se te detendrá la enfermedad.

– ¡Yo escupiría sobre la sangre de Thomas! -retumbó Qurong.

Chelise se ofendió tanto por este despreciable rechazo de su padre a mostrar sentido común que actuó sin pensar. Se abalanzó sobre él y le cortó el antebrazo con el frasco.

Qurong se miró el brazo, horrorizado de que la sangre de Thomas se mezclara con la suya. Chelise retrocedió y dejó caer la botella. Detrás de ella el fragor de la matanza se acercaba más y más. Pero la mujer estaba vestida como un guerrero horda y se hallaba con Qurong. Por el momento estaban a salvo.

– No sé que más hacer, salvo orar porque la sangre de Thomas te proteja. Pero te debes ahogar, padre. Por favor, ¡debes hacerlo!

– No sé qué hacer -contestó Qurong mientras se miraba el brazo y respiraba profundamente; las lágrimas le manaban de los ojos y se le derramaban por las mejillas-. No sé que está sucediendo.

El hombre cayó sobre las rodillas y enterró el rostro entre las manos.

– Perdóname -clamó llorando-. Perdóname.

– Te perdono, padre.

Ahora ella también lloraba. Estaba de pie a menos de tres metros de Qurong mientras las negras bestias arrasaban a las hordas, y rogaba como una madre que suplica por la vida de su único hijo.

– Ahógate, te lo imploro, ahógate. Los shataikis no te consumirán ahora. Estás protegido por la sangre. Podemos ir a un lago rojo cercano. Por favor, por favor, te lo ruego, padre.

Chelise oyó las débiles pisadas de cascos detrás de ella y una imagen le resplandeció en la mente. El mestizo que había visto antes.

Ella giró hacia atrás y vio el caballo que se le venía encima. Divisó la espada que bajaba. Oyó el rugido de protesta de su padre.

En un fugaz vistazo percibió que se trataba de Samuel, convertido en horda.

Sintió el pinchazo de la espada cuando le tajaba el cuello.

Y entonces el horizonte de Chelise de Hunter se volvió azul.

Un cielo brillante se levantaba de un desierto en perfecto silencio. Nada más, solo un blanco desierto ondulado y un cielo perfectamente azul.

En un momento, un dolor punzante mientras el filo metálico de la espada se le deslizaba por el cuello; al siguiente, absoluta paz en este mundo resplandeciente que se extendía frente a ella.

Sin dolor.

Sin tristeza.

Sin sangre.

Varios y prolongados segundos avanzaban con dificultad por el perfecto silencio.

Un niño reía detrás de ella. Se dio la vuelta y vio que no se hallaba sola. Un muchacho delgado de tal vez trece años estaba en la orilla de un estanque verde.

Sí, pensó ella, allí está el estanque.

– Hola, Chelise, hija de Elyon -saludó el niño.

Ella supo al primer sonido de la voz que se trataba de mucho más que de un muchacho común y corriente.

– Hola -contestó ella con voz temblorosa.

El le mostró una sonrisa juguetona, se giró a mirar el agua, y luego a ella, y después otra vez al agua. Finalmente, los brillantes ojos verdes del muchacho se volvieron a posar en ella.

– ¿Estás lista?

¿Estás lista? Ella ya no lograba encontrar la voz. Y de repente no pudo ver, porque tenía los ojos borrosos por lágrimas de desesperación.

Incapaz de contener su propia emoción, el niño se volvió y se zambulló. Chelise despegó los pies de la arena, jadeando. Ya había dado tres pasos cuando el cuerpo del muchacho salpicaba en la superficie y desaparecía debajo de las aguas color esmeralda.

Entonces ella se lanzó de cabeza al interior del lago de Elyon, y el placer de su primer contacto la dejó sin aliento.

***

QURONG HABÍA estado tan ausente, tan dominado por su propia miseria, tan consumido por la autocompasión, que no vio el peligro. Había visto antes al guerrero que se aproximaba a toda prisa, pero solo cuando fue demasiado tarde comprendió que venía a asesinar.

Se puso en pie de un salto y extendió las manos, creyendo que uno de sus hombres había confundido a Chelise con un eramita que lo amenazaba.

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