Marsuuv recorría distraídamente con la garra el cuerpo de Ba’al.
– Qué alma tan atormentada. Pero has acudido a mí. Yo calmaré tu dolor y te llenaré con un nuevo placer que desearás ardientemente. Nada será igual ahora, Billy. El pelirrojo cerró los puños, echó la cabeza hacia atrás y gritó hacia el techo en angustia. La voz le resonó por todo el salón, Janae quiso decirle que dejara esta vergonzosa demostración de debilidad, pero sabía que su consejo significaba poco aquí. Ella era la desechable en el salón.
Finalmente, Billy se quedó sin aliento y se tranquilizó. Marsuuv codeó ligeramente a Ba’al, luego lo apartó a la fuerza.
– Déjanos.
– ¿Mi señor? -exclamó Ba’al aterrado, empezando a llorar otra vez-. ¡Por favor!
– ¡Déjanos! -gruñó Marsuuv estremeciendo el salón, y Janae dio un paso atrás; el pulso se le aceleró.
Había algo en esa mandíbula, en esos labios rosados, en esos colmillos, algo que la emocionó. La fragancia de la sangre… ¿Podría esta sangre estar saliendo de la boca de la bestia?
Ba’al dio media vuelta, levantó la capa y salió corriendo del salón, tratando de contener los sollozos de arrepentimiento.
Marsuuv observó a Billy.
– Ven aquí, hijo de Adán -ronroneó.
Por un momento, Billy no dijo nada. Janae pudo imaginar el temor que le corría al joven por las venas.
– Déjame quitarte el dolor, Billy. Déjame darte placer.
Billy se levantó y luego caminó lentamente hasta el escritorio de piedra donde estaban apilados los cuatro libros. Se detuvo frente a la bestia.
– ¿Por qué lloras, amado mío? -preguntó Marsuuv levantando las garras y acariciando las húmedas mejillas de Billy-. Has sido escogido para una tarea que es la envidia del mundo.
– ¿Cuál? -inquirió él exhalando.
– Teeleh te la dirá. Regresarás pronto. Tenemos poco tiempo para estar juntos, bebemos atesorar cada momento.
Billy temblaba de pies a cabeza, y a Marsuuv parecía agradarle eso. Las zarpas tocaron la cabeza, los brazos y el cuello del pelirrojo como si estuvieran hechos de una delicada membrana que se rompería con la más leve presión.
Janae sabía que Billy y Marsuuv compartían un vínculo especial del que ella no participaba. Era la maldad, y hacía mucho tiempo que Billy la había acogido en el pensamiento.
La verdad de esto comenzó a carcomerla como un cáncer enfurecido, y entonces empezó a temer por sí misma. ¿Cómo podía permanecer ante tan aterradora escena y sentir esos celos? Debería ponerse de rodillas, mostrando respeto. La ira de Janae terminaría mal. Ella diría o haría algo que desataría la furia de la bestia. Pero Marsuuv aún no tenía tanto conocimiento de la joven. En realidad ahora que pensaba al respecto, inclusive allá atrás en el claro la mirada de la bestia se había posado en Billy, no en ella. Estaba segura de eso.
Janae no era más que un ratón enjaulado para la próxima cena. ¡Se había internado en esta pesadilla para servir de alimento a esta horripilante bestia! Y sin embargo, no había nada en ninguna otra parte del mundo, ni en su mente, donde la muchacha quisiera estar sino aquí, frente a la verdad, la fragancia, la fuente de su propio deseo.
– ¿Qué hay de mí? -inquirió ella.
La bestia le hizo caso omiso. La larga lengua salía rápidamente y lamía las lágrimas de las mejillas de Billy. Esta demostración de afecto combinada con el aroma a sangre del aliento de Marsuuv resultó ser demasiado.
– ¿Soy solo un pedazo de carne aquí? -gritó la muchacha, dando un paso adelante, íuriosa.
Marsuuv giró de repente la cabeza para mirarla por primera vez, emitiendo un ruidoso refunfuño que chasqueó en el aire.
– ¡Paciencia, humana!
La envolvió el aliento de shataiki, con el cual venía la fragancia, tan fuerte ahora que a Janae le volvieron a brotar lágrimas.
– El deseo es muy fuerte, ¿es eso, hija de Eva? ¿Tan solo una probadita?
– Sí -contestó ella con voz entrecortada.
La reina se desplazó en el lecho de enredaderas de tal manera que ahora todo el cuerpo enfrentaba a Janae.
– ¿Sabes cómo nos reproducimos, Janae? Transportamos sangre en nuestros colmillos.
Por supuesto. Sí, por supuesto.
– Ahora estás en mi nido, donde pongo huevos no fertilizados que se convierten en larvas. Cualquier shataiki, menos una reina, puede darles vida; lo único que se necesita es una sola gota de sangre. Un solo mordisco.
Janae encontró las palabras irresistiblemente seductoras. No estaba segura de por qué; lo que Marsuuv había manifestado sobrepasaba todo lo que la chica sabía hasta ahora acerca de su propia existencia.
– Te preguntas por qué ansias esta sangre, ¿no es así, hija?
– Sí -gimoteó ella, acercándose.
– Una vez hubo doce de nuestros bosques, cada uno un nido para una reina. Un bosque fue quemado, y la reina Alucard nos abandonó. Y cuando Alucard salió de nuestro mundo entró en el tuyo, dos mil años antes de que nacieras, según vuestros calendarios. No había shataikis para que le fertilizaran sus larvas. Pero halló un modo de satisfacer su necesidad de descendencia inyectando su propia sangre en una mujer. Nos enteramos de esto en uno de los libros sangrientos, el diario de San Thomas el Beast Hunter, donde se cuenta que una raza de mestizos fue creada y que extendió su semilla sobre la tierra. Llamó vampiros a los descendientes. Vástagos. Ella supo a dónde iba la reina, y eso la aterró.
– Tú, Janae, ansias la sangre porque después de muchas generaciones lejanas tu padre fue un mestizo. Por tus venas aún corre sangre shataiki. Eres una cría -afirmó Marsuuv, y continuó luego de una pausa-. ¿No te estimula eso? La reina hablaba amistosamente, atrayéndola con la mirada y el suave movimiento de las zarpas.
– Sí.
Janae pudo saborear en su propia lengua un rastro de sangre, la que deseó con ansias. Hasta la sangre de Billy… tenía rastros del mismo sabor irresistible. Sangre shataiki.
Mientras se acercaba, una voz distante le susurraba una advertencia: Se trata de la maldad, Janae. Maldad cruda y sin destilar, como las larvas. Has entrado al infierno, y estás rogando beber del mal.
.-Ven, adorable mía -ronroneó Marsuuv-. Ven, prueba y ve que soy la maldad.
La reina saltó del lecho y se colocó a cierta distancia de los libros perdidos sobre el escritorio de piedra. Un altar, vio la joven ahora. Era el altar de la bestia.
Janae se volvió por el costado de Marsuuv y alargó la mano hacia la zarpa. La reina se inclinó para que la muchacha pudiera sentirle el aliento; el poder de esa cálida racha de aire eliminó en ella todo deseo de resistencia. Comprendió las ansias de Ba’al de estar con esta magnífica bestia.
La joven se inclinó de modo instintivo y le tomó el pelaje con los dedos, anhelando acercarse. La bestia reaccionó como un animal de cuerda, levantándola del suelo y poniéndola sobre la piedra. A Janae le bajó un dolor por la espalda. La bestia saltó al altar, agarrando el borde profundamente rugoso con sus largas zarpas. Se encorvó sobre la mujer y la miró con intensidad.
– Quieres más -resopló la bestia-. Más. Por esto se te eligió.
Janae comenzó a llorar de agradecimiento. Siempre había sabido que había algo malo en ella. Algo diferente. Sus gustos únicos por aventura, por placer, por más, siempre más, eran mucho más pronunciados que en las demás personas. Ahora comprendía.
Era la sangre. Sangre shataiki. Su propio padre le había transmitido estas ansias.
– Por favor… -titubeó, agarrando el cabello de la criatura y tirando de ella-.
Por favor…
– Lo anhelas. ¿Anhelas ser hija de Teeleh?
– ¡Sí!
– ¿Maldecir a Elyon y abrazar la maldad para siempre?
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