– No estamos solos -expresó Jamous, revisando los barrancos-. Controla tu frenesí.
– Dime que no tengo derecho a hacer esto -desafió Thomas aspirando fuertemente.
Mikil se quedó callada.
– ¿Qué sugieres exactamente que vas a hacer? -preguntó Jamous volviéndose, confundido-.;Ir a otro mundo?
– Ir a Ciudad Qurongi -respondió Mikil, mirando a Thomas.
– No puedes hablar en serio.
– Tú también oíste a Ba'al -expuso Thomas mirando sensatamente a Mikil.
– Por supuesto que lo oí -contestó ella apretando la barbilla y mirando hacia el sur, hacia la fortaleza de las hordas-. Así que Ba'al sabe una o dos cosas. ¿Qué debemos hacer, entrar corriendo en su templo y exigirle que nos diga lo que sabe?
– Nosotros no -replicó Thomas-. Yo.
– Sobre mi cadáver -objetó ella frunciendo el entrecejo.
– No, sobre el mío. Ya estoy muerto. Mi hijo me dejó. Dirijo un pueblo que se está destruyendo después de una década de huir y agonizar. Qurong podrá tener un corazón duro, pero sus enemigos lo están presionando, y sus problemas van a empeorar si Samuel se une a los mestizos. Mi suegro necesita desesperadamente un aliado.
– ¿El círculo? Quizás los albinos no podamos volver a matar hordas, ¡pero nunca podremos ser aliados de quien nos persigue!
– No, el círculo no. Yo. Haré de Qurong mi aliado.
– Y morirás.
– O moriré en el intento -asintió Thomas.
LA GRAN biblioteca conectaba con el atrio principal, exactamente a lo largo del pasillo de la oficina de Monique en Farmacéutica Raison. Contenía más de diez mil volúmenes, casi la mitad de los cuales eran ediciones de coleccionistas de libros antiguos, y cada una valía una pequeña fortuna. Dichos volúmenes estaban alineados en estantes de caoba de cuatro metros de alto y llegaban hasta el techo. La temperatura y la humedad del salón eran controladas las veinticuatro horas del día por termostatos digitales, uno en cada estante. Se podía decir de todo el salón que era el humidificador más grande del mundo.
Kara venía aquí a menudo con Monique, principalmente para reflexionar en la conexión única que compartían. Hace treinta y cinco años, exactamente después del incidente, Monique había encargado dos diarios verdes idénticos con el mismo título grabado en relieve: Mi libro de historia. Ambas habían escrito sus experiencias, recordando hasta los más pequeños detalles. Luego comparaban sus escritos hasta altas horas de la noche, expandiendo y embelleciendo los relatos como les parecía apropiado, esperando tal vez que estos diarios, igual que los libros de historias de la otra realidad, transformaran de modo mágico las propias realidades que vivían.
Normalmente, los diarios estaban en una caja de seguridad detrás de un cuadro del edificio del Capitolio de Washington. La pintura era importante porque, en primer lugar, era un cuadro de muy poco valor y sin ninguna probabilidad de que se lo llevara algún ladrón. En segundo lugar, mucho del pasado de Thomas estaba vinculado a ese edificio.
Todo había empezado treinta y seis años antes en Denver, Colorado, cuando Thomas había afirmado vivir en una realidad distinta, en el futuro, la cual era producto de sus sueños. Afirmaba que mientras dormía soñaba con historias de la otra Calidad, la verdadera.
Insistía en que nada del mundo de Kara era real.
Su hermana lo había convencido rápidamente de que esta vida era real. Los dos Se habían criado como niños consentidos del ejército en las Filipinas, y hablaban tagalo para probarlo. Después de veinte años de matrimonio, el padre de ellos, un capellán castrense, había abandonado a la madre de los chicos por una mujer filipina de la mitad de edad de ella.
Kara se había impuesto una educación superior, llegando a convertirse en enfermera, en lo cual tenía mucho éxito. A Thomas no le había ido tan bien. Salió de Filipinas como un conocido y respetado luchador callejero, con malas estadísticas en el campo de fútbol, yendo a parar a Nueva York como un alma perdida que no calzaba en la sociedad. Cuando finalmente se desmoronó, huyó de Nueva York. Se fue a vivir con Kara a Denver, y aceptó un empleo en Java Hut mientras ponía en orden las cosas.
Entonces habían empezado los sueños, una noche a altas horas en Denver, con una sola bala de un silenciador salida de alguna parte. Él afirmó que lo habían estado persiguiendo prestamistas usureros de Nueva York. Pero poco después que Thomas dejara a su hermana por última vez, ella había salido a buscar a dichos usureros, ansiosa de evitar cualquier mala situación, solo para descubrir que esa noche ellos no habían sido los únicos en el callejón.
La identidad de los hombres que habían estado persiguiendo a Thomas treinta y seis años antes quedó como un misterio hasta el día de hoy.
En cuanto a los sueños de él, claro, esa era la inquietud, ¿verdad? ¿Cuan reales eran exactamente? En algún momento Kara había estado segura de que fueron reales. Pero tres décadas después, todo eso parecía poco claro.
Reales o no, los sueños de Thomas acerca de otro mundo habían alterado para siempre la vida de Kara. También la de Monique, pero en muchos niveles ella seguía siendo la misma ingeniera bióloga que fuera cuando Thomas la conoció.
Por otra parte, Kara había descubierto que era casi imposible vivir en los Estados Unidos. Se había recluido en el sureste asiático. Otra vez en la tierra y con la gente que la vio nacer.
De vuelta a la propia historia de Thomas.
Ella nunca se había casado, como sí lo hiciera Monique, temerosa de que cualquier relación pudiera sufrir el mismo destino del de su amiga: Una llama apasionada y devoradora, pero de corta vida. Más bien un cohete que una candela.
Kara no era la Madre Teresa, pero había entregado las últimas tres décadas de su vida a servir a las jóvenes y quebrantadas muchachas de la industria del sexo en Bangkok.
Además había fantaseado. Había fantaseado cómo sería soñar una vez más con la sangre de Thomas. Cómo sería desaparecer de este mundo y despertar en el otro, aunque solo fuera hasta volver a dormirse.
Pero la situación no era tan sencilla. La grandeza nunca fue así de simple.
Monique le había pedido a Kara que la acompañara mientras decidía qué hacer respecto a Janae. Monique se puso de pie y se dirigió al estante que albergaba parte de la colección de Turquía, en que el erudito David Abraham descubriera por primera vez los libros de historias. Desde luego, ella nunca había podido conseguir siquiera un solo volumen de esos libros; y los otros títulos del estante, aunque valiosos y antiguos, no se les podían comparar remotamente.
El enjuto rostro de la bióloga traicionaba la angustia que la había azotado en las últimas ocho horas. Trató de interesarse en los libros pero, al no poder hacerlo, volvió a su asiento donde se acomodó y cruzó las piernas.
– ¿Qué haría él? -preguntó Monique volviéndose hacia Kara, que tenía las manos agarradas en la espalda y caminaba de aquí para allá sobre la redonda alfombra anudada a mano bajo la lámpara de cristal en forma de araña-. Contéstame a eso, Kara, y te juro que abandonaré todo el asunto. La dejaré morir…
La voz se le apagó lentamente.
– ¿Te refieres a Thomas?
– Porque ella morirá. Los dos morirán en las próximas ocho horas si no aplico la sangre. Podrían morir de todos modos. Tenemos sus vidas en nuestras manos, tú y yo. Sin embargo, ¿qué habría hecho Thomas?
– Mi hermano no siempre hacía lo más lógico.
– Tal vez porque lo más lógico no siempre es lo que debería ser.
– Escúchate -reprendió Kara-. Tú siempre fuiste la fuerte, exigiendo que siguiéramos la más estricta de las políticas.
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