– Por favor, padre. Te lo estoy suplicando -rogó ella en voz suave y entrecortada porque las emociones le impedían gritar-. ¡Ahógate conmigo!
Qurong tomó un largo trago, negándose a mirar en dirección a su hija. Está controlando sus propias emociones, pensó ella. Chelise estaba logrando comunicarse. ¿Cómo podría alguien resistir una verdad tan sencilla?
– Dices que los albinos son pacíficos, pero en este mismo instante conspiran Para destruir a las hordas -se defendió él.
– Eso sencillamente no es verdad.
– Samuel se ha unido a Eram y está conspirando para que los albinos hagan alianza con los mestizos -expresó él mirándola de frente.
En el momento que lo dijo, Chelise supo que era verdad. ¡Esto es lo que Thomas había querido decir!
Y con tal despliegue de poder, no pocos albinos serían arrastrados a una guerra que prometía acabar con las hordas de una vez por todas. El estómago de Chelise se revolvió. Su esposo tenía razón, ¡el mundo se estaba desmoronando!
– Thomas… -balbució ella-. ¡Necesitamos a Thomas! El puede detenerlos.
– ¿Es eso lo que él estaba haciendo cuando ofreció a su hijo Samuel a Elyon en el lugar alto? ¿Detener una guerra?
– ¡Sí! Y tú traicionaste tu palabra, padre -acusó ella acercándosele y poniéndole una mano en el brazo, desesperada por ganarse su confianza-. Te lo ruego, padre. Tú puedes detener esta insensatez. Por mí, te lo suplico. Por tu nieto.
– No me hagas condescender. ¡No habrá guerra! -exclamó, retrocediendo; empuñó la mano y la sacudió con fuerza-. Pero, si la hay, aplastaré a cualquier fuerza que se me enfrente.
– ¡Qurong! -gritó Patricia atravesando el salón hacia ellos-. Recuerda nuestro acuerdo. ¡Cuida tu tono!
– ¡Soy Qurong! -vociferó él-. ¡Mis mujeres no me dicen qué hacer!
Chelise se sintió sofocada por una repentina urgencia de volver con los albinos.
¡Era necesario detener a Samuel!
– Si a ella no la hubieran enamorado las mentiras de Thomas no estaríamos en este aprieto -añadió bruscamente Qurong.
– Ah, por favor, no puedes culparla por esto -pidió Patricia-. No hace falta que mires más allá de tu propio sacerdote.
– Él no es mi sacerdote.
Qurong miró el alerón de la puerta. No era nada bueno decir tales cosas en voz alta acerca de Ba’al. No todo estaba en paz en el campamento de las hordas. Pero al momento nada de esto importaba a Chelise. Ella estaba sin Thomas. Y Samuel podría estar dirigiéndose a la Concurrencia en este mismo instante, pretendiendo llevarse con él a los albinos para emprender la guerra contra las hordas.
Si lo hacía, los días de las hordas podrían estar contados.
– Cassak, asegúrate de que ella salga de su campo enemigo sin peligro -ordenó Qurong, dirigiéndose a la puerta-. Tengo asuntos pendientes.
– ¡Qurong! -gritó Patricia.
– Tú no eres mi enemigo, padre -expuso Chelise-. Te amo tanto como a mi propia vida. Pero su padre salió sin pronunciar una palabra más.
Todo está perdido, pensó Chelise. He perdido a mi esposo, a mi hijo, y ahora a mi padre, quien va a emprender la guerra contra mi pueblo.
El mundo te espera, Chelise.
CUATRO DÍAS de asesorar al ejército eramita demostraron a Samuel que no solo había hecho una buena elección al acudir a Eram, sino que fue una decisión que rediseñaría la historia. Una decisión que pronto sería proclamada como el tajante momento decisivo en la era de supremacía de las hordas. Thomas de Hunter se había convertido en una leyenda debido a una decisión como esta, y ahora su hijo, Samuel de Hunter, seguiría sus pasos y sería honrado entre el círculo como aquel que liberó a los albinos del flagelo llamado las hordas.
Los niños grabarían el nombre de Samuel en brazaletes, y los hombres se sentarían alrededor de hogueras exagerando sus hechos hasta convertirlo en poco menos que un dios ante sus ojos. Y las mujeres… hasta ahora él no se había casado, porque muy en su interior sabía que estaba destinado a la grandeza. Aunque otros de su edad pasaban días y noches tratando de impresionar a exigentes mujeres, Samuel había pasado los días refinando sus habilidades de guerra. Ahora las jóvenes doncellas pondrían sus esperanzadas miradas en él dondequiera que fuera.
Pero no había contado con esta mujer en particular, que se las había arreglado para ingresar al círculo íntimo de Eram doce horas antes. Ella afirmaba llamarse Janae. Era albina, perturbadoramente inteligente, y más hermosa que cualquier mujer que Samuel conociera. Lo cual le hizo hacer un alto, puesto que había visto a todos los albinos y sin duda habría notado a esta joven entre el resto.
– No, mi señor -manifestó él, mirando hacia atrás a la mujer que los analizaba desde el caballo, veinte metros detrás-. No creo que deberías seguir el consejo de ella. Creo que deberías seguir el mío.
Él y Eram iban a caballo rodeados por cuatro hombres de la guardia personal de Eram, mirando desde lo alto el valle oriental donde los hombres de Samuel trabajaban con guardianes del bosque convertidos en hordas. Habían acordado poner cuatro mil hombres bajo el mando de Samuel, una fuerza de élite de los mejores luchadores que Eram podía ofrecer. Serían dirigidos por cuatrocientos combatientes albinos, suponiendo que Samuel pudiera llevar la negociación hasta el final. Pronto lo sabrían.
Mañana Samuel llevaría su pequeño ejército hacia el occidente, anunciaría sus intenciones a la Concurrencia, y desafiaría a todo aquel que fuese en busca de justicia a unírsele en liderar una campaña de guerra de guerrillas contra Qurong. Samuel tomaría su ejército, lo dividiría en diez unidades de élite muy compactas, y las apostaría en todos los costados de Ciudad Qurongi. Su primer ataque sería certero y brutal, dejando al ejército de Qurong con profundas heridas que lamer. Los ataques segundo, tercero y cuarto se desarrollarían inmediatamente desde tres flancos antes de que las hordas pudieran reorganizarse de manera apropiada. Aunque lograran recuperarse, se confundirían sin una clara maniobra para ejecutar o sin un ejército al cual atacar. En cuestión de meses, Samuel ablandaría a las fabulosas tropas de Qurong, y entonces Eram descargaría todo el peso de sus ciento cincuenta mil guerreros para aplastar a las hordas.
Era un plan razonable, casi sin posibilidad de fracasar, suponiendo que Samuel lograra convencer de que se le unieran a bastantes del círculo. Suponiendo también que Eram no cambiara de parecer por miedo o traición.
Suponiendo además que esta mujer llamada Janae no echara a perder todo el proyecto con su ridícula cháchara de una guerra inmediata a gran escala contando con la autoridad de una reina shataiki llamada Marsuuv.
– Por favor, solo mírala. ¿Has visto alguna vez una bruja al servicio de una reina shataiki? No hasta ahora.
– ¿Una bruja albina? -manifestó Eram siguiendo la mirada de Samuel y curvando los labios en una débil sonrisa-. Eso es algo nuevo. ¿Dónde habéis estado escondiendo a estas asombrosas criaturas?
Algo era seguro: A Eram le encantaban las hembras. Samuel nunca había conocido a un hombre con un apetito tan voraz por las mujeres. El dirigente eramita no disimulaba sus muestras de afecto cuandoquiera o dondequiera que lo atacara el impulso, pero lo hacía con tacto, como un caballero, a pesar de que sus intenciones eran muy bien conocidas. Su pueblo parecía amarlo por eso. Tenían un líder apasionado y viril que poseía el carácter para guiarlos al interior del desierto. ¿Quién castraría a un hombre así?
– Perdóname por señalarlo, pero esto no es asunto para una mujer, por seductora que sea -discutió Samuel.
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