Ted Dekker - Verde

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TAL COMO PREDIJERON LOS ANTIGUOS PROFETAS, un apocalipsis destruyó el planeta en el siglo XXI. Pero, dos mil años después, Elyon puso en el mundo a un nuevo Adán. Sin embargo, esta vez Dios otorgó una ventaja a la humanidad. Lo que una vez fue invisible, ahora se podía ver. Era algo bueno y recibía el nombre de… Verde.
Pero el maligno Teeleh aguardaba su oportunidad en un Bosque Negro.
Entonces, en el momento menos esperado, un joven de veinticuatro años conocido como Thomas Hunter se durmió en nuestro mundo y despertó en ese futuro Bosque Negro. Se había abierto una puerta para que Teeleh arrasara la tierra. Desolados por esa desgracia, Thomas Hunter y su Círculo juraron luchar contra el tenebroso azote hasta su último aliento.
Pero ahora el Círculo ha perdido la esperanza. Samuel, el amado hijo de Thomas Hunter, ha abandonado a su padre. Se ha unido a las fuerzas oscuras para iniciar una guerra final. Thomas se siente destrozado y busca desesperadamente la manera de regresar a nuestra realidad para dar con una esquiva esperanza que podría salvarlos a todos.
Entra en este relato apocalíptico, distinto a todo lo que has leído. Una historia que enlaza con la nuestra de una manera tan ¡impactante que te hará olvidar que estás en otro mundo.

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¿Quién iba a decir que la enfermedad de las costras no era ninguna enfermedad? ¿Y si fuera solo otra condición humana, limpiada por las aguas rojas medicinales?

¿Quién iba a decir que la fruta era un regalo de Elyon? ¿Por qué no simplemente un producto de la tierra con propiedades poderosas?

¿Quién iba a decir que Teeleh era más que otra fuerza, contrarrestando la fuerza llamada Elyon? El bien y el mal absolutos no eran más que elaboradas explicaciones formadas por humanos que debían comprender y ordenar su vida diaria.

¿Quién iba a decir que la fuerza que le había sanado el cuerpo después de que Ba'al lo acuchillara fuera de algún modo distinta de la fuerza que hacía crecer la fruta? Samuel había sido consciente del poder, pero solo como una lejana abstracción, una luz que había desaparecido en el cielo mientras él recuperaba la conciencia. Y los shataikis, aunque espantosos, no parecían tan aterradores a quienes los adoraban. Amarlos sería como amar a las hordas, estas sabandijas encostradas que en cualquier momento demostrarían ser más peligrosas que los shataikis.

Algo estaba claro: Las hordas habían jurado matar a todo albino vivo… hombre, mujer o niño. Eso los convertía en enemigos, una fuerza que no concordaba con Samuel ni con su deseo de vivir en paz. Ya había enfrentado bastante sangre, pero era hora de hablar el único lenguaje que las hordas entendían con absoluta claridad.

La guerra.

Era hora de hacer sangrar a las hordas, y el hecho de que doscientos sacerdotes al servicio de Ba'al se hubieran desangrado por voluntad propia era una extraordinaria señal de que había llegado el momento.

Te mostraré, padre. Verás que al final tengo razón.

– ¡Llévanos a Eram! -gritó Samuel con voz que resonó por el cañón-. ¡Venimos a favor de Eram! Nada.

– Espero que sepas lo que estás haciendo -susurró Petrus.

– Ya pasamos el tiempo de las especulaciones.

– Estoy esperando, no especulando -objetó Petrus, luego respiró hondo y explicó a gritos la petición de Samuel-. ¡Estamos desarmados, idiotas! Salgan a reunirse con nosotros. ¡Tenemos un mensaje para Eram!

– Eso es encantador -comentó Jacob.

El primer guerrero horda se dejó ver en lo alto del desafiadero a la izquierda. Era un corpulento combatiente encostrado vestido con uniforme de batalla color bronce, un cruce entre las antiguas túnicas de las hordas y la armadura de los guardianes del bosque, con protectores de cuero atados a muslos, brazos y pecho. Ningún casco le cubría el limpio y grueso cabello negro. Este no tenía rizos enmarañados.

Entonces asomaron los demás a lo largo de la prolongada elevación de terreno, por lo menos cien, dos docenas de ellos armados con arcos sin tensar. Era claro que no veían a los cuatro albinos como una amenaza creíble, sino más bien como animales atrapados para su diversión.

Samuel pensó en que nunca le había dirigido la palabra a un guerrero horda a no ser dándole la espalda mientras huía… excepto más recientemente, con el filo de la espada.

– Saludos.

El líder lo miró hacia abajo por un largo instante, luego giró en la silla y habló con alguien detrás de él. La línea se partió y el cabecilla principal apareció lentamente a la vista, montado en un enorme garañón castaño que meneaba la cabeza intentando quitarse el freno de la boca.

Sin casco. Sin protectores de cuero. El sujeto solo traía una tranquila y casi informal determinación que indicaba confianza suprema, pero seguía siendo tan horda como cualquier otro que Samuel hubiera visto.

Este podría ser el mismísimo Eram. Samuel sintió acelerársele el pulso. La escena fácilmente podría extraerse de una docena de historias de los días de antaño, cuando los guardianes del bosque eran dirigidos por un gran guerrero, Thomas de Hunter.

Solo que este no era Thomas, sino un mestizo que había contraído la condición de encostrado y le había declarado la guerra a Qurong.

– Saludos -repitió Samuel.

– Estás desnudo -expresó el líder-. Yo habría esperado más del hijo del gran guerrero.

¿Sabía el hombre quién era él?

– Mi nombre es Samuel de Hunter. Estos son mis hombres, y venimos en paz.

– ¿Paz? ¿Les queda alguna alternativa? Se oyeron risitas de burla.

– Dame una espada y me hallarás menos interesado en la paz -declaró Samuel.

– Entonces serías un tonto.

– Si soy un tonto es porque he dejado a mi padre para unirme a ti en la guerra.

– ¿Hablas en serio? Aún más tonto de lo que pensé -expuso el encostrado, y se oyeron más risitas en el barranco-. Pasas muy rápidamente de chivo expiatorio a traidor.

¿Lo habían discernido?

– Estas son mis tierras, muchacho. Mis hombres te han estado observando desde el momento en que la primera ave negra sobrevolaba en lo alto.

– ¿Por qué entonces no mataste a Qurong y a Ba'al cuando los tenías?

– Porque, a diferencia de ti, no soy tonto. Nuestro tiempo no ha llegado. Cuando llegue, todo el mundo lo sabrá.

Así que eran ciertos los rumores de que Eram estaba tramando algo.

– He venido a hablar con Eram, el mestizo temido por todas las hordas. Dile a tu jefe que ha llegado el tiempo. Y todo el mundo lo sabe.

El líder escudriñó a Samuel por unos segundos, acallado por la valiente insinuación. Luego hizo girar el caballo y habló en voz baja, como un comandante acostumbrado a ver correr a mil de sus hombres con un simple movimiento de muñeca.

– Tráiganlos.

19

ESTABAANOCHECIENDO. Thomas de Hunter se balanceaba casi en el tope de un enorme roble, examinando las titilantes luces de Ciudad Qurongi. Había tardado casi todo el día deslizándose con sigilo en su camino al sur, evitando cuidadosamente toda patrulla horda, que eran pocas gracias a la celebración de la Luna Negra.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que mirara con orgullo la selva habitada una vez por los moradores del bosque? Diez años. Mucho había cambiado desde que él huyera de esta ciudad.

Se echó hacia atrás la capucha de la túnica del encostrado que Samuel desechara, y que él había cambiado por su propia túnica. Antes de la época de las hordas, la playa sur del cristalino lago había sido de arena blanca, reservada para las celebraciones nocturnas. La gente de Thomas había defendido los bosques contra los usurpadores ejércitos de Qurong, volviendo siempre victoriosos a este puerto seguro. Era un lugar donde niños con coronas de flores y jóvenes demasiado inexpertos para la guerra corrían por las calles, recibiendo a los guardianes del bosque. Las viviendas eran sencillas pero coloridas. Los habitantes danzaban a menudo hasta altas horas de la noche al son de guitarras, flautas y tambores.

En ese entonces se bañaban juntos en el lago, purificándose de todo rastro de la espantosa enfermedad de las costras.

Pensar que de sus sueños de otro mundo Thomas había traído toda clase de objetos de tecnología avanzada… algo difícilmente imaginable hoy. Una vez él había vivido en dos mundos, despierto aquí mientras soñaba en el otro, y despierto allá cuando soñaba aquí. Allá había amado a una hermana llamada Kara y a una mujer Cuyo nombre era Monique.

Si los libros perdidos, como Ba'al los había llamado, existieran de veras…

Volvió a pensar en la ciudad. Excepto por el palacio en el extremo lejano, y el Thrall, Sue se erigía solitario en el costado cercano, prácticamente Ciudad Qurongi no tenía colores. Grises bloques de lodo y piedra sobrepasados por techos de paja vomitaban humo de las hogueras interiores en que preparaban alimentos. Las hordas aún subsistían de pasteles de trigo, pero en vez de cosechar trigo del desierto como hacían antes, cultivaban trigo verde en los grandes campos despejados de los bosques hacia el sur. La carne era un manjar, reservada principalmente para las clases altas, los sacerdotes y la realeza.

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