Ted Dekker - Verde

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TAL COMO PREDIJERON LOS ANTIGUOS PROFETAS, un apocalipsis destruyó el planeta en el siglo XXI. Pero, dos mil años después, Elyon puso en el mundo a un nuevo Adán. Sin embargo, esta vez Dios otorgó una ventaja a la humanidad. Lo que una vez fue invisible, ahora se podía ver. Era algo bueno y recibía el nombre de… Verde.
Pero el maligno Teeleh aguardaba su oportunidad en un Bosque Negro.
Entonces, en el momento menos esperado, un joven de veinticuatro años conocido como Thomas Hunter se durmió en nuestro mundo y despertó en ese futuro Bosque Negro. Se había abierto una puerta para que Teeleh arrasara la tierra. Desolados por esa desgracia, Thomas Hunter y su Círculo juraron luchar contra el tenebroso azote hasta su último aliento.
Pero ahora el Círculo ha perdido la esperanza. Samuel, el amado hijo de Thomas Hunter, ha abandonado a su padre. Se ha unido a las fuerzas oscuras para iniciar una guerra final. Thomas se siente destrozado y busca desesperadamente la manera de regresar a nuestra realidad para dar con una esquiva esperanza que podría salvarlos a todos.
Entra en este relato apocalíptico, distinto a todo lo que has leído. Una historia que enlaza con la nuestra de una manera tan ¡impactante que te hará olvidar que estás en otro mundo.

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Inmediatamente. Chelise supo que había pasado lo peor. Qurong y Thomas se habían metido en un terrible lío. ¿Por qué más vendría una súplica de su madre?

– ¿Stephen? -preguntó ella; era la primera palabra que dirigía a un encostrado desde que se ahogara.

– Sí, mi señora. La mantendremos a salvo, pero no debe salir de nuestro lado.

No fue sino mucho más tarde, después del primer largo día de viaje, cuando comprendió que el encostrado no la estaba protegiendo de otros guerreros hordas. Estaba atento a la aparición de la nueva raza de luchadores albinos.

– Todos sabemos que son mucho más rápidos y muchísimo más habilidosos aun que los eramitas.

– Y todo el mundo sabe que los eramitas son superiores a la mayoría de horda -había comentado su compañero riendo entre dientes.

– ¿De veras?

– ¿Cómo se puede mantener en forma para la batalla un ejército que no tiene guerra? -advirtió el hombre llamado Reeslar-. Nuestros guturales y exploradores son los únicos que tienen las destrezas que una vez fueran el orgullo de las hordas.

– Y aun entonces hasta los guardianes del bosque solían apalearnos de mala manera -señaló Chelise.

El uso que la mujer hiciera del «nos» los acalló por un momento. Pero en ese entonces había sido «nos», y debería volver a serlo, pensó ella. El hedor de ellos no le molestaba del mismo modo en que incomodaba a otros albinos. Es más, la única diferencia entre los encostrados y muchos albinos era que estos últimos se habían ahogado en un lago rojo.

– Teeleh nos salva si los albinos deciden levantarse alguna vez en armas -había roto Stephen el silencio.

El otro encostrado mostró estar de acuerdo mediante un gruñido, y por un mínimo instante Chelise entendió el deseo de Samuel por pelear. Hasta ahora, ella no había comprendido la superioridad en habilidad y fortaleza del promedio de albinos. La ausencia de enfermedad y su constante huida de grupos exploradores los habían mantenido frescos y resistentes, listos para enfrentarse a cualquier enemigo.

Después de cruzar el desierto por segunda vez en un día, se hallaba sobre su caballo entre los dos guturales y analizaba los ejércitos en Valle Torun. De joven había visto docenas de patrullas, pero siempre desde lejos. Antes de apoderarse de los bosques, las hordas recorrían enormes distancias hasta confundirse con la arena, dedicándose a criar caballos con piel curtida y resguardándose en los valles. Después habían invertido la estrategia, permitiendo ser vistos en toda su gloria dominante, en lugar de ocultarse como fugitivos igual que el círculo.

Un pequeño ejército de hordas había llegado una vez hasta el borde del campamento de Chelise y Thomas antes de que la tribu de albinos hubiera escapado. Ella había observado con Thomas a las hordas desde las colinas cercanas, preguntándose si podría hacerlos entrar en razón.

Eso fue al principio, antes de que su padre desatara contra ellos toda la fuerza de su ira. Las hordas masacraron varios campamentos y capturaron cientos de albinos en los meses siguientes. Una vez ella había visto impotente desde un desfiladero cuando los guturales colgaban a tres albinos que conocía muy bien: Ismael, Judin y Chrystin.

Chelise lloró todo el día, y Thomas decidió adentrarse más en el desierto. El círculo aprendió a adaptarse, y las hordas se volvieron más impacientes con los pocos que agarraban. Pero la vida en el desierto era dura, y los estanques rojos eran escasos. Tenían que moverse cada dos o tres semanas para hallar alimento y madera, y hacían largos viajes para recoger el trigo del desierto. Un grupo de cacería podría tardar una semana en cazar dos o tres venados para una festividad.

Esto y el hecho de que Elyon hubiera dejado sus estanques rojos en los bosques y cerca de ellos, convenció a Thomas de que deberían acercarse otra vez a los bosques. El peligro era mayor, pero también la recompensa.

Además, a menudo los ancianos concordaban en que de todos modos Elyon regresaría pronto. Cualquier día. Cualquier semana. Ni siquiera en algunos meses. Sin duda en no más de un año.

Eso fue hace siete años. Y ahora más de unos cuantos albinos querían recuperar los bosques.

Este ejército horda que se arrastraba por el valle Torun podría ser más lento y más débil que cualquier ejército albino, pero ¡era tan numeroso como la arena! Una gigantesca masa de hombres, caballos y tiendas se extendía hasta el horizonte, perdiéndose dentro de una polvorienta neblina.

– Ahí debe de haber un millón -comentó ella.

– Una gran cantidad -contestó Stephen.

– ¿Es todo el ejército?

Otra vez silencio, aunque Stephen ya había dejado escapar el dato. Chelise estaba segura que él olvidaba a veces que ella era albina y la trataba simplemente como de la realeza. Después de todo la estaba llevando a casa.

– ¿Y todo esto para un ejercicio de entrenamiento? -preguntó ella asombrada.

– Nunca se había hecho, pero tiene sentido. El ejército necesita entrenamiento.

– Sí, pero los problemas logísticos. Debe de ser una pesadilla movilizar a tantos hombres.

– ¡Nosotros lo hacemos todo el tiempo en el desierto! -Ridiculizó Reeslar-.

Esto… esto no es nada.

– ¿Estás seguro de que mi padre no se encuentra con ellos?

– Ellos nos están esperando -expresó Stephen haciendo caso omiso de la pregunta de Chelise-. No debemos esperar.

– ¿Ellos?

– Su madre la espera, hija de Qurong -contestó el explorador haciendo regresar el caballo de la cima y galopando hacia los árboles.

– ¿Dónde? -quiso saber ella haciendo correr al corcel, escoltada por los dos hombres.

– Cerca. Exactamente en la colina.

Galoparon a prisa, pasando cerca de varias patrullas y guardias estacionados en los árboles. A insistencia de Stephen, Chelise usaba una túnica con capucha. Las órdenes eran llevarla en secreto. La podrían conducir encadenada o pareciendo encostrada, y él recomendó lo último. Después de todo, se trataba de la hija de Qurong. El campamento real estaba armado sobre una meseta por encima del valle Torun, rodeado por una compañía de guturales que habían formado un perímetro de varios metros. Una docena de banderas con la imagen de la serpiente alada ondeaba sobre una gran carpa de lona bordeada por otras cuatro más pequeñas. Alrededor de este grupo se hallaban varias docenas de las carpas más pequeñas pertenecientes al séquito real y a la guardia.

Guardia del templo, si Chelise no se equivocaba. ¿Entonces Ba’al también estaba allá afuera?

– Ha sido un placer escoltarla, hija de Qurong -anunció Stephen-. Oro porque Teeleh la guarde de los muchos espíritus malignos que tratan de matar a los menos afortunados.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que ella oyera tal bendición?

– Gracias -respondió.

El hombre disminuyó la marcha cuando pasaron la guardia principal, luego saludó a otro guardia, que miró furioso y agarró las riendas de Chelise.

– Eres un buen hombre, Stephen. Oro porque Elyon te sonría.

El explorador titubeó, luego inclinó la cabeza.

Su nuevo guardia desmontó y la llevó hasta el pie del alerón de la tienda principal antes de hacerse a un lado.

– Entre -ordenó rudamente.

Chelise respiró hondo, abrió el alerón e ingresó a su pasado.

Lo primero que surgió ante ella fue el tazón de morst en la entrada. No estaba segura de por qué esto debió llamarle la atención en vez del lujoso mobiliario interior o las tres personas que se hallaban al otro lado del salón. Quizás porque el morst representaba todo lo que estaba mal en su antigua manera de vivir. Era algo ridículo creer que una pasta de la consistencia de la suave harina pudiera cubrir una enfermedad. Era una mentira estupenda.

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