– ¡La necesito, Billy! -susurró; el deseo de sangre la consumía por completo, y le brotaron lágrimas en los ojos-. No puedo esperar.
– ¿Necesitas qué? -contestó él manteniendo la distancia claramente delineada.
Ella miró a lo lejos y se enjugó las mejillas con el dorso de la mano.
– No… no lo sé -balbuceó; un largo silencio se hizo entre ellos-. Estoy asustada.
– Sí, bueno, es un poco tarde para ti -objetó él lanzando una discordante risotada-.
¿Me sigues al infierno a través del universo y ahora concluyes que estás asustada?
– No -refutó Janae enfrentándolo, furiosa por la insolencia de él.
Pero ahora ella dependía de él más que antes. Por tanto, cerró los ojos e intento dominarse. Directo al grano, ella lo amaba… del modo en que un drogadicto podría amar a la aguja. Ella necesitaba a Billy.
Janae abrió los ojos y lo observó a la luz de la luna. En esta realidad, él no podía leer mentes, un pequeño consuelo que de alguna manera nivelaba la situación. Pero Billy no era menos extraordinario. No debido a lo que hacía, aunque el hecho de haber sido el primero en escribir en los mágicos libros de historias no era un pequeño logro. Sin embargo, ella creía que era la identidad de Billy lo que lo hacía extraordinario. Él era el responsable del ingreso de Thomas Hunter en este mundo. Él fue quien diera a luz a la maldad en esos libros.
En cierto sentido, Billy era toda la humanidad metida de manera apretujada en un muchacho que había sido asediado por la maldad; al no poder sacar esa maldad de la mente, se había embarcado en una búsqueda para enfrentarla. Solo entonces podría abrazarla por entero, o rechazarla, para que nunca volviera. Él le había repetido mucho eso, pero, al mirarlo ahora, ella lo entendió.
Janae aligeró su caballo al lado del de él, mirando en direcciones opuestas. Reposó ia mano en el muslo masculino y se inclinó lentamente hasta que tuvo los labios a un par de centímetros de los de él.
– Te amo, Billy -le susurró.
Él no se movió. Ella lo besó suavemente en la boca.
– No sé qué me está sucediendo -declaró; el sabor de la saliva de Billy hizo que la cabeza le diera vueltas-. No puedo… no sé por qué estoy sintiendo esto. Billy devolvió el beso, y ella debió suprimir el impulso de morderle el labio como hiciera antes. Quitó la mano del muslo, la puso en la espalda de él, y lo acercó.
– No estoy asustada de estar aquí contigo, sino de este sentimiento -confesó, volviendo a llorar-. No sé qué va mal conmigo, Billy. La necesito. El aliento de él estaba caliente entre sus fosas nasales, y el pelirrojo se echó hacia atrás para que las bocas se separaran solo por la humedad entre ellas.
– ¿Necesitas qué?
– La sangre -reveló ella sin pensar.
Era la primera vez que lo admitía de modo tan explícito, incluso ante sí misma, pero hacerlo le produjo un aluvión de adrenalina. Le aumentaron los latidos del corazón y entonces oprimió los labios de él contra los suyos.
Billy no dijo nada, no con palabras. Respiraba con dificultad, y devolvió el beso con igual pasión. Se quedaron trabados en un abrazo, con los ojos cerrados y perdidos Para el mundo. Imágenes de árboles negros y enormes murciélagos negros se deslizaron a la mente de Janae. Pero en vez de repulsión o susto sentía ahora una plenitud que solamente le alimentaba el deseo.
Billy era su Adán, y ella era la Eva de él, abrazando el mundo prohibido. Los labios de él eran fruto para ella, el dulce néctar de una manzana. Janae gimió y mordió profundamente, entonces sintió la sangre cálida fluyéndole en la boca. Como una droga, la sangre la inundó con deseo y paz. Bienestar total y seguridad. Billy no era un simple hombre; era un dios. Para bebérselo ella sola. La joven supo que había regresado a una forma de sí misma que solo conocía tinieblas. Pero allí, en la tenebrosidad de ese vientre, se sintió plena consigo misma. Ella…
La cabalgadura resopló y cambió de posición debajo de ella. La mano de Billy le apretaba el hombro como una prensa de banco. Empujándola para alejarla. Ella abrió los ojos, confusa y dolida, pero antes de que pudiera hablar la detuvo la oscuridad.
No solamente la oscuridad. La negrura, como tinta. Tan negra que pudo sentir la noche como si fuera un organismo vivo que quería asfixiarla.
Janae apartó bruscamente la cabeza y vio el círculo de ojos rojos que los miraban desde el borde de un oscuro bosque a siete metros de distancia. ¿De dónde habían salido los árboles? Rodeaban a Billy y Janae. Ella jadeó y giró sobre sí misma. Los ojos rojos estaban adheridos a sarnosas criaturas negras, paradas a varios metros de altura, rememorando aproximadamente las imágenes que ella había visto en el templo.
Shataikis.
El corazón le palpitó a toda prisa, y se volvió para mirar hacia donde Billy veía extasiado. Una bestia del doble de tamaño de las otras estaba posada en una rama angular por encima y detrás del círculo de shataikis. Los observaba con penetrantes ojos rojos.
Ni un solo sonido. Ni un movimiento. El corazón de Janae le repicaba en los oídos. La luna había sido cortada por una gruesa maraña de ramas sin hojas, oculta entre largas tiras de musgo negro. Donde solo momentos antes arena y rocas cubrían el suelo del cañón, ahora se extendía por el suelo lodo y roca sedimentaria. Un sencillo sendero socavado se extendía hacia un denso ramaje.
Los ojos de ellos habían sido abiertos al bosque negro. El duodécimo de doce bosques, había dicho Billy. El dominio de la reina Marsuuv. Y Janae tuvo pocas dudas de que la bestia que los miraba desde la percha más alta era nada menos que la misma Marsuuv.
Billy cayó a tierra y se postró en una rodilla, con la cabeza inclinada hacia la reina. Antes de que Janae pudiera decidir cómo reaccionar, la gran bestia saltó al aire con asombrosa agilidad, salió disparada por encima del ramaje y desapareció de la vista en dirección al sendero.
Al unísono, el círculo de shataikis partió aleteando ruidosamente de las ramas, chillando y zumbando. La mitad voló tras la reina, y los demás salieron volando con rapidez, chasqueando las quijadas. Janae se inclinó mientras unos colmillos se cerraban tan cerca que sintió en el cuello el aliento cálido y sulfuroso de la criatura. Billy se levantó lentamente, mirando el sendero, haciendo caso omiso de la cruel cacofonía de las bestias. Tranquilamente, montó y enfiló el caballo hacia la senda. Satisfechos, los shataikis arrancaron y revolotearon por el follaje. El aire olía como una herida abierta pudriéndose con gangrena, pero rociada con otro olor que le llegó a Janae como la dulce fragancia del agua atrae a las manadas después de una estación larga y reseca.
– Billy…
El encaminaba al jadeante corcel hacia el sendero, y luego al interior del bosque.
– ¿Billy?
El pelirrojo dio una manotada en la grupa del caballo y aumentó la velocidad. Janae se agachó rápidamente y corrió tras él. La oscuridad hacía casi invisible el camino, pero los jamelgos seguían su propia guía, introduciendo en la selva a gran velocidad tanto a Billy como a ella.
Dos pensamientos le resonaban a Janae en la mente. El primero era que se apresuraban hacia la muerte. El segundo, que eso no le importaba, porque podía oler vida en el aire, y esta era la vida que ella necesitaba tanto como la misma respiración. El olor se hizo más fuerte, y con ello la certeza de que ella debía alcanzar el final de esta senda, por ningún otro motivo que hallar el origen del hedor. Más tarde, en un momento de temor inesperado, la muchacha llamó a Billy a gritos.
– ¡Billy!
Pero su voz era débil, y aunque el muchacho estuviera escuchando, su silencio parecía apropiado. El temor se calmó, y ella se abrazó al cuello del caballo mientras cabalgaba en medio de la noche.
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